Querido Manuel Cortijo: quien escribe ama aquello que nombra, no otra cosa es el secreto de la hacienda poética. No sé si explícita o implícitamente me lo dijiste muchas veces en aquellos albores, cuando yo nacía y vosotros ejercíais. He terminado de leer de nuevo tu Cuando quiera la noche, cuarto de tus libros entregados, y bastaría detenerse en las palabras, sólo en las palabras usadas, para conocer tus afectos poéticos, tus tensiones, tus fronteras. Dices en él que perteneces a la noche, pero yo te advierto que tan sólo porque vienes del camino de la luz, porque has andado los decididos senderos del canto, los abismos de la voz; porque has descerrajado los poemas y amado a los poetas. Tu vicio es la armonía del lenguaje, tu opción la arquitectura del poema. Si en libros anteriores has levantado edificios para albergar infancias, amor, paisaje cielos, en este atreves tu decir a convocar sin congojas ni temor la noche que nos ronda. A suponer en ella, a rastrear en ella las últimas y mínimas claridades. Claridad, palabra tan querida, tan atada. Hablas de la noche y con la noche para disputarle la luz que nos roba, consciente de lo imposible, pero el poeta que eres todavía conserva entre las manos la ceniza de lo ardido, como dices en el poema. Hay un destino en lo oscuro que el hombre acepta y el poeta rechaza y desde esa dialéctica se levanta Cuando quiera la noche, libro que has tenido la voluntad de editar en una editorial joven y cercana, y getafense: Luceat, colección “Isla de Delos”. Dijo Vicente Núñez que solo puede averiguarse lo que está escrito, y en ello reside tu decisión. Has dedicado tantos de tus poemas a pregonar la luz, el canto en los aires, el resplandor de la palabra, que te era preciso este internarse en la noche convocada. Ni la sombra ni la oscuridad aparecen en ella como símbolos de acabamiento, sino de territorio a explorar, porque –y son tus versos– De nada sirve el agua si en la noche no hay cimientos de sed. Desde el peso del ayer hasta el mañana presentido, jamás renunciaremos a buscarnos. Y la noche nos permite, te permite, la intimidad de recorrerla sola, de recorrernos solos. Es tanta la quietud de su idioma, tanto su anonimato, que no es preciso huir de los otros ni de nosotros. Quiero que sepas que admiro de ti la capacidad para elaborar poemas sin páramos, poemas que no alejan de su discurso al lector, poemas sin descuidos formales, poemas de selectísima cadencia. Recuerdo tu lectura en Santa Cruz de Mudela y la exactitud emocionada de tu decir. Tal vez el momento en que más asocié tu persona con tu obra. El silencio habla en ti a su pesar. Escribes ahora de esa costumbre tuya de perseguir lo que se aleja y me parece que ese es el secreto de la buena poesía, esa ambigüedad de las certezas, ese tacto sutil de ciego con que calibrar las emociones. Quiero decirte que en esa avaricia está escrito tu libro. En ese convencimiento. Por eso te escribo.
Has hecho muy bien en dejar que te hable la noche, que
te hable durante cuarenta noches, durante otros tantos poemas. La noche, esa
vieja hoja del mundo.
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Confirmación
Pertenezco a la noche, me
recojo
en ella para oírme
respirar y quedarme
en el canto triunfal de
tantas noches
que ya fueron en mí, por
mí una sola
pronunciación de un todo
que confirma
que no podré ser yo sin
otra luz y guía.
Pertenezco a la noche,
ahora lo sé,
a la noche de Juan en
noche oscura,
la que se va y que vuelve
con ansias de amores, inflamada,
la que viaja no sabe
a qué silencios,
a qué hondos miradores de
lo oscuro.
La tengo en su lugar,
donde me quedo
a oírla en piedra o
lágrima,
oírla como puede
sonar como si fuera campo
solo,
música sola sosteniendo
el aire
que da a la noche el
sueño y la inmovilidad.
Pertenezco a la noche que
va en mí
allí donde yo voy,
allí donde me oigo y soy
en todas
las palabras de Juan en
noche oscura.
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Ofrenda
Para encender la noche
–lo mismo que un poema–
no hace falta
sino que llegue a tiempo
una emoción,
una emoción que tenga lo
que debe
tener, si está queriendo
temblar en el poema,
si el poeta ha buscado un
agua limpia,
sabe por dónde va
y viene lo que alumbra.
No hace falta más luces
que el saber
que la noche se basta por
sí misma
para dar en ofrenda a
cualquier pecho
el aroma en acción
de las palabras,
y lo dice en apenas un
sollozo,
como lágrima suya
que hace más claro el
resplandor del llanto.
Así la noche puede
iluminarnos,
alumbrar las palabras
donde somos.