Escribió José Manuel
Arango: La mano/ que ha sopesado un pájaro/ y una moneda/ la que empuñó el cuchillo/
es la misma que ahora/ te toca y te crea. O sea, la que te escribe. Y
es que la poesía, nacida oral, exige desde ha mucho ser expuesta a los
aires y a los soles. En pasquines clavados a los postes de la luz o pegados en
los muros-tapias de las audiencias y las pantallas. Ofrecida al desgaste, a los
ruidos, a los cuervos, a la contaminación. Algo que se toma y se da. La poesía
es materialidad truncada y un eco permanente, prolongado. Papel que traspasa
los nidos y las murmuraciones. La poesía, nacida oral, es un edificio poblado de
ventanas o de vómitos, y es un libro-cobijo para los desamparados, para los
ingenuos. Un refugio en la mitad exacta de los páramos. Y en el amarillo de los
rastrojos, es un pozo de agua fresca, de agua izada a cuerda y zinc. O, como dice
Colinas, el último calor con que el sol del oeste tiñe de tibieza piedras y muros.
La poesía, nacida oral, es el ojo de una cerradura que extravió la llave, a
su través es posible mirar, contemplar los fragmentos de un escenario
impasible, y anotar la fugacidad que cruza, la que jamás podremos represar.
La poesía conoció
a Vallejo. La poesía odia las palabras inútiles.
Ilustración: Foto de Efi Cubero
1 comentario:
Bien cierto.
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