Amigo ALBERTO ÁVILA MORALES, y vecino, llegas con La voz inerte a tu quinto libro publicado. Los anteriores han dejado claro tu decisión de estar en la poesía, bien en la tensión del drama, bien en la ironía sobre lo humano y/o lo divino. En alguna ocasión hemos hablado de reminiscencias en tus poemas de tu permanente actividad cantora, que sigues cultivando y que aprecio. (Cómo no recordar esa Carta hernandiana que con tanto gozo escuché en un claustro de Almagro el pasado verano). Mañana, miércoles 18 de enero, tienes pensado presentar la nueva entrega (Visión Libros) en el modernista palacete de la Sociedad de Autores, acompañado de otros músicos en un acto que promete y mucho. No podré estar, ya te lo he comunicado, pero quiero que quede constancia de que mi voluntad era hacerlo. Hablas en La voz inerte de la palabra durante el primer apartado, de la palabra y sus oficios, de las añagazas de la vida, de las cadenas del tiempo y sus dificultades, de la capacidad o no para entendernos con los espejos, del poema como único lugar donde poder habitar el olvido, del poema como noria de sensaciones, así dices de él: turba y floresta, magma y nieve, camino y ola y un enjambre de gotas al encuentro… / … crimen sin huella con cuchillo de nata. Tienes, en la segunda parte, abierta la cancela a las postrimerías, por algo la titulas “Poemas de la buena muerte”, porque, como declaras en su parte de intenciones, hace tiempo que vienes muriendo. En realidad son 16 poemas que te sirven para esperar recordando y descansando en lo vivido, al tiempo que haciendo visibles algunas de tus apuestas: el murmullo de las flores, el grito de la carne sobre el barro, las tardes de pan y chocolate ya lejanas, las noches con sus ojos de garza (como refugio y juventud) o la decisión de no amar en vano mientras por la ventana una sombra –sin duda el gris oscuro de la torva, de la huesuda– anuncia luz cercenada. Pero te queda tiempo para sentir próximo al Miguel Hernández que siempre te acompaña, al que acudes a punto de cerrar el capítulo. Y en el tercero: el amor, el rosáceo anhelo de las ingles, la caricia irredenta de la ternura, las miradas paralelas y el combate. Hay en todo este capítulo un reconocimiento a la labor sanadora del amor frente a los abismos y enigmas que en otras ocasiones acarrea. La sensación del amor como puerto de llegada se extiende por todo él como una lluvia anhelante. En la conciencia de que hubo otros puertos. El amor como presente vivo porque, dices, donde no hay llama no hay fuego, y sin fuego no arde ni noche, ni duda, ni sospecha. Y a veces un poema –¡cómo no, naciendo de ti!– eleva su realidad y se convierte en canción como el que titulas “Una tormenta-Y en tu cama” que sé que interpretarás con otros en el recital de mañana. Un lujo.
Añado aquí, porque es de ley, la gentileza de tu
último poema, tan claro en su declaración, que le dedicas a Ana, y que reproduzco,
porque a veces hemos recordado juntos aquella canción de Serrat, tan de moda
ahora, que decía algo así: que suerte tienes cochino, porque al final del
camino te esperó la sombra tierna… Pues eso.
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