martes, 23 de marzo de 2021

Un inédito de Sergio Gaspar: Romance infiel de la distancia social

 









    No vive en la paz de los desiertos quevedianos, pero si con libros junto. El sosiego que sigue a la agitación editorial no ha apartado a Sergio Gaspar de la poesía. Sin ganas, de momento y según confiesa, de editar cuanto escribe, dice hacerlo desde el refugio de una libertad que procura más irónica que contundente. Nacido en Checa (Guadalajara), lugar a donde vuelve con frecuencia estival, este barcelonés de pro busca para el solaz el camino de los bosques, los escenarios del silencio ángel y las encinas. Como bien se sabe, tuvo la osadía de hacer nacer, crecer y fenecer a una editorial de culto, DVD, que sigue viva en la memoria de los que la quisieron. Y marcó tendencias. ¡Aquellas albas portadas! Ni envidioso ni envidiado, pero sí lector atento de poesía y otras artes, escribe de los males y bienes que gratuitamente se le ofrecen y contempla. Colabora en El Cuaderno Digital (ver último artículo) y ha querido hacerlo también en Mientras la luz con un poema inédito. ¿Una dulce y acerada sorna acerca del poeta, de la moda forestal, de la forzada distancia, del romance desestructurado? El poema.

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Romance infiel de la distancia social

 
(Pasando el verano de 2020 
en los apartamentos de Villa Engracia, Les Masies, 
Conca de Barberà)

 
Corría aquel exótico verano de la covid-19,
cuando quiso el poeta poner fin a su exilio
y repatriarse a España.
 
Porque el mundo es extraño,
y porque a algunos nos gusta que los muertos regresen
y porque hay muertos que a veces aceptan regresar.
 
Al pie del monte de Poblet,
en el arranque del barranco de Sant Bernat,
allí nos encontramos en la tarde de julio
azul y rosa y transparente, como un dios
horizontal y deseado.
 
Nos sumergimos en los árboles,
entramos hondo en la tarde,
Juan Ramón y yo,
entre ternuras redondas,
entre los troncos constantes,
mientras la brisa volvía
con una caricia suave
el bosque en un instrumento
de música silenciosa.
 
No recuerdo si algún pájaro nos dio la bienvenida.
Recuerdo, eso sí, que una muchacha de oro,
criatura afortunada pedaleando el aire,
presencia casual efímera surgiendo de un sendero
montada en su veloz bicicleta de montaña,
a punto estuvo de llevarse
al poeta por delante.
 
Andábamos en silencio.
El bosque se volvía
de un verde más oscuro
instante tras instante,
de un verde que brillaba
en el nublado de nácares,
como el ascua gigante
del día al apagarse.
 
La soledad era eterna,
el silencio inacabable.
Detenidos un momento,
oímos hablar a los árboles.
 
¿No los escucha usted?
Me están hablando, como antes.
 
Maestro, le dije al maestro,
ahora no está de moda
hablarlos sino abrazarlos.
Es la tendencia, maestro.
Calma la mente y el cuerpo.
 
¿Está seguro?, me dijo.
Estoy seguro, le dije.
 
Gracias. Probaré entonces.
 
El poeta se arremangó,
eligió un pino alto, verde,
como el Moguer de su infancia,
y se abrazó a su tronco.
 
Abrazado a su tronco.
oyó a aquel árbol hablarle:
Ojo, mantén la distancia.
Son dos metros. ¿No lo sabes?
 
Se daba cuenta de todo.
No quería contagiarse.
 
Juan Ramón me miró,
no sé si con ira o tristeza.
En la tarde melancólica,
oí decirme al poeta.
 
¿Para esto querías
que regresase de mi muerte…?
(Perdón, me había olvidado
de la rima del romance).
¿Para esto querías
que de mi muerte regresase?
¿Para escribir un chiste
y hacerlo pasar más tarde
por un poema moderno
o posmoderno o quién sabe?
 
Y ya muy tarde, más tarde,
entre los campos de vides,
miré a aquel viejo alejarse.
 
Se daba cuenta de todo
-porque la patria es la muerte-
y deseaba marcharse.
 
Y yo me fui,
porque se hacía tarde.
 
Y se quedaron los árboles hablándole.
 
 

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