Un artículo de Nicolás del Hierro
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Pedro A. González Moreno, con la publicación de esta novela, Los puentes rotos (Calambur. 2007), y ya reconocida su obra anterior, viene a justificar en plena juventud su maestría dentro de cualquier terreno de la literatura. Principalmente poeta, recurre con frecuencia a la metáfora, incluso por la selección y utilización del vocablo eleva la narrativa hasta una expresión lírica que puede recordarnos la mejor novelística del boom sudamericano. Pero, contrario a aquéllos, no es el suyo un realismo fantástico, sino una fantasía real que nos cuenta cómo buena parte de nuestra sociedad vive en tribulación individualizada. Es el oscuro sello de la soledad colectiva acercándose al naufragio, cuando la rotura de los puentes no permite llegar de una a otra orilla.
La acción temática se desarrolla sin referencia al orden numérico de sus apartados. Sin embargo, las piezas de este puzzle no falsean en nada el mosaico de la narración; el lector queda prendido por el acierto literario. Aunque llevada en tercera persona, muchas veces escribe desde los propios personajes, y sus pensamientos tejen un trenzado con la demostración de un idioma culto y sencillo a la par; minucioso y detallista, monologuizante en ocasiones, en otras saben poner su desarrollo al servicio de un autor omnisciente que amarra al lector.
Yo no afirmaría, aun cuando se diga en la sinopsis de la novela, que son tres los principales personajes de la misma; pues el origen de toda esta narración radica en ese padre de carácter firme y en la apacible madre, incluso en Laura, la sufrida novia que lleva “toda la vida despidiéndose” y que permanecen en el pueblo. Sobre todo radica en aquél, en el viejo Juan. Importante es la tenacidad del hombre rural, su obsesión de padre, convencido de que todo lo suyo y cuanto viene desde sus orígenes dinásticos quedará roto con el curso de su vida y tras la metamorfosis social que acosa a su familia dado el avance cultural del hijo, su carrera y su marcha del pueblo. Se crea aquí un drama social repetido y multiplicado en el amplio espectro de las zonas agrícolas, que sufriera España en los principios del último medio siglo. Si ello no fuera así no reconocería el propio narrador en el pensamiento del principal personaje, Pablo, hijo de aquel hombre de campo, que, al final, “sólo la sombra de su padre y la de los demás muertos de la casa se pasearían por allí, errantes y desconcertados, sin la cercanía ni el calor de los vivos”. (Pag. 282). El cambio de rumbo social deja solos en los pueblos a esos hombres de esfuerzos agrícolas y mujeres rurales con olor a orzas antiguas y cocinas con sabor a aceite de oliva virgen. “Los hombres del campo están obligados a morirse en el campo”, recuerda Pablo en una rotunda afirmación del padre.
Luego sí, a través de esos tres personajes: un profesor inconformista y rebelde, un oficinista recién separado y un viejo poeta sin éxito, irán surgiendo algunas escenas del Madrid actual, de la España presente. La principal simbología de “Los puentes rotos” nos está mostrando una sociedad fría, escéptica y repleta de individualismos e incomprensiones. La ruptura de los puentes es casi siempre la falta de entendimiento, porque cada quien va a lo suyo, incluso tratándose sólo de amistad. Buena parte de los personajes (Anselmo, Alberto, Angelines...) no son otra cosa que marionetas en círculos dominados por los silentes don Leandro y don Lorenzo. Entre unos y otros está el comportamiento de Pablo que, como diría un pasota, “va a su bola”, porque lo que busca es ser él, sabiéndose muela importante en la rueda de la vida.
Podría pensarse que Anselmo y Alberto son vidas paralelas, aunque aquél desarrolle su trabajo en un colegio y escriba versos, y éste cumpla con su jornada laboral en una oficina y lea novelas policíacas; pero ambos están envueltos por una existencia vacía, un presente nulo y un futuro sin caminos.
Muy diferente a los personajes del poeta y el oficinista, es el del profesor inconformista y rebelde. Sobre Pablo pesa y se mantiene toda la fuerza de la novela. Tenemos símbolos de su infancia con los que juega el subconsciente: la araña y sus telas. Varias veces recurre a este entramado de hilos, ya sean los que teje el propio padre en la cámara, la situación de Alberto ante la psicoanalista o también la que encontramos en Anselmo del Álamo cuando recuerda a Ariadna dentro de su laberinto.
Quizá porque un similar entramado está en la vida de casi todos ellos, a tela de araña es suplantada por un puzzle, que viene a ser un laberinto similar, con la diferencia que en aquélla los personajes han de luchar por construirla y en éste es el personaje quien construye. Otras dos estelas que perduran en el recuerdo infantil de Pablo son los pozos, como puertas de infierno a manera dantesca, y la higuera que talara el padre, pero que no impidió con ello su fantástica disposición hacia las ensoñaciones que, desde la retentiva, flotaban en la mente del profesor recordando al muchacho.
Estas escenas, hijas de la infancia y de la adolescencia, se mezclan y entrelazan con otras más cercanas, pero que dan forma literaria a una fantasía realista y tétrica, como son aquellas que se nos narran tras la subida a la cámara donde el padre se ahorca, el encuentro con sus cosas personales y luego cuando éstas son quemadas o recordando las que se produjeran 20 años antes con la también quema y exterminio de los árboles frutales que Juan, el padre, tenía en la huerta y acabó por no dejar ni uno, convencido de que toda la familiar labor de agricultura terminaba al extinguirse su propia existencia.
A pesar de ello hay en todo una gran ternura y sensibilidad por parte del hijo recordando al padre, destreza literaria como dominio de autor. Y es que, de lo que no nos cabe duda es de hallarnos ante un novelista que, aun siendo un extraordinario poeta, dado el acierto y magnitud de su primera novela, puede que le aguarde una rica metamorfosis de géneros donde se imponga la narrativa como método futuro.
Fotografía de Nicolás del Hierro por Cristina F. Zambrano