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Rubén Martín Díaz nació hace 30 años, en Albacete. El pasado le fue concedido el premio Adonais; ese premio desde hace años bajo sospecha. Ese premio desde hace años sospechoso de agostar cuanto riega. El martes 23 lee Rubén poemas de “El minuto interior”, título del poemario premiado, en la casa Montesinos. Ningún sitio mejor, él tiene sangre hurdana.
Conviene advertir que su primer libro y reciente -
“Contemplación” - fue editado por Pablo Méndez en su bien engrasado Vitruvio. Conviene decirlo. Conviene decir que publicó tan cerca. Como conviene decir que hemos brujuleado, para evitarnos sofocos, y saber lo que dicen aquellos que se acercaron antes a este
“El minuto interior” que nos espera.
Dicen de él, en Poesía Digital, que vive en el calor de las brasas de Brines (premiado justo ha 50 años) por aquello de la temporalidad subjetiva, para desligarlo inmediatamente, como si quemase, al distinguir la espontaneidad de sus introspecciones, la serenidad amable de su discurso, la inocencia de su intimismo.
Rafael Morales Barba, tras su sabido paseo por las citas, por las calles funámbulas ¿o son sonámbulas? de la musa patria y anotar la extensión del desconsuelo, del desaliento en la de tantos jóvenes, celebra que la voz de Rubén se instale en la lectura
“del gozo, el adanismo y el amor a lo creado frente a las poéticas de la sospecha” nombrándolo, ipso facto, escudero de Claudio, Dios, qué buen señor... que sus maneras, refuerza MB, se muevan en la búsqueda temporal de la armonía, y no porque ignore, sino porque en Rubén es el descreimiento quien cede ante el asombro. Como en el zamorano cuando itinereaba.
¿Nuevo? ¿uno más? ¿un poeta más entonces? ¿un poeta nuevo entonces? ¿un 7º de caballería inesperado para las huestes mínimas de quienes retan a las siberianas llanuras del nihil? ¿otro que halló el instante como campo oportuno para la batalla? ¿las armas de cierto Aleixandre? ¿los atalajes de la deriva Cabrera? ¿un paladín manchego y solitario?
Primero será escuchar, después leer. Demos este poema como adelanto, sin consultar a Carmelo. Que espero nos perdone, que espero nos perdone escribir Adonais sin acento.
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La casa vacía
Nadie más en la casa.
Un frío, un silencio que prolonga
las paredes. La luz ardiendo
al fondo de la sala. Una mesa
con varios libros
—todos de poemas—.
Se sienta. Abre
el de todos los días, acaricia
con sus dedos la página. Lo cierra.
Se pone en pie. Pasea. Redescubre
las estancias vacías,
la oscuridad que nubla los objetos.
Ciegos, como él, ciegos.
Escucha
la nada tan de cerca,
la voz del miedo,
el tic tac de ningún reloj,
la ausencia,
el ruido de las sombras.
Vuelve por el pasillo
—un destello de nadie
atraviesa la ventana, la luz
es frágil un momento—. Cruza
el umbral de la puerta del salón,
avanza hacia la mesa. Coge
el mismo libro de poemas. Busca
la misma página de antes.
Mientras recita
con su apagada voz,
una lágrima vierte
como sombra nacida de otra sombra.
Nadie le escucha.
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