Consejo de Redacción de diciembre: Más Brines
Acudimos al Consejo de Redacción con una foto en la mano, la de Brines
elegante recibiendo sobre el ajedrezado la caricia de la luz, una casi tabla flamenca. Acudimos contentos para acrecentar esa inmensa ola que se ha levantado en los estadios de la opinión publicada y poética. Habla el jefe: Dicen que está flojito de cuerpo, mas pocos premios Cervantes con tanto aplauso alegre y tanta unanimidad, aunque hayan obviado la
costumbre de atravesar el Atlántico en años alternos; creo que pos si acaso. Para mí,, y de entre tantas, la glosa de Rodríguez Marcos en El País subrayando su poesía de
síntesis, jamás ecléctica, es de las que han interesado; sostiene en ella que Brines concilia, por
supuesto sin pretenderlo, las tensiones entre comunicación y pensamiento que
tanto preocuparon a los de su generación, o la más reciente de la experiencia contra el silencio, que le sucedió. La de Francisco Brines es un ejemplo de cómo la poesía cierta
arrasa con las forzadas o estériles taxonomías. La redacción asentía y agitaba las fotos a
manera de coro, nadie quería quedarse atrás. Ni siquiera la becaria, cuya memoria lo sitúa
en Valdepeñas, acompañado por su fiel banderillero Carlos Marzal: Recuerdo
que leyó uno de sus poemas franquicia, Oscureciendo el bosque, porque
dijo que le había conmovido recibir una carta de un enfermo abocado a la muerte
que le decía cómo ese poema le había confortado. El más antiguo de los
redactores esconde su colmillo y se aplica al elogio: Miren, cuando yo comenzada en
esto Brines asombró con su Adonais, con Las brasas, y desde entonces ha sabido
jugar su voz y su tiempo como pocos, además digo que ese presentimiento de la muerte, tan querido por
los poetas hispanos, suena en él distinto, suena a acabamiento en hermosura y necesario,
sin hallar jamás contradicción con el buscado goce de vida. El novato, el
redactor que no ha visto publicar obra nueva de citado, señala cómo es bueno
saber callar a tiempo y no querer alargar lo que de suyo no puede dilatarse, y
advierte en voz alta: Parece que el saber callar, el saber estar, realza la
persona y la obra, difumina los detalles inhóspitos, lima lo contingente, disimula los
defectos y hace aparecer el todo con la firmeza y la hondura que suelen tener
los poemas con capacidad para atravesar el tiempo. Apenas quería el Jefe
añadir nada a un Consejo de Redacción por fin plácido y en cierta armonía, pero
incapaz de no cerrar con su palabra: A veces pienso que la generación del 50
ha dejado en la poesía española más semilla, más reguero, más poso que la del
27; sus modos, temas y actitudes han calado y perdurado hasta tal punto en los
lectores que son el suelo abonado desde donde sigue creciendo la poesía
española, aunque muchos de sus cultivadores no lo sepan o quieran olvidarlo.
Entonces la becaria: Permítame, jefe, que terminemos con los últimos versos
del poema que nombré. Y lee sin esperar licencia: …cercado de tinieblas, yo he tocado mi
cuerpo/ y era apenas rescoldo de calor, / también casi ceniza,/ y sentido después que mi figura se borraba./ Mirad con cuanto gozo os digo/ que es hermoso vivir.
6 comentarios:
De acuerdo. Es muy pertinente, creo, la observación final: eso de la influencia, proclamada o no, de los poetas del 50 en la poesía española actual. Y ya que hablas del 27, es curioso que los poetas más "vivos" (es una manera de hablar) de ese grupo excepcional sean precisamente los que más se parecen a los del 50; Cernuda el que más.
Hablo, Pedro, desde mi experiencia,desde las lecturas, hablo desde Blas de Otero, de Claudio... porque qué queda de Guillén, por ejemplo. Cierto que la rehumanización de la poesía puso a Cernuda en el punto de mira y ahí sigue. Y añadamos su gusto por el lenguaje armónico, que nos perdura (a Dios gracias y a pesar de tantos).
Un placer leerte, Paco. Empezar el día mientras la luz. Gracias!
Y un placer escuchartelo decir, Elena. Mi abrazo.
Bien por Brines. Entre los poetas del 27, como entre los del 50, los hay vivos, muertos, y mediopensionistas (esto para Don Pedro), y no se mantienen estables, van y vienen como la voluble tendencia de los tiempos, cambiantes. 27, 50, 98... parecen tallas. Los poetas en cajas, y el que no quepa... que se aguante, que el que pone la caja elige los bombones.
En mi pueblo, cuando la única librería era también tienda de todo, a veces pedías un poeta y Tere, o su padre, Melchor, te sacaban una caja de botones, o de alfileres de cabeza de cristal, o un ovillo de cinta de raso azul oscuro.
En ocasiones, le sacabas más emoción poética a 50 mililitros de colonia a granel medida con probeta y trasferida con jeringa, que a la última Corona de sonetos en honor de un Santo Cristo editada por alguna Diputación.
Ahora, en mi pueblo -entre otras- hay una formidable librería llamada La Pecera, donde estamos a gusto. Pero, qué queréis que os diga: a mí me gustaba también que mis primeros libros los tuviera mi amiga Tere al alcance de la mano, entre la quincalla... "Tere: dame un cuarto de asperón... y bueno... ese libro de Federico (o de Alfonso, o de Teo), y apúntamelo todo, que ya vendré a pagarte cuando mi padre cobre".
Federico, del pueblo nace la poesía. Recuerdo en algún perdido de tus poemas o tus comentarios que recordabas con emoción aquellos estuchados de champú en colores a los que mantenían en peceras -como los caramelos- y que nos llevaron a los chicos a las droguerias. La vida cotidiana cuando los pueblos eran pueblos y los años se escribían con 6. Sobre los poetas en estuche, digamos lo mismo. La poesía como altar y no como cotidianeidad es algo muy común, cuando lo normal sería lo contrario. Un poema nace sin pretensiones, contigo, acompañándote y luego quiere volverse objeto de veneración ajena. Volvamos a lo importante: los tenderos tenían un dietario pasado de fecha en donde cada cliente tenía su cuenta. Su apunte y su borrón. Y la vida seguía.
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