martes, 26 de febrero de 2013

El placer de sentirse espiado


Nombrar es crear. Es bien sabido. Silenciar lo que existe ¿es destruirlo? El jefe lleva unos días rumiando la pregunta, remendando respuestas. Hablo en términos poéticos. Él sabe que es difícil distinguir, en ocasiones, caos y razón. Un solo nombre puede envenenar mil sueños. Otras veces callar es el mejor sinónimo de mentir. ¿Qué hacer? Cualquier sugerencia es al tiempo bienvenida y al tiempo rechazada. En esto se distrae. Mañana será peor. Los tiempos son convulsos. Mientras resuelve, procura por el redactor. Durante estos días, hemos sido estrechamente vigilados por la brigada poético-social que organiza el despacho de detectives Moralares, con el que ha contratado. Durante tres días consecutivos hemos sentido sus voces fraternales, sus sonrisas. A veces vigilancia y amistad son palabras que se llevan bien. Suelen terminar juntas en los bares hablando de revolución. Aplazada, claro. Como toda la vida. Nombrar o no nombrar es cuestión escolástica.

Primero

Antonio y Pilar
Este lunes, señalado con el 18, decidimos estar en el Ateneo. Fue algo íntimo, especialmente buscado. Ni siquiera la tozudez altisonante de Antonino Nieto pudo romper el ambiente. El poeta, el sevillano Antonio J. Sánchez, publica su segundo libro, que ha querido de homenaje amoroso a Madrid, a la ciudad que le deslumbró, que le deslumbra desde hace 4 años. Él vive en Móstoles, pero habla de Madrid. Ha publicado Leyenda Urbana, 58 páginas abiertas a la agitación de una ciudad, a sus señas de identidad callejera, a sus sabores y sonidos, a los trenes, a los meses robados, al azar de Sabina. Antonio estaba contento de presentar su libro en el Ateneo, tal vez por eso invitó a sus amigos a leer con él –una moda, parece- y en especial a Paco Moral y a Antonio Daganzo. La sorpresa final, de la que todo quedó impregnado, fue la lectura conjunta con Pilar. Pilar es su amor. Leyeron el poema que contaba la frescura del encuentro (primero). No ocurre muchas veces. Intimidad serena y compartida. Gracias.

Segundo


Alejandro Céspedes
Un hombre solo. Un poeta solo junto a una pantalla. Un lector frente a un libro. Una sala repleta. Expectación. Alejandro Céspedes y la libertad del títere. Sala Fernán Gómez II. Bajo Colón. Un aparte en el misterio, en la historia de un libro que fue negado. Topología de una página en blanco. Alejandro comenzó su escritura, le oí decir, tras una discusión sobre los límites de la creación poética. Sobre la capacidad del lenguaje para la concreción. Y del papel del lector para soportarlo. Dónde y cómo. Es la tarde en punto, las 20 horas de un martes 19. El vértigo y la desolación ocupan el territorio de un escenario oscuro y limpio. Un hombre solo durante 46 minutos. Un hombre como otro cualquiera. Un poeta. La sala es nuestro espejo. La voz es densa, instrumento, es un potente susurro. Una oferta. Lee mientras en la pantalla desfila el aire, personas, paisajes, cercado todo por la incomunicación. ¿También por el deseo? Planos horizontes, duros en su blancor. Hay un pozo.
¿Son un pozo las páginas? Un proyectil sin alma, lento, que atraviesa.  Alejandro lee y es exacto. Quietas miradas. La soledad como espejo en donde verse. Nadie respira. Como síntesis dialéctica de dos soledades. La voz transita también a nuestra espalda. Los pájaros caen tras ser ametrallados. Será difícil volver a escribir después de un texto como este. Él lo sabe. Y lee. Espera. Hay un plano final en el que un títere corta, ve cortados, uno a uno sus hilos, las palabras. Conoce su derrumbe. Un hombre solo para ordenar la nieve. La imposibilidad de ser. De ser feliz. ¿Por qué? ¿Para qué el engaño de escribirnos?  ¿Cuándo el apaciguamiento?   

Tercero

Elvira Daudet
El miércoles, 20, la colección Intravagantes organizó, en la cueva de la Librería Fuentetaja, una lectura de Cuaderno del delirio, esa crónica enamorada del desamor que Elvira Daudet escribió, guardó, y desde hace dos años es un caudal. Casi 60 cómplices bajo los rojos ladrillos de una bóveda. El alivio de un acto sereno en su presentación. Después leyó Elvira. A veces me pregunto cómo puede. Es un libro que desgarra el silencio. ¿Cómo puede narrar así un abandono, el frío de su instante? Lo presentido no disminuye, nunca, por ello su dolor. Sí queda, como en los versos de Wordsworth, belleza en el recuerdo, París. Pero también, y mezclada con ella, como detonaciones, aparece el rastro de la angustia rebelde, la insumisión y el daño de lo ido, los mimbres donde conspira el áspid de la memoria. Elvira, que en el poema sabe controlar el potente rigor de sus emociones, que lo dosifica para el lector, hizo una lectura adulta y viva. Apenas siete poemas le bastaron para contar lo que fuera esplendor en la hierba y cuánto hay de irrevocable en las balas de su final. Luego, apenas el aroma de las cosas que conocieron a los amantes, apenas el camino que regresa a los hielos de la vida, apenas lo que grita que la única vida posible es sentirse en la hoguera. Elvira, que dudó primero, que tembló después en la lectura de dos de los poemas, tienen el don de inquietar con la autenticidad de la belleza. Así me lo dijeron Paloma Corrales, Tomás Rivero, Alfonso Brezmes, Jorge Gartorrego. También los inspectores Paco Moral y Ana Ares una vez que agotaron su misión..

2 comentarios:

Amando Carabias dijo...

Otra semana densa y atractiva.

fcaro dijo...

Tremenda, Amando. la poesía nos sostiene.