Son los últimos versos
de Ciudades, la antología que el
poeta granadino malagueño Antonio Jiménez
Millán ha publicado con Renacimiento,
dicen así: “Ahora todo está mucho más claro:/ en la vida y en la
literatura/ hay que saber guardar distancias,/ no creerse los fuegos de
artificios”. Y me parece bien la
advertencia, dijo el Jefe. Es tal el aluvión
que nos invade que es necesario un buen harnero, un activo cedazo con que
discriminar grano y granzas. No es cuestión de ir con lupa recolectora por el
sembrado, por supuesto, pero tampoco tragar con garganta de ganso. Les
recomiendo el editorial del último número de la revista Cuadernos del Matemático.
Y nos dejó sobre la mesa el ejemplar y un buen número de fotocopias. No escarmienta.
Pues sí.
Regresaba yo un viernes de la Casa de Fieras. De un acto poético. De una casa
habitada antaño por fieras abocadas a la mansedumbre de los límites. Atravesaba
yo el Retiro madrileño y pensaba en la correspondencia entre su antigua
ocupación y la actual. Puede, pensaba yo, que pase con los poetas como pasó con
los toros bravos en la década de los sesenta, que fueron perdiendo casta por
exceso de cultivo. ¡Dios hizo demasiados, Buk…! En mitad del camino acudió a mi
memoria una conocida cita de Steiner –es fácil recordar citas desde que existe
Face–, aquella donde confiesa: Hice poesía, pero me di cuenta que lo
que estaba haciendo eran versos, y el verso es el mayor enemigo de la poesía. No le faltaba razón. ¡Cómo le puede
faltar razón a Steiner! El verso, si se individualiza, hace a la poesía el
mismo daño que el buenismo a la política. Mezcla a escribidores con poetas. Y
por ese camino van tantos, pensaba yo, esculpiendo árboles bonitos para poblar
desaliñados bosques. ¿He dicho tantos? Tantos es poco. Multitudes antaño
ágrafas vuelcan hoy su caudal en el inmenso río de lo que viene en llamarse
hacer poético. Incontables editoriales, pequeñas y solícitas, esperan las
dádivas de su trabajo. Editar en la era de la revolución digital se resuelve en
algo sencillo. Y tal vez rentable para ellas. Todo este totum revolutum pensaba yo mientras cruzaba el Retiro. Pero siguen
existiendo los poetas, me consolaba. Sofocados, como en la parábola del
sembrador, confundidos tal vez, pero poetas del ciento por uno. Voces que se
alzan necesarias. Por verdaderas. La poesía sigue viva, doy fe. Recluida en las
covachas de su escasa presencia social, pero viva. Yo he visto, he leído, he
escuchado a los elegidos que la cultivan, repetía mi monólogo interior. Todo
esto me esforzaba en creer caminando entre sombras vegetales.
Otra. Volvía yo un martes de la Alberti,
y en la pausa sedente del metro, después de los reparadores vinos, divagaba por
aquello que se decía de los poetas de necesidad y de los poetas de
circunstancias, de los exigidos y de los voluntariosos, de los puros y de los
hibridados (a más de los puramente impuros). De los poetas de masas frida y de
los escindidos. De los que escriben joven y de los que escriben para parecerlo.
De los enjutos, de los celebrativos, de los atrapados en el pozo de la edad y
sus desolaciones. De los paisajistas subjetivos. De los insatisfechos con la
realidad y de los extasiados ante el estilo. Y los claros, claro, que no se me
olviden, tan orgullosos ellos de que se les entienda. Qué inmensa ciudad. Qué
jungla de voces consonantes. Todos –o casi, seamos justos– en perenne agitación
de brazos y pañuelos, en postura de náufragos polinesios que esperan rescate. O
aguardando la columna dórica de cualquier cultural que dé fe, ante la tribu, de
su valor y singularidad. Jamás hubo tal número de poetas éditos como hay ahora.
¿O sí? Eso pensaba yo en el subte y su sofoco. Qué diría en 2016 Lope Tomé de Burguillos si comparase sus
tiempos con los actuales. Nunca una meseta tan poblada, tan premiada. Y nunca
con tan escasas cumbres, con tan parpadeantes faros. En cuanto a esto, me
preguntaba yo: si detuviéramos a un hombre corriente, a un hombre de la calle
cansado de ser hombre, bien en el metro, bien en el Retiro, y le preguntásemos por
el nombre de un poeta español vivo, ¿cuál nos diría? ¿sospechan la respuesta?
Lo mismo ocurriría si la pregunta ¿Dígannos
el nombre de un poeta español de referencia y actual? se realizase en
Londres en París, en Nueva York, a un grupo de críticos literarios. ¿Cuál
nombrarían? Todos imaginamos.
Mas no ajemos esperanzas. Ejemplos
hay para todo. El mito del gran poeta oculto sigue vigente. Entre tantos que se
afanan con ambición secreta puede aparecer un nuevo Fernando Pessoa, recuerden
aquel fragmento de su desasosiego: Entre
todo se salva algún que otro poeta. Ojalá quedara alguna frase mía, algo de lo
que se dijese:¡Bien dicho!, como los números que voy escribiendo, copiándolos,
en el libro de toda mi vida. Algún Fonollosa debe existir entre los que
hoy, apartados del ruido, escriben. Seguro. Pero que esa esperanza no nos
alivie en exceso. Existen también los que han entendido ya –o entenderán en un
momento exacto de su vida– que basta del engaño y de engañarse, que basta ya
del ejercicio melancólico, que se terminó para ellos la mala literatura en que
deviene la poesía de a diario. La sin porqué. Y abandonan sin más la fiesta.
Resueltos, definitivos, Heureux qui,
comme Ulysse, a fait un beau voyage. No piensen en Rimbaud y su tráfico de
armas. Los hay mucho más cercanos, más a pie de obra. Los Cabañero, los
Sahagún, los Gil de Biedma, los Brines de turno, Esos que, parodiando a Manuel
-hace tiempo que no escribo lo que dicen
que escribía- llegan al dolor y a la conciencia del instante en que deben
callarse. Y obsequian a todos con su silencio, por lo menos en público. Cuántos
en su misma situación no lo perciben de forma suficiente –los otros, los que
les rodean, sí– y persisten sudorosos, sin desmayos. Como si fuera oficio de
alimento la poesía.
Pues sí, amables lectores, para todos se edita Cuadernos del
Matemático. Para los descreídos, para los entusiastas. Para los que la intentan
como remedio. Para quienes la convocan como destino. Valga.