No es un poeta de
obra extensa. Ni sus poemas se derraman. La poesía y la persona de Javier son
amigas de la contención. Obtuvo el premio Nicolás del Hierro en el 2000 con Hallazgo
de la visión y desde entonces apenas alguna plaquette, poemarios cortos,
como Vivo
extramuros y El Ángel prometido, que unió en una
publicación de 2011. Recientemente, y con Ruleta Rusa –¡ay!–, ha aparecido La
palabra y la carne de donde extraemos el poema. Dedica parte de su
tiempo a moderar una tertulia poética que ahora reside en los bajos de la
cafetería Santander. Pero todo eso es literatura adherente. Javier es en
realidad una persona donde la poesía escarba, excava. Donde la poesía es
presente continuo. La palabra y la carne, libro delgado
y tenso, no es sino la encarnación del hombre entre la emoción y la materia,
entre la idea y el tacto, entre lo atisbado y la cicatriz. Poemas breves y
plenos de densidades para decir el amor, para decir el asombro. Poemas como "puentes
de luz" para cruzar las carnes erizadas. Y las carnes huidas. Poemas que eligen
el roce detenido, la piel en pálpito, la realidad fungible. La entrega y la consumación. Se levantan para la verdad de lo finito, y junto al tiempo en tasa, desde esa parcela mínima del mundo que algún dios –tan generoso como malvado– ha tenido a bien
concedernos. Lo que para algunos puede ser angustia, desasosiego, para el poeta
Javier Díaz Gil es constatación primero y después necesidad de amparo. El no regreso, la sangre que nos desnuda,
las sombras y sus verbos, la anorexia y su cera consumida, el cáliz de los inviernos: de todo ello anota el poeta. De todo teme. Pero Javier Díaz Gil es un
ángel de mano trémula que conoce cómo un cuerpo puede ser refugio, ara de salvación,
o hielo donde se estrellen las palabras. De ambas realidades trata este libro, escrito desde dentro y hacia adentro. Voz que sale para volverse. Siempre pura.
Decía Jorge Guillén que un poema
debe contener un tanto de poesía y un tanto de ruido humano. Pues eso. Aquí.
18
Es en tu piel
secreta
–la que se
esconde
bajo tu blusa–
donde quiero
morir.
En una gota de
sudor
me encarnaré
–tras los
primeros estertores–.
Resbalaré
–como la punta de
una lengua
golosa–
desde tu nuca.
Barreré tu hombro
y tu cuello,
Transitaré,
–puente de luz–
por el inicio
vertiginoso de tu
pecho,
la oscuridad de
tus pezones,
el salto mortal
de tu vientre.
Serán
mis diez dedos
agua
atravesando
tu cuerpo.
La sal,
una sombra en tu
blusa:
silencio.