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Estuve. Diciembre y 16. La gente acude, llega, calla, mira. Igual que el día del accidente. Con la misma atención. Los redondos saludos. Saben que han sido convocados, pero no cómo les han de sorprender. El recolector, Alejandro, de asfaltos desgarrados por el tedio, de insatisfechas carnes fragmentadas, el azor, el poeta asturiano del millón de kilómetros, ha decidido traer, una a una, cada una de sus miradas, ha querido depositarlas sobre el zinc, sobre el mármol, sobre el hielo de quienes las han de diseccionar. Ha traído voces que llevan en sus dientes los poemas, los cuerpos entintados de sus provocaciones. La gente llega y nadie sabe. Llenan la sala. Nada.
La luz que disminuye. El olor a fiscal cuando interroga. Las primeras imágenes. El barco de las rosas. Los hilos. Los filos. Los bordes que confluyen, que confunden. El dolor del momento. Y el primer herido. Y el primer poema. Dos voces de dos padres que no entienden que no entienda el hijo las heridas de su instante. Alejandro y Fernanda interpretan el primer poema. Alejandro susurra sus sílabas concéntricas. Es su último libro, Flores en la cuneta. Y con su voz, tan creíble, las voces como brasas de Ana Lía, de Graciela, de Adolfo Simón, de Sergio. Confabuladas, dispuestas a poner sobre la mesa versos, anuncios de veloces voraces automóviles, imágenes, petas, fragmentos de memoria, derrapes sin balanza, autoemociones, anuncios sin zapatos, cuerpos sin luz en las cunetas.
Oscar es un ente virtual, Martín Centeno un ente que proyecta contradicciones, ansias de ser, volantes que nos vuelan, desconocidas falanges de semáforos, anuncios para ciegos, el dolor sin noticias. Las gentes callan. Sobre la mesa de autopsias van pasando los cuerpos, los días alquitranes, asesinos, de las carreteras. Alejandro pregunta ¿te gusta conducir? mientras las rosas, una a una, se van acumulando en las manos del último, de quien espera. Dos focos son dos ojos que te clhlaman. La gente acude, llega a presenciar la muerte, las heridas, que (como objetos poéticos) trajo Alejandro. Las mismas que nos deja, los mismos que nos deja.
Hay un poema final donde la luz pregunta su misión en la cueva, su por qué de ignorar los horizontes. Sergio ya tiene en sus manos las rosas, todas las que están dispuestas. Se levanta, amanecen ¿por qué no están? en una todas las preguntas, hay un ritmo obsesivo, de rap gallego, litoral y daño. Hay linternas que alumbran a las gentes, muy calladas. El lívido estupor de la belleza.
Vino
conmigo el libro.
Luego vi que el estilete de Julio Mas realiza también su autopsia. Sobre el murmullo de Adorno, Thomas Hardy, Camus, Wallace Stevens, Deleuze, Kandisnky, Derrida, Prieto de Paula, LA de Cuenca, Jaime Gil, Juan de la Cruz, Ricardo Reís, Mallarmé, Sartre Platón, Nietzsche, Paul Celan, Carlos Bousoño, Bonnefoy, Eliot, Yeats, André Breton, Bishop, Gorge Oppen, Ted Berigan, Andy Warhol, Ahmed Abdel Hijazi, Wole Soyinka, Ernestina de Champourcin, Alberti, Brines, Kierkegaard, James Ballard, David Cronenberg, Ramson, The Killers, JRJ, Claudio Rodríguez, Miguel Hernández, JA González Iglesias, Gamoneda, Benítez Reyes, Alberti, Terence Malick, que observan la disección a cierta distancia, se alza su voz epilogal, de cuña, para la descripción forense, para el análisis de los papeles hiperiones de un Alejandro en plena metamorfosis existencial y de redescripción, también readscripción, de su voluntad poética.
Julio Mas, lujo anglosajón de la noche madrileña, imprescindible ya en el spleen poético de la ciudad, mira perpendicularmente los restos esparcidos sobre el zinc y anota, gubia en mano, en su informe lo encontrado: residuos en vena de metáforas, la musicalidad abstracta, los prestamos buscados, secuelas de contactos con topos callejeros, el no abandono de los anteriores escenarios de yo, del no-yo, la ideografía caligramática como valor que añade, la repetición como flujo, mantra y reflujo, la multiplicidad sin adjetivos de sujetos, objetos, aristas y voces, la objetividad de lo amoral, la existencia de comunes nominadores reverberantes, repetidos. Todo lo encontrado. 16 páginas que absorben. Que cierran. Que dictan al lector cómo ha visto su escalpelo las flores cadavéricas que nos mostró Alejandro.
Estuve. Leo, leo.
Estuve. Diciembre y 16. La gente acude, llega, calla, mira. Igual que el día del accidente. Con la misma atención. Los redondos saludos. Saben que han sido convocados, pero no cómo les han de sorprender. El recolector, Alejandro, de asfaltos desgarrados por el tedio, de insatisfechas carnes fragmentadas, el azor, el poeta asturiano del millón de kilómetros, ha decidido traer, una a una, cada una de sus miradas, ha querido depositarlas sobre el zinc, sobre el mármol, sobre el hielo de quienes las han de diseccionar. Ha traído voces que llevan en sus dientes los poemas, los cuerpos entintados de sus provocaciones. La gente llega y nadie sabe. Llenan la sala. Nada.
La luz que disminuye. El olor a fiscal cuando interroga. Las primeras imágenes. El barco de las rosas. Los hilos. Los filos. Los bordes que confluyen, que confunden. El dolor del momento. Y el primer herido. Y el primer poema. Dos voces de dos padres que no entienden que no entienda el hijo las heridas de su instante. Alejandro y Fernanda interpretan el primer poema. Alejandro susurra sus sílabas concéntricas. Es su último libro, Flores en la cuneta. Y con su voz, tan creíble, las voces como brasas de Ana Lía, de Graciela, de Adolfo Simón, de Sergio. Confabuladas, dispuestas a poner sobre la mesa versos, anuncios de veloces voraces automóviles, imágenes, petas, fragmentos de memoria, derrapes sin balanza, autoemociones, anuncios sin zapatos, cuerpos sin luz en las cunetas.
Oscar es un ente virtual, Martín Centeno un ente que proyecta contradicciones, ansias de ser, volantes que nos vuelan, desconocidas falanges de semáforos, anuncios para ciegos, el dolor sin noticias. Las gentes callan. Sobre la mesa de autopsias van pasando los cuerpos, los días alquitranes, asesinos, de las carreteras. Alejandro pregunta ¿te gusta conducir? mientras las rosas, una a una, se van acumulando en las manos del último, de quien espera. Dos focos son dos ojos que te clhlaman. La gente acude, llega a presenciar la muerte, las heridas, que (como objetos poéticos) trajo Alejandro. Las mismas que nos deja, los mismos que nos deja.
Hay un poema final donde la luz pregunta su misión en la cueva, su por qué de ignorar los horizontes. Sergio ya tiene en sus manos las rosas, todas las que están dispuestas. Se levanta, amanecen ¿por qué no están? en una todas las preguntas, hay un ritmo obsesivo, de rap gallego, litoral y daño. Hay linternas que alumbran a las gentes, muy calladas. El lívido estupor de la belleza.
Vino
conmigo el libro.
Luego vi que el estilete de Julio Mas realiza también su autopsia. Sobre el murmullo de Adorno, Thomas Hardy, Camus, Wallace Stevens, Deleuze, Kandisnky, Derrida, Prieto de Paula, LA de Cuenca, Jaime Gil, Juan de la Cruz, Ricardo Reís, Mallarmé, Sartre Platón, Nietzsche, Paul Celan, Carlos Bousoño, Bonnefoy, Eliot, Yeats, André Breton, Bishop, Gorge Oppen, Ted Berigan, Andy Warhol, Ahmed Abdel Hijazi, Wole Soyinka, Ernestina de Champourcin, Alberti, Brines, Kierkegaard, James Ballard, David Cronenberg, Ramson, The Killers, JRJ, Claudio Rodríguez, Miguel Hernández, JA González Iglesias, Gamoneda, Benítez Reyes, Alberti, Terence Malick, que observan la disección a cierta distancia, se alza su voz epilogal, de cuña, para la descripción forense, para el análisis de los papeles hiperiones de un Alejandro en plena metamorfosis existencial y de redescripción, también readscripción, de su voluntad poética.
Julio Mas, lujo anglosajón de la noche madrileña, imprescindible ya en el spleen poético de la ciudad, mira perpendicularmente los restos esparcidos sobre el zinc y anota, gubia en mano, en su informe lo encontrado: residuos en vena de metáforas, la musicalidad abstracta, los prestamos buscados, secuelas de contactos con topos callejeros, el no abandono de los anteriores escenarios de yo, del no-yo, la ideografía caligramática como valor que añade, la repetición como flujo, mantra y reflujo, la multiplicidad sin adjetivos de sujetos, objetos, aristas y voces, la objetividad de lo amoral, la existencia de comunes nominadores reverberantes, repetidos. Todo lo encontrado. 16 páginas que absorben. Que cierran. Que dictan al lector cómo ha visto su escalpelo las flores cadavéricas que nos mostró Alejandro.
Estuve. Leo, leo.
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Cuando sueñas ¿qué coche conduces?
Lo primero, las piernas.
Los brazos sobre el pecho.
Poned bajo mi cuerpo alguna sábana.
Que en mi espalda este acero inoxidable no recuerde el frío del asfalto. Luego abridme la ropa poco a poco. No hagáis entrechocar los instrumentos. No vaya a abrir sus alas y se escape a través de mis heridas. Me dijeron que a veces tarda en salir del cuerpo varios días.
No me cerréis los ojos, sólo los desgarros.
Dejadme ver mi autopsia.
Así podré saber dónde se oculta el alma que hizo que me durmiese para poder marcharse antes de tiempo.
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