sábado, 4 de diciembre de 2021

Carta pública a y dos poemas de: Cristóbal López de la Manzanara

 



     Cristóbal López de la Manzanara, sabes que eres poeta manchego y getafense, tal tu nación y tal tu residencia. Sabes, porque lo celebraste, que hace poco más de un mes apareció El libro de los olores, de tu autoría y reconocido con el premio Nicolás del Hierro 2021. Por esta te digo que es un libro de imágenes sorprendentes, atrevidas, en donde los aromas provocan y ascienden, los paladares se incendian a bocanadas, el tiempo se baña desnudo y un niño mira un cielo de azules censurados. Sueles confesar, como autor que eres, que es un texto de lato origen, que ha venido construyéndose al ritmo de las excitaciones, que te ha acompañado en tus rigores y en desamparos, en tu exaltación y en tus regresos. Tiene el tacto sutil de un diario, de un dietario que ha sido arrumbado muchas veces -y otras tantas encontrado y reconocido-, pero nunca en el rincón donde la sombra. Y menos en los viajes, bien sean en el espacio o en el tiempo. Tiene el tinte de un cuaderno de campo. Dice bien tu amigo, tu buen testigo, Teo Serna, que beben mucho sus versos de la tensión surrealista que te generan las hondonadas de las sinestesias, a las que con fragor te entregas. Estoy de acuerdo, esa confusión de olores con colores, de ruidos con emociones, de cervezas y alegrías, de sentidos, del tictac del corazón con los recuerdos, esas constantes metamorfosis que caminas, y a las que el lenguaje se debe doblegar (y se doblega) porque está subyugado con nobleza. Se extiende por El libro de los olores un rumor de biografía impresionista, hecha a pinceladas firmes, prontas, y tonos delicados, sin dibujo previo. Si en la primera parte todo es intuición, paseo, instantes captados, soles amarillos, un niño que apunta al cenit con su dedo, un hombre que mira su interior y lo descorcha; en la segunda el poeta que eres, abre el estuche de su existir manchego, su elixir, y vuelve a la mística de los paisajes: rurales, urbanos, de infancia o plenitud. Siempre has sabido, intuyo, el libro que querías escribir, siempre has sospechado lo que deseabas decirte, siempre has llevado un bloc de notas en el bolsillo… por si la vida y sus colores, y sus amores, y sus olores. Por si el humor y la ternura. Por si el dominical de un periódico no fuera capaz de soportarte durante todo un festivo encerrado. Sé que estás en diligencia con la poesía, con afanes y prisas, que procuras devolverle todo cuanto te da (te dio y te dará), que el final de Cuadernos del Matemático, que tanto te ocupó con Ezequías y Matías, no ha sido sino abrir puertas a otras aventuras. Esta de tu libro reciente ha merecido la pena. De lectura deliciosa y transitiva, provocadora.


        Del corpus de los 43 poemas que soportan el edificio de El libro de los olores, editado en la colección Yedra y prologado por Rafael Morales Barba, elijo para los lectores de Mientras la luz estos dos que suena a Venida, ese lugar en el que sueles convocarnos.

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OLOR A BAR
 
El cielo raso como una pizarra.
Encima del vasar las agujas copulan
llamando a cenicientas con aromas franceses.
Un barman que pregunta se queda en el deseo
y el viento sopla de rodillas
por la salida de emergencia
tapada con la noche y el alcohol de diario
mientras todo el espíritu se viste con esmoquin
para besar no se sabe muy bien  
el confín de qué huérfana boca. 
 
La delincuencia de la nicotina 
se derrama por las costuras,
se esconden lunas llenas
debajo de las copas, huele
a puro amor
mientras dan las espaldas a la noche.   
 
La música te deja el alma seca
y sin palabras.
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OLOR A GETAFE


I
La tristeza se pone tatuajes de alegría
al notar que la tierra de mar existe aquí
y te habla con la misma agitación del viento
y el mismo despilfarro que la claridad limpia.
Es Mancha que te mancha el corazón
y luego no hay un ángel
que te la quite.
Huele a luna de mies recién traída del pueblo,
huele así en cada esquina,
como a cal en un tiempo interino
prendido en la sonora disposición del aire.
 
II
Esta tierra te acoge con las manos,
te incendia el paladar a bocanadas,
te inunda de amistad con su lenguaje,
con la humildad del árbol
que escucha al que pasea.
Se desprenden aromas de otras tierras
donde crecí la infancia y el amor a borbotones. 
 
Aquí también se tumba el sol a pierna suelta
y el crepúsculo esparce añil por los tejados.
 
III
Y gracias a la gente
se derrumba el exilio al ser querido
como al niño que viene al mundo sin palabras.
Gracias a la gente que te estrena el destino
y nunca te pregunta
por el anonimato de tu infancia
ni como olían tus años anteriores, 
y se convence por lo que hace el espíritu
cuando coloca su puño encima de la mesa. 
 
IV
No huele a ajeno
esta ciudad que tiene
el trozo de región que tú deseas  
cuando viste la sangre con traje de domingo.

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