Tiene el Castillo de Mortara el color de la
tierra feraz que lo rodea. Tierra buena nacida grano a grano de la piedra buena.
Piedras de plomo oscuro, casi negras, duro basalto de la colada volcánica que
lo soporta, rocas de espuma que la erupción detuvo en grados varios de solidez.
Así el Castillo, levantado sobre el ligero cerro, ejerce de amante dominador de
un pueblo que se extiende sereno a sus pies, y cuyo caserío se empina lentamente
hasta abrazarlo. Su negritud y su cercanía es un reto constante a su rival el
aguerrido y roquero Castillo de Miraflores, media legua alejado hacia poniente,
solitario sobre la cresta de los montes primeros que cierran la vega. Dos
castillos, dos leyendas de un origen. Oscuro uno, arena de sol el otro.
Cristiano ( tal vez romano) se nombra el de Mortara, árabe o bereber habla al
viento Miraflores. Tan cercanos, tan contrarios, tan distintos. Mutuos
vigilantes de un destino de ruinas y esplendores contrapuestos. Hace más de
novecientos años que se miran, que se miden, que mantienen levantado el
desafío.
Más confiado y más rural Mortara, vigía del
agua subterránea y las tierras sernas, de los llanos y sus gentes. Sobre las
peñas el guerrero Miraflores, tallado sobre cuarzo; de apretado y rubio mortero
sus murallas. De cimientos más antiguos el primero, pero deshecho o incapaz de
funciones defensivas, vio surgir arrogante a Miraflores en el comienzo del
segundo milenio. Nacerá Miraflores más pequeño pero más inexpugnable,
orgullosamente erguido sobre su bastión rocoso. La defensa de sus almenas
cambiará de manos al compás de los avatares del tremendo siglo XII. Si primero
manos sarracenas después fueron cristianas hasta llegar la terrible jornada de
Alarcos y el desastre. Eran tiempos de razzias, de rabiosas cabalgadas belicosas.
Ambos castillos vieron en 1196 la expedición almohade que volvía de Talavera;
presenciaron - 6 de junio de 1212 - la llegada impresionante de las huestes de
Alfonso VIII camino del Muradal; y aún en años posteriores nuevas incursiones
mahometanas en busca, a través del puerto de Alhover (hoy del Milagro), de un
imposible Toledo. Pronto llegaría el apaciguamiento de la zona y traería para
los castillos destinos diferentes.
Los primeros caballeros calatravos llegaron a
mediados del siglo XII y ante la inseguridad, optaron por Miraflores, recio y
fuerte. La recién nacida Petrabona necesitaba un baluarte tanto para su defensa
como para la del camino toledano, por ello reforzaron sus dependencias y con un rastrillo la puerta abierta al septentrión. Pero los tiempos cambiaron con
presteza. Llegaría el momento de la calma guerrera, de la lucha por la vida a
través del ganado y la cosecha. Miraflores, el militar, el de los caminos
escarpados, el amigo de las peñas, el más occidental de las castillos
manchegos, es olvidado. Será el turno del castillo oscuro, del futuro Mortara.
Hombres de cruz y hierro, los comendadores de Calatrava lo eligen para
establecerse. Corren los siglos bajomedievales y el castillo de basalto
conocerá su máximo esplendor como casa-fortaleza, como cabeza de la Encomienda
de Piedrabuena, cobijo y residencia de sus comendadores. Hasta entonces humilde
y enjuto siente como le crecen sucesivas piezas de bóvedas, esbeltos recintos
en piedra tosca, cámaras y palacetes alrededor de la torre almenada, de la enhiesta
altura que, mirando hacia levante, cubre la puerta y contempla las fértiles
lomas preñadas del ansiado cereal. A sus pies la huerta, más allá las casas de
tres tapias cada vez más numerosas, la humilde iglesia. Los adustos lienzos de sus murallas alivian el miedo a lo inseguro pero al tiempo advierten donde está el
dominio, la fuerza y el poder. Su presencia, tan próxima a la tierra y a los
hombres que se doblan sobre ella, proclama que es imposible ignorar el ansia
medieval de pechos y gabelas.
Es ahora Miraflores, allá en lo alto, quien
resiste orgulloso el silencio y su abandono. Terminado su tiempo nadie recorre
lo abrupto de un camino que acaba por borrarse, ya no llegan vecinos temerosos
en anhelo de refugio, ni guerreros que precisen la seguridad de su abrigo. No
cede por ello el vigor de sus murallas, su recio adarve, el nuevo y fresco aljibe
de bóveda sellada, la descarnada cuarcita de su base. Sólo la torre se inclina
desolada. Desde su altura, tal vez no ignore los tiempos faustos que vive su
rival. Pero, olvidando el desdén, Miraflores, la pequeña alcazaba, se aferra a
su existir. Ha descubierto un nuevo aliento para el apretado calicanto de sus
muros y se opone a la ruina, señero y firme. Él es ahora el fiel baluarte de un
paisaje, es el señor de los montes verdinegros que lo circundan, del valle que
su vista alegra, de la suave ballesta machadiana que traza el Bullaque a su
paso por la vega. Él es el guardián de la dehesa y el olivo. Suyo es el paisaje
y a él se ofrece, a salvo para siempre de humanas contingencias. Dueño de sí,
en espera de un digno y lejano bien morir.
Algo más tardará la amenaza del final para
Mortara. Perdido para la caballería calatrava antes de terminar los años mil y quinientos,
comenzará un lento deterioro como residencia ocasional de los Mesa, Lences o
Mortara, sus últimos señores tardofeudales. La ruina le llegará con pereza pero
cierta e implacable. Caídas gran parte de su bóvedas, abatidos en su altura los
muros que lo cierran, la magnitud de su olvido sólo será comparable a su avidez
de futuro. Y como su rival, el dorado Miraflores, va encontrar; salvación. Esta vez no en la
naturaleza que lo circunda, sino en la voluntad y el ingenio de las gentes de
Piedrabuena, las cuales, decididas y sagaces, convirtieron el recinto en lugar
para uso público, y desde 1901 (117 años ahora) se celebran en su interior las
fiestas de correr los toros. Mortara, el castillo oscuro que debe su nombre al Marqués
del XVIII, no quiere morir. Resiste alegre y altivo, salvado y acompañado por
los hombres, sus hermanos en la piedra buena. Para ellos guarda todavía en su
seno algunos recintos, celosos restos de su pasado, ansioso de manos amigas
que le han ido devolviendo dignidad. Piedrabuena: dos castillos, dos amores.