Carta
pública a Federico Gallego Ripoll
Por
Las travesías.
Querido
Federico, he dudado si escribirte. Por lo menos de forma pública con motivo de
la gentileza y la lectura de Las travesías. Es el caso que he
recorrido, escudriñado, los anteriores textos sobre ti que pueblan Mientras la luz, y
creo haber dicho de tu poesía cuanto de ella percibo y me hace sentir. Posos que
vienen de lejos, y que este libro no ha hecho sino remover. Acrecentando. Tienes
la virtud de no extender tus modos de acercarte a rodear la poesía, sino la de
hacerlos más intensos, más profundos, más significativos. Incluso más
despojados. Con la edad los poetas se vuelven vagabundos. Tú también. Saben que
los adornos, los lujos y las muecas, las exhibiciones y los compungimientos no
ayudan a conservar la memoria del paisaje, sino que lo desvirtúan. Y qué
otra cosa es un hombre sino su sombra y por tanto su paisaje. Esa dilatada
llanura en donde la sorpresa es siempre – y todavía– asunto esperable. Cuando
se atisban, desde un balcón sereno, los territorios puros de la melancolía,
tiene el hombre que fuimos obligación de no engañar. Y tampoco engañarse. Saber
que la sorpresa y la ruina nos conforman. Hoy decía a Raúl que escribir poesía
(de leerte y leerte lo aprendí) no es entrar en los abismos –Dante lo hizo
por todos–, sino acercarse con tiento a ellos, escuchar sus reflejos, mirarlos cara a cara
en sus rugidos, degustar sus olores. Y saberlos. Escribir es remarcar con tiza
sus bordes, porque se sepa que somos testigos, porque se sepa que sabemos que
las cosas están a punto de inaugurarse, pero que conocemos lo pronto que
llegará la lluvia para borrarlo todo. Escribir poesía es hacer lo que haces. Es
ser y sentirse fungible, vagabundo paciente, y por lo tanto dueño y siervo de las cosas
a las que rescatas. Es disponer las agujas, las palabras que bordan, sin otro anhelo que la
propia belleza de lo bordado. Qué es el poeta sino ese bastidor que atusa la
tela. Ese tiempo pacífico, casi en silencio, casi frescor de patio, en donde sólo
lo que importa importa. Y es entonces, casi a las ocho de una tarde de verano,
cuando alguien comienza a cantar la copla antigua: Diez bosques son un
ángel. Y un coro que responde tras el medianil del patio: Diez ángeles, un niño. ¿De dónde a
dónde la travesía, Las travesías? Cuando hayan pasado todos los barcos en busca
de todos los soles, cuando todos los tiempos y todas las agujas hayan
atravesado todas las lenguas –¿recuerdas el poema de Ángel Crespo?–, alguien,
en algún rincón, sobre un papel que muerde, escribirá un poema. Tendrá al
lado un plato con los restos de la sal, de todas las sales del mundo, con que secar
la tinta. De lo que venga después no quedará memoria, Federico. No quedará. La
única travesía cierta será la del amor gastado.
Por quieta. Por la permanencia fugaz
con que nos acompaña.
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Dedicatoria
Así
en la tierra como en tu cuerpo
hágase
la voluntad de los amantes.
Así
en el miedo como en la espera
crezca
la flor azul de la cumbre prometida.
Así
en la plenitud como en el tedio
no
se extingan los besos de las madres.
Así
en el mar oscuro como en el fuego blanco
sobreviva
la luz a la tormenta.
Así
en la tempestad como en tus ojos
amanezca
la esperanza
y
el canto de los pájaros persista.
Así
en tus horas lentas como en los ríos altos
sea
la espuma azúcar para los labios tristes.
Así
en tu corazón como en mi alcoba
no
huya el amor al alba.
Y
en el mundo que hereden nuestros hijos
no
persevere la sequía
ni
se expanda ningún dolor inútil,
y
la paz recupere la memoria,
y
se callen los hombres si no dicen verdad.
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La quieta travesía
Es
bajo el agua que el agua mueve el mundo.
Su
fuerza está en su móvil paradoja,
cuando
en verdad regresa mientras va.
La
espuma pone música a ese gesto de avance,
pero
es bajo la ola que el mar vuelve a su origen,
a
su silencio, al nuestro,
al
silencio,
una
y otra vez,
interminable.
Quién
pudiera sentir, en medio de esta duda
que
nos alza la tienda y nos cobija,
la
cierta claridad de su memoria.
La
memoria del agua:
de
ahí venimos todos, mientras vamos.