domingo, 20 de diciembre de 2020

Carta pública a y dos poemas de Jesús Aparicio

 




Querido amigo Jesús,
 cuánto agradezco, y muchos conmigo, que mires y escribas. En este tendedero de vanidades con que habitamos la terraza de la poesía, tu palabra es el pañuelo blanco, la humildad de Asís, lo povero, lo que no grita ni discute su existir ante nadie, lo que no pide perdón porque a nadie ofende, lo que extiende la alegría de ser para los otros. Sé que eres lector frutal del Evangelio, que lo practicas a diario como gesto de amor prolongado. Y que escribes porque escuchas los silencios con que hablan –y los motivos porque callan– las cosas pobres a las que nadie atiende. Como todo en el mundo, las palabras también buscan su acomodo. Y te buscan. Sé que las palabras te acuden en hileras, hormigas laboriosas, y se elevan en voz hasta tu oído, porque te saben cerca de aquello que perdura sin molestar, son palabras que ignoran que el ruido del vivir pretende dividirnos en víctimas y verdugos. Escribo esto porque en tu Lirios, última de tus entregas en Ars Poética, avanzas hacia la quintaesencia de los espíritus depurados. Tu mirada y tu lápiz sanan y salvan. Nos advierten que la poesía puede nacer de manantial sereno y de almas puras. Y lo hace para que lo enfermo, lo desvalido, lo casi nada, el llanto, el barro de los tristes, todo lo que la palabra camilla es capaz de soportar, pueden ser en la palabra y en la vida el fermento de donde nazca la esperanza: tal es la esencia de tu decir, la esencia de tu poesía: para eso vives y escribes. Qué bien haces extendiendo estos poemas-povero, qué bien haces poniéndolos a secar a la vista de todos, qué bien haces. Sé que no buscas otra cosa sino el sosiego de tu corazón y el concilio con otras almas. Quienes te leemos sabemos que, más allá de las justas ambiciones mediáticas o estéticas, la palanca que nos anima a construir un poema debe ser el diálogo, íntimo, justo y tenso, entre el yo que soportamos y la voluntad del mundo. Ser capaz, como tú, de dotarlo de verdad y belleza, añade armonía a lo necesario. Y unas gotas de paz sobre la herida. Cuánto agradezco, y muchos más conmigo, que existas y escribas, Jesús. Cristo, tu luz, refuerce tu fortaleza. Permíteme un breve paseo por tu vocabulario: piedra, espiga, grano, agua, pan, leche, sal, brasa, esperanza, hombre, hojas, lluvia, orilla, ángel, asombro, mendigo, arena… Has reforzado en Lirios tu visión humanista de la Naturaleza añadiendole el compromiso del hombre con los próximos, con los prójimos, como señal auténtica de humanidad. Y lo haces sin olvidar el decidido lazo con el que atas la plenitud del hombre al respeto minucioso de lo creado. En la vida pequeña, en los pequeños gestos, encuentra la inmensidad el poeta que eres.

Poesía franciscana, dirían algunos con razón. Poesía, digo. Lo franciscano habita en tu mirada, que es tu modo de estar.

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Tus ojos
 
El paño con que limpias las tinieblas
despierta a ese sol que llevas dentro.
 
En silencio nombra esa luz
que te hace crecer,
te conduce y recuerda
que tu vida será
lo que te diga el ojo.
 
Vela porque tu ojo
sea sencillo.
 
Espera que tu ojo
sea amable.
 
Trabaja porque tu ojo
toque el ser sin herir.
 
Tu ojo es esa lámpara
que dará forma al mundo
en el que se asienta
tu mirada.
 
La manera en que ves
ilumina ese pozo
en el que bebes.

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La camilla
 
Portada por los brazos y los hombros
de hombres que no miran
ni color ni certeza de tus huéspedes,
cirineos que ofrecen
tiempo y sudor al desvalido.
 
Conducida por sendas empedradas
de miedo, oscuridad y desesperación,
acoges al herido
del constante tropiezo que es vivir,
soportas como un ángel
el alarido del enfermo
pide para
sí la atención de los cielos,
la salida de todos sus infiernos,
y acompañas el llanto
del que ha olvidado
el asombro diario
que ayer les regalaba la esperanza.
 
¡Bendita seas!,
por la paciencia con la que has cargado
el barro de los tristes.
¡Gloria a ti!,
nada te rompe y cansa
y en tu tela reposa
todo el dolor del mundo.
 

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