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Teo Serna en su casa-estudio de Manzanares (Foto de Pepe J. Galanes. Fragmento) |
Querido Teo, me dices que un día subiste a un castillo
y encontraste el sentido de las piedras. Feliz día. Bien has devuelto el instante.
Qué hermoso ahora este paseo tuyo, tanto escrito como vital, por la aparente quietud del
mundo, por lo aparentemente inanimado. Tu Tratado de piedras es
un libro buscador y despierto, una alegría, un despliegue de sentido y
sensibilidad (perdón por el préstamo) que toma a las piedras como objeto y
pretexto para levantar lo que cada poeta desea: la poesía. Ya he leído críticas
juiciosas y agudas sobre él. Ese tono contenido y elegantemente cultista, esa
prodigiosa, hábil manera de alternar los sujetos poéticos, esa capacidad
cubista de alternar los ángulos con que miras y hacerlos convivir, ese lenguaje
sereno y capaz de excavar con que elaboras, ese disponer el verso despojándole
de la condena de ser verso y esa humanización que no enturbia la esencia de la
piedra han sido señaladas con acierto. Yo pienso que eres tú el tratado por las
piedras. Que esta convivencia tuya con las rocas ha provocado al poeta que no
duerme, al que habita en ti, al que runrunea en enjambre con los zumbidos
gráficos y acústicos que le acuden. Abejas que tú cobijas y ahormas. Mira, lo
que más me ha impresionado en esta ocasión de tu libro es la ausencia de
pretensión, esa tentación que tanto nos acaricia para intentar momentos escritos
que deslumbren al lector. Lo que has escrito no camina ese sendero. Hablas de
las piedras, con las piedras, las oyes hablar y lo cuentas con la pavorosa
sencillez que suele contener la gran poesía. Música en sombra. Lo que más
admiro de tu texto –a más de su intrínseca belleza– es eso, que parece libro levantado
para degustación íntima más que para ser publicado. Eso y la elegancia permeable
del discurso, jamás cerrado y siempre tenso. Tu libro es una cantera abierta,
un tajo recorrido en libertad por el aire que orea los poemas. Hay un aleteo que
sostiene en vuelo todo el poema continuado que es el libro. Y no olvido la
delicadeza de las personificaciones, lo sutil de las imágenes, los pellizcos
mitológicos. Cómo agradece el lector un libro así. Cómo lo agradezco. Bajar al
infierno, y subir luego/ Eurídice,/ cogido de tu mano, dices, tal es la
impresión tras la lectura. Qué bien ha hecho la colección Ojo de Pez –un
orgullo manchego– en celebrar su número 100 con este libro. Tratado de
piedras te marca, Teo. Convivirá siempre con tus fragmentadas
fotografías, con tus contrastes sonoros, con tus apuntes de grafito, pastel y
llanura. Sé que es imposible contenerte, que vives en erupción, pero esta lava
que nos das, pero este magna escrito te señalará con el índice: no dejará de
decir, de decirte. Las piedras de aquel castillo –Miraflores, Piedrabuena, a donde llegaste– son cuarzo y aristas, tus poemas son sillares minuciosos, cantería
en donde jamás se percibe lo violento de la mano que talla, paridos como están
sin esfuerzo para la armonía. Más que la muerte y que la piedra, el tiempo,
dices. Porque ese es uno de los secretos que separa a la piedra de nosotros, la
distinta longitud de vida a que los dioses nos destinaron. El tiempo y sus
transformaciones nos miden con distinto rasero. A ese misterio, a esa rendija, de
la aparente fugacidad frente a la aparente permanencia te acercas y nos
acercas. A ese enigma que conforma y esconde la relación entre lo mineral y lo
humano se asoman tus poemas. Y lo vigilan.
Tal ese diálogo a tres: tú, la
piedra, el mundo que somos. Qué delicia.
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Piedra bornera
Mi sol es incierto
y giro sin ir a ninguna
parte.
Círculo es mi día,
circular mi noche,
circunferencia perfecta
la órbita
que mi corazón mueve.
Peso y es él quien me
sostiene,
mi esencia grave,
la entraña dura que
resuena atada a un eje.
La dorada lluvia de los
granos
no saldrá indemne de mí,
ni el recuerdo de la
danza suave
de las espigas.
Será la blanca promesa del pan la que me
redima
de este peso
insoportable.
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Piedra en un camino olvidado (Hito)
Se llenó de pasos mi
horizonte
(hace mucho de eso),
ahora la luz muere en mí
cada día,
con la desgana que da la
costumbre repetida.
Una geografía de maleza y
de liquen
son mi fijación y mi
empeño.
Señalé el afán del hombre
por separar y medir lo
inmediato…
y alguien enterró a mis
pies
un perro fiel, grande y
canela.
Su esqueleto es ahora un
ladrido oculto
que queda en esta soledad
como un eco apagado del
olvido.