Lidia Miguel (editora) y Miguel Ángel Yusta sostienen un ejemplar |
Pocas cosas como mirar el tiempo, su paso, como decidirse a
contar su estela para conocer la talla de un poeta. El tacto, la decisión
culpable, la ternura y la queja, la aceptación, las pérdidas calladas y la luz
dolorida. Territorios en donde poner la mirada, quiero decir donde posar las
yemas de los dedos, porque el pasado ciega nuestros ojos. Tan solo el corazón
alumbra los recuerdos. Y nos calienta. Vienen esta palabras provocadas por la lectura de Ayer
fue sombra, de Miguel Ángel Yusta. Aragonés.
Poeta. Un poemario reeditado por Lastura. Y ampliado. Porque la memoria es siempre un
manantial insatisfecho. Niño que fue de la posbélica melancolía, de una España
mojigata, introvertida, el poeta cuenta sin rencor el daño, los caminos
cegados, las puertas entreabiertas que el cine, la radio y la copla dieron a su
adolescencia. Escaso bagaje sobre el que levantar proyectos y fracasos. Miguel Ángel
Yusta es un poeta sereno, de voz templada, de una sencillez profunda. Y es un
hombre enamorado de la música. Tan entusiasta de la opera como prendido y prendado de lo
popular. Desde siempre es abonado al Real, y desde siempre mantiene en el El Heraldo una sección “El rincón de la copla”. Donde divulga, donde crea con un
entusiasmo que nunca agradeceremos bastante.
Los poemas de Ayer fue sombra hablan de noches frías y sueños ávidos, de
sesiones en blanco y negro, del único juguete en la noche de enero, de las
siestas inhóspitas, del deseo inhibido, del silbido de tren y de la carne
abierta.
Trenes de vagones de madera
Corrían tiempos de silencio y miedo,
de trenes con viejos vagones de madera
y fríos asientos de tercera clase;
años de recuerdo de una infancia gris.
El revisor pedía los billetes,
las mujeres guardaban sus pequeñas botellas de aceite
bajo los asientos,
mísero estraperlo de tercera clase,
asientos con cinco personas apiñadas.
Pasaban los guardias civiles impertérritos,
tal vez cansados también de la tercera clase.
Mi padre sacaba los papaeles apresuradamente,
no había DNI, solamente un papel, una cédula arrugada y sucia.
El tren seguía su traqueteo perezoso, asmático, en la noche,
con paradas interminables en sucias estaciones.
“Policía, documentación”, se encendían de nuevo las luces
de aquellos vagones de madera con gentes sencillas,
cansadas y hacinadas.
Al hacerse por fin el silencio, yo miraba por la ventanilla
los campos oscuros,
las mortecinas luces de los pueblos,
las chispas de la locomotora, los postes telegráficos:
uno, dos, tres, miles pasaban como fantasmas en invierno.
En la noche la luna llena velaba las estepas,
la peinaban los árboles o la herían los cables.
Yo soñaba con verla brillando muy quieta sobre otros paisajes,
mientras, en los duros asientos, ya todos dormían.
Sólo un niño soñaba despierto.
4 comentarios:
Hermoso poema, que me ha emocionado, que es lo que debe hacer todo poema verdadero.
Paco, amigo, muchas gracias por ese tiempo dedicado a mis recuerdos, que son un poco los recuerdos de prácticamente todos los hombres y mujeres de nuestra generación. Tu generosidad siempre a flor de palabra y de sonrisa es proverbial. Yo soy afortunado de contar con tu verbo amable, tan balsámico, tan cercano; con tu sonrisa inacabable y con tu amistad que mana por cada poro de ese cuerpo tan grandote como el corazón que lo mantiene. Gracias, Maestro...
Es lo menos que se puede pedir a un buen poema,Joaquín, que conmueva emocional o intelectualmente.
Miguel Ángel, cierto que tu libro remueve las vivencias de una generación, tan alejada de la actual en experiencias. Pero yo hablo de poesía, la tuya, la que apoyada en esa provocación construye con serena mano firme el edificio de tu poesía levantado con la mano sabia del buen hacedor.
Mi abrazo.
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