Tiene dadas muestras repetidas el poeta Alfredo Piquer de su gusto por el mundo clásico. Buen conocedor de los mitos y afanes grecolatinos, sus primeros libros acunaban historias y paisajes en los ambientes homéricos, en sus restos, sus mares y sus prolongaciones. Por eso, cuando en enero del 20 durante su lectura en el Hogar de Ávila escuché los poemas que ofreció, noté un cambio de mirada, un temblor diferente y una nueva emoción. Un año después, aquel atrevimiento se ha concretado en papel. Lo ha editado Huerga y Fierro y responde al acertado título de Elegía. Lo tengo entre mis manos. Y es un libro amplio, donde no se ha olvidado la herencia. Olvidar a Ulises sería un desarraigo. Tampoco el libro deja a un lado las numerosas lecturas –predilectos los románticos alemanes e ingleses– que le acostumbran y enriquecen. Guarda el autor, además y sobre todo, una parte del tercer capítulo para recordar a los amigos idos: Alejandro y Fermín entre los comunes. El libro, el mismo autor lo previene en la nota inicial, no traiciona su origen poético, pero sí viene a añadir una nueva provocación, la de la memoria. La de la memoria familiar: padre, madre, casa pairal, infancia, fotografías, playa donde las ilusiones. Y esa es la parte que me interesa, esa la que justifica el título, esa la que escuché aquel enero, la que me emocionó entonces y me hizo ir a buscar el libro ahora, la que ofrecen las últimas páginas, la que mantiene su decisión de amor y homenaje intacta. Dos decenas de poemas en donde Alfredo Piquer derrama su persona, su intimidad de hijo, sus niñas imágenes y sepias, su descubrimiento actual de que amaba más de lo que entonces suponía. Son poemas de rigor, como acostumbra, pero en donde los adjetivos no buscan, como en otras ocasiones, vestir o florecer, ser accidente, sino que anhelan y exigen el papel de sustantivos, porque al recuerdo no importan tanto las cosas, los lugares, como los colores, los olores, los amores que son capaces de trasmitirnos. Es lo intangible, lo adjetivo del tiempo, su decir curvado, el que hace nacer el poema: Después de que una casa se derrumba/ se hace un hondo silencio, dice. Y es justo en ese instante de la nada cuando se abre ante el poeta el mundo irremediable de lo que fue, y que le habita, yo diría que frutalmente, hasta hacerle vomitar estos poemas finales que son verdad a la vez que estilo. Necesidad y testimonio escrito a veces en primera persona y en otras en un potente tú autorreferencial. Y siempre pálpito sostenido de conciencia.
El libro ha sido editado por Huerga y Fierro en la colección Graffiti, lo que le añade y tiñe del ambiente preciso. Y de elegancia. Poesía tierna y recia a un tiempo. Dolor y abrazo sin fisura. Lugar donde la ruina de lo pasado puede ser también refugio de lo futuro. Consuelo y fortaleza.
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