Carta
pública a
Tomás Rivero.
Tomás Rivero.
Por
Ceses.
Querido
Tomás, hace unos días recibí la gentileza de tu último libro, al que titulas Ceses.
Llega avalado por Amargord, en la colección Amsel que biendirige el común
Miguel A. Curiel. Estupenda posada. Leí tus anteriores Cámara de humo,
que te editó Karima, y De un libro que no pienso escribir nunca,
que lo hizo Tigres de Papel. Estuve en la presentación madrileña de este último
y te recuerdo serio de gesto tras tu camisa blanca. Por algún rincón del blog
hay constancia de ello. Ahora llegas distinto.
Tiene
Ceses un grito de ambición y otro de aceptación. Un pie en el
lenguaje y otro en la melancolía. Una mano en la transgresión y la otra en el orden
de la naturaleza. Por un oído escuchas el imperativo que exige y por el otro las
brisas incontables del mar. Un ojo en lo invisible, el otro en los geranios. Entre
dos tabiques paralelos camina la poesía, la que convocas en cada línea que
escribes. Leyéndote he pensado en aquello que suele decirse: escriba de lo
escriba, el poeta solo escribe de poesía, el poema y las circunstancias que lo
provoquen son simple excusa. Eso te pasa. Por eso reclamas a Vallejo, a
quién si no, por eso estrujas los labios, por eso tu afán en la distorsión, en
la huida de los acomodos, por eso tu fajarse a oscuras con las cosas diminutas
/ cotidianas que nos persiguen. Ceses es un libro íntimo, de los que
salen y vuelven para encerrarse. Lejos de voceríos sociales, el poeta es un
hombre sin camisa que se encuentra, felizmente solo y abierto, ante el aire y
los azules que los vencejos sajan. Y no se arredra. Sabe que la vida es un afán
aleatorio, pero sabe que existe el sur: como opción, como raíz. Hay en él un
poeta libre en busca del hombre, del individuo roto de rotas ataduras, del que
vagabundea por la naturaleza: jardín, arenas, bosques, enigmas, ruralidad de
infancia. Lejos, pero cerca, del que alguna vez intentó. Viene del desengaño y
hacia el desengaño continúa, pero ya sabe y se sabe. Anhela piedras o troncos
de árboles con altura de asiento desde donde descansar y ver. A una mujer, al
otro, a lo que Machado tildó de complementario. Y cuenta sin apego, sin
desapego. Halla chozas al azar en donde y con la poesía buscar albergue, donde
quedarse sin otra intención que estar. Sin honores, sin mañana, sin
trascendencia. El poeta ha descubierto que lo más inútil es lo más necesario.
Y pelea y dialoga con su decir, con sus desnortes, porque sabe que todo es una
partida de cartas a sangre y muerte con el lenguaje. Lo quiere tenso y sin
tensiones, sin intenciones ajenas a los dos. Poeta y poemas jugándose el resto
en la última baza. Sin luz cenital, sin manos en verdes tapetes, sin cuervos
mudos que miren, sin notario.
Te
digo esto porque he reterminado el libro, escrito por sus márgenes sin sosiego, y no
encuentro cosa que decirte que no sea estos apuntes a lápiz. Un abrazo.
Estuve triste un par de horas.
Después amaneció
y vinieron pájaros.
Y así fue todo el día.
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Náyade milagrosa
(Oración)
Apareciera yo sobre abrojos clavado,
dichoso aún de mí,
de pronto sorprendido del torpe incidente,
del dolor febril que late en la trabajada
carne.
Ángel avaro nunca me protejas.
Dudoso abril dichoso sé mi ataúd y mi
sala.
Los muertos fueron, sin labios, verbos
sedientos,
bebieron de los óleos el agua que no era.
Náyade milagrosa,
son de clavicornio,
endulza mis llagas.
Otras heridas habrá que se cierren,
más la mía se abre aún, no sé,
supura lejanos paraísos olvidados,
un atril, cera de cirios encendidos,
un agua pausada sobre un vaso descansando,
un jueves que viniera decente y sin ropajes,
avispado, sereno, tan justo como el filo
de un
sable,
sable,
exacto como un segundo, como un minuto
enorme.
Nosotros, los vulgares hombres nocturnos
que hacemos fácil un lunes, un mes,
un año de hermético traje descompuesto.
Náyade milagrosa son de clavicornio
¿sabes tú qué ruido es ese silencio que
trae la
noche
noche
de aguas volcándose urgentes y precisas
en el seco cauce de mis brazos?