Nos reunió el Jefe para tratar sobre la indolencia,
enfermedad contagiosa que suele atacar a los poetas de cuando en vez y cuyo
agente patógeno se está investigando en Colombia. La conversación no llevaba a
dique cierto y poco a poco se fue mezclando con asuntos sobrevenidos. Todo
para buscar explicación a la parálisis de la redacción durante este enero cruel.
Algo que ya venía presintiéndose desde noviembre.
Por eso los poetas tardíos, además
de tenaces, son ucrónicos por definición: están fuera de su tiempo y editan sus
primeros libros cuando los de su quinta ya andan cerrando las obras completas,
pero semejante desfase lo compensan con una lopesca fecundidad que resulta a
menudo febril y hasta envidiable. Gracias a la jubilación o a cualquier otra
forma de inactividad forzosa, han encontrado el mejor aliado posible de la
escritura, que es el tiempo libre. Y aunque se sientan generacionalmente
desubicados, han descubierto con retraso que la literatura, en efecto, poseía
una cualidad salvadora y balsámica. Se diría que luchan dramáticamente contra
el tiempo y por eso su actividad creadora puede volverse compulsiva, como si
pretendiesen recuperar toda esa existencia anterior que sólo fue, para ellos,
un largo y anónimo silencio […]
Oye, exclamó el
joven redactor, eso está bien visto. Eso
explica muchas cosas. Ay si yo fuese tardío para derrotar a la indolencia. ¿Quién
lo ha escrito? El Jefe cerró con autoridad. Un amigo de la casa. Y nos fuimos.