miércoles, 13 de junio de 2012

Aurora Auñón, techo y raíz


Aurora Auñón de espaldas a la tele.
Fotografía de Maxi Rey



Se llama Aurora Auñón. Fue y es maestra. De las que de verdad enseñan. Maestra. Nacida en Albalate de la Nogueras, en Cuenca. Mantiene casa en Priego, donde es habitual de sus jornadas poéticas, aunque vive en Madrid. Y escribe. Escribe desde mucho. Y duda cuando quiere hacer poesía. No cuando lee, no cuando recita. Vive alrededor de la poesía, revuelta con ella, Buscándose, amándose, temiéndose. Termina de publicar su primer libro, Techo y raíces, con Vitruvio, con los amigos. Hace también prosa vindicativa. Pronto saldrá su primer ensayo. Atentos,tiene cosas que decir.

A mí me gusta su compañía, su conversación, sus ojos, su amistad, su decisión de no probar el agua. Y ahora que ya la conozco, también su poesía. Suave, leve, comprensiva, amable con las cosas, con los otros, relatora, sensible, dispuesta al abrazo, al paisaje, celebradora, íntima, elegíaca también, amada por la plenitud y por el crepúsculo. Aurora vuelve a besar con los versos los cuerpos que besó, los viejos azules. Mira con ellos. Limpia con ellos la hojarasca podrida, los incierto de los años. Aurora Auñón, poeta de lo alegre y la nostalgia, de la sed sorprendida.

De Techo y Raices, este poema de la segunda parte.

XXVI
                       Para Mari Carmen, Rafa y Marcos,
                        que compartieron conmigo una tarde maravillosa.

Planean en el aire, recorriendo la tarde,
               dos buitres negros, seguros
                        de haber vencido el peso de la carne.
Horizontalidad pura,
           natural elegancia
           que no reclama nunca que otros ojos la miren,
desconfían
        de cualquiera que llegue como nuevo a su hábitat.
En la parte más alta
        de los viejos azules de estas rocas calizas,
        descansa, no sé muy bien de qué, una pareja de alimoches.
La una junto al otro,
         por los ojos,
              lo mismo que nosotros,
                   se beben la belleza,
         se empapan de esa luz aquietada
           que nada muestra y todo lo contiene,
              que también unifica el silencio y la música.

Desde el fondo de la hoz,
nuestra atención se centra en esa altura.

Los prismáticos nos llevan
      dentro de la mirada
          de dos pájaros puestos en un punto perfecto,
y así, el artificio pone también su parte
       en el casi milagro de aprehender lo inefable.
Todo está en la mirada de los dos alimoches:
    la ternura rosiblanca de los almendros;
    los almeces en círculo,
                                         todavía desnudos,
    pero hablando entre ellos, desde su savia oculta,
    de ese tiempo de espera en que alargan los días
    para madurar frutos negros como la noche;
está el romero,
        impávido, ante el hecho menor
        de que en su fruto
        nunca repare nadie,
        nada le importa que lo suyo sea sólo perfume;
y está el agua
       remansada para espejearlo todo
       y llevarlo a la altura que la pareja ocupa.

En esta leve esfera,
que todo lo contiene y unifica,
hay un azul igual desde sus límites,
    herido en la distancia
       por la luz de ese sol que se despide.

Paradójicamente, el astro rey
   es el único que,
      en ese instante mágico,
         obedece al imperio del espacio y el tiempo.
Al hundirse, nos acerca a la noche,
    consciente de que roba nuestra dicha,
    y como compensándonos
    pinta de rojo, de rojo-luz, los rastros de la huida,
        avisando que llega la hora del amor.
Encendidos en él, lo alimoches,
   muy delicadamente, nos desplazan,
   nada debe enturbiar que sus ojos se encuentren.
Mecidos en el todo como nido,
    convierten su mirada en largo beso
       y, ahítos de ternura, se entregan, copulando.

Nosotros
volvemos a ser tierra.

1 comentario:

María del Rocío Rojas Luceno dijo...

Creo que era mi profesora de sociales en el colegio General Mola, desde luego se parece mucho, si es ella menuda sorpresa, hacía que no la veía 17 años.