martes, 2 de septiembre de 2025

EL PAISAJE Y LOS TRENES: Eladio Cabañeo

 

        Bien conocido es que hombre y paisaje son dos realidades que confluyen, que tienden al vértice. Bien los saben los poetas que han nacido o habitan con amplitud el territorio Mancha, extensiones sobre las que ahora nos detenemos y ocupan. Es esta tierra de llanos cardinales, de anchos en donde el cielo completa su desnuda semiesfera, donde la luz no halla obstáculos y el hombre se resuelve en punto, en minúsculo centro. Un centro tan endeble en dimensiones como poderoso en su vertebración, centro en donde la conciencia del tiempo y el espacio logran junto lugar en donde residir. Digamos pronto que hasta el segundo tercio del siglo XX esta Mancha ciudadrealeña, desde donde escribo, no tuvo poeta cierto, y cuando lo tuvo —hablo de Juan Alcaide— hizo patente que nacía desde la antedicha necesidad recíproca del hombre y el paisaje. Aunque tal vez más como cantor de un paisaje idealizado que como elemento del mismo, tal vez más como mediador que como sujeto íntimo, pero con él quedó el conflicto levantado. La Mancha es un paisaje geográfico que necesita para su verdad hacerse carne tanto como papel escrito. Fue en esta llanura que une cuatro provincias, en este secarral en donde el agua debe elegir entre desaparecer camino de los vientres hondos o quedarse a crear el sosegado sollozo de sus lagunas, donde Cervantes vio y sintió la más alta excitación de la cordura. La más universal. De ahí que el mexicano Carlos Fuentes propusiera en Cartagena de Indias llamar Territorio Mancha al conjunto de los hablantes del castellano, a los hijos de Cervantes. El mayor país del mundo.

Tras el valdepeñero Juan Alcaide (1907-1951) vinieron otros poetas que del paisaje y sus modos crearon los horizontes hacia donde dirigir y organizar sus miradas, a más de saberlos tema para la preocupación indagatoria, dimensiones sobre las que preguntarse; en la advertencia que algunos de ellos fueron y han ido más allá: lo encontraron y lo encuentran en su latir, porque tanto lo han hecho íntimo que lo saben y sienten entraña, elemento constitutivo e irreductible. Sospecharon con acierto que paisaje y hombre no son sustancias distintas, aunque a veces se contrapongan o parezcan adversarias. Así, por citar solo a los contemporáneos, digo de Miguel Galanes y su Añil en donde se convierte en Guadiana descorazonado; de José Luis Morales que amalgama emociones, infancia y río Jabalón; de Pedro A. González Moreno cuando dicta y obliga que un hombre es su paisaje; de Teo Serna, incapaz de abandonarlo incluso físicamente o del Federico Gallego Ripoll que deja escrito: «Alguien parte al exilio // Y no sé si soy yo / el hombre que se va / o el país que se queda».

Pocas geografías como la manchega para la tensión espiritual, pocas cuya esencialidad resida en la pureza de los elementos lineales que la configuran. Aquí todo se fía tanto a la poderosa ausencia de verticales como a la exactitud serena de la horizontalidad, sus dos invisibles coordenadas: la del vacío, la de la latitud. Apenas alguna mota que se eleva, un cauce que se insinúa o la ondulación de un surco guardan el desvelo y la extrañeza de las curvas. Paisaje en donde la estatura la marca el individuo y la escasez del árbol. Llanos para larguísimos caminos, donde pasos y ruedas se obligan a lentos diálogos con las lejanías, a medirse en ellas. Tierras en liego que los años finales del XIX y las manos labradoras poblaron de viñas y cuevas excavadas. Suelos calizos, permeables, siempre dispuestos al sudor de los pozos y las frentes, al amor de los penosos trabajos y los arracimados frutos. Espartales que son hambre de agua. Territorios todos a los que Natividad Cepeda, poeta de y en Tomelloso, ha entregado su voz y su afán. Campos de donde Benjamín Palencia extrajo la cantora solidez de sus colores y Gregorio Prieto la línea, el gozo y la voluptuosidad. Lugares en los que vivió su niñez y desamparo Eladio Cabañero, a quien deseo llegar.

Tenía Eladio sus manos grandes, dicen. No llegué a conocer su persona. Tomellosero desde 1930, de niñez huérfana a causa de los fusilamientos y ayudador agrícola en sus infantiles años, tuvo una juventud obrera de andamios y albañiles. Dicen que llevaba el palustre y la llana de su esportillo en armónica revuelta con los libros de Machado. «Ya ves —cuentan que decía por entonces su madre—, con la ruina que tenemos en casa y a mi Eladio le ha dado por la poesía». Yo digo ahora que es el poeta que salvó a su tierra, a su anchurosa tierra, de un anciano abandono lírico y espiritual. Y lo digo porque él fue tierra y lenguaje al mismo tiempo, argamasa. Su verso jamás es descripción intencionada del paisaje sino desvelo, emoción, cuna y fraternidad con él. Dicen que durante su estancia madrileña (a donde le llevaron los amigos) nunca abandonó lo sentencioso, la nostalgia socarrona y el orgullo de la luz y del esfuerzo de sus paisanos. Es sabido que al mundo lo hizo Dios, pero a Tomelloso lo hicieron sus primeros pobladores, aquellos que a: «unas tierras sin fondo, plagadas de hitas y pedregales… convirtieron en menos de un siglo en un verdadero mar de hileras de viñas o de surcos de sembradío», escribió.

Fue poeta del sol y sus oestes, de palabra rotunda y conmovida, hombre terco y humilde, hecho al fluir del tiempo con retales de sí mismo, acarreados siempre desde la verdad de los recuerdos, de lo leído, de lo sentido. Traigo aquí las impresas primeras palabras de su libro inicial, Desde el sol y la anchura: «Con norte y sur, con este y con oeste / estoy aquí varado en mi llanura», huella de donde nunca se movió —ni aún estando en Madrid— porque él era la llanura cardinal, la tierra que sus enormes manos había acariciado y cribado.

Dijo de él su amigo Manuel Alcántara que tuvo una infancia terrible y un final en descuido, pero que en su mitad hubo momentos felices y que sus amigos le quisieron mucho y cuando le hizo falta lo protegieron. No escribió demasiado ni publicó en exceso. Al título citado siguieron Una señal de amor, Recordatorio y Marisa Sabia y otros poemas. Cuatro libros en total y algunos que otros poemas sueltos, como el impresionante «Autorretrato en segunda persona» escrito en 1970 y que puso fin declarado a su escritura. Se negó a seguir en ella a los cuarenta años. «Nadie me dijo — respondía a quienes le preguntaban— que escribiera, nadie que dejara de hacerlo».

Nada de la poesía ni de los poetas de La Mancha sería igual tras él. Hasta el viento lo recuerda. Yo le tuve bien leído antes de escribir mi primer verso. Decía Eladio que la poesía era para él “un rostro general y emocionante”. En consecuencia escribía. Al hilo de ello quiero traer aquí uno de los poemas en donde lo veo —y le veo— con más claridad. Habla el poema de un niño, biografía de nueve años, trabajador del campo, a cuyos ojos de desamparo y frío acuden mundos novedosos, trenes de esperanza. Ese contraste permanente que, como en este caso, sufre el hombre entre lo vivido y lo soñado puede ser y es germen intenso de poesía, sobre todo cuando la tierra es fértil y conoce la escarcha su lenguaje. Hablo del poema «Los trenes» que forma parte de Recordatorio y del que con Carlos Sahagún hablamos en ocasiones hasta recitárnoslo mutuamente.

 

LOS TRENES
 
 Aquel invierno estuve sarmentando
 la viña de mi abuelo, Eladio López,
 el que volvía del campo sin camisa
 y sin blusa por dar a los mendigos,
 pues él creía que el hombre bien merece
 ser hermano de todos, no otra cosa.
 ¿Qué más iba a decir?; aquel invierno
 estuve sarmentando aquella viña
 que era pequeña, y más de los ajenos,
 viendo brillar la escarcha de diciembre
 que era fría y hermosa y, tío Candelas,
 el podador, hermano de mi madre,
 con sus ojos de campo me observaba
 mirando el horizonte allá perdido
 por detrás de los pájaros volantes.
 Tenía yo nueve años. Trabajaba
 sin muchas fuerzas. Yo pensaba entonces
 en cosas como estas que ahora escribo:
 en lo estrecho de pecho que es el hombre
 en los tiempos de guerra y de venganza,
 cuando la gente aguanta las pezuñas
 con odio, acobardada, sin defensa;
 todo esto es verdad que lo pensaba
 mientras los trenes de Madrid-Valencia
 pitaban y yo ataba mis gavillas,
 helado y mal vestido, ya hace años…
 A pesar que el recuerdo llega turbio
 como un documental retrospectivo
 con las caras borrosas, todavía
 veo que me miraba tío Candelas
 atentamente, sí, que me ayudaba
 a valerme otras veces o citábame
 palabras de la Biblia entre aquel frío
del 40 y su hambre o que rimaba
 su coplilla octosílaba manchega:
 
 «Sobrino Eladio, te digo
 que no te entretengas tanto
 en mirar por Riozáncara
 los trenes que van pasando».
 
 Era que a dos kilómetros pasaban
 muchos desconocidos en los trenes,
 era que el mundo estaba en otra parte
 y nadie ve la vida ni se entera
 de casi nada, y era que las gentes
 mal se conocen entre sí ni se aman
 lejos unos de otros. Yo veía
 el tren muy negro y largo en la llanura,
 silbante, con su humo y sus bolliscas,
 pasar hacia otro mundo de esperanza,
 no de engaño y de luto, pues los pobres
 dan en creer en la milagrería,
 en que unas gentes vendrán a salvarles
 en un tren como aquellos que pasaban;
 dan en creer los pobres esas cosas
 cuando son niños, siempre trabajando
 y sin salir del pueblo para nada.
 

Y es que, como bien señala el poeta, por aquel anchurón de tierra parda y oscura, tomellosera, por aquellos cuerpos doblados sobre las gavillas —única posibilidad de vida y de calor— pasaba, lenta en sus gestos, humeante y sonora, la noticia de otros mundos posibles, aunque ajenos. La imagen de aquel niño mal vestido, juguete del paisaje, capaz de alzar los ojos y soñar, aquel niño que desde que terminase la guerra había vivido para el sudor, para ser tierra raíz, nunca se ha borrado de mi memoria poética y vital. Tal vez por eso, cuando apenas sospeché que ya sabía pergeñar los caminos del verso en el papel, me atreví a responder al poeta con algunas palabras que me hablasen. Así nació el poema «Antes de Eladio (Después de leer Los trenes)», levantado con tantas razones de deuda y paráfrasis como de ingenuidad, que no figura hasta hoy en ninguno de mis libros editados, y que dice:

 

ANTES DE ELADIO
(Después de leer «Los trenes»)
 
Antes de Eladio
antes de que su voz
descendiera y poblase, hubo un tiempo,
un invierno en que estuve atravesando
con mi tío los campos de La Mancha.
 
Bajábamos en tren hacia Valencia,
y era el caso que amaba yo esa tierra
que entonces nadie amaba
y a los trigos oscuros
que guardan su calor. Eran
paisaje frío y viñas, gentes
que apenas destacaban de las cepas,
los míseros gañanes en camisa,
libres bajo la luz, que ensarmentaban
esqueletos y brotes,
rencor de guerra.
 
Cruzábamos en tren aquel invierno,
y eran las tierras anchas, ateridas,
pasiva indiferencia. Eran campos
de mujeres en pie que con pañuelos
ocultaban su pelo y la abundancia
de los vientres henchidos; duras vidas,
viento largo de sueños.
Por olvido humillados, seca brasa
los varones, repartidos y serios
por los ajenos trozos,
con gleba y alfabetos calizos en los labios
aunque a veces cantasen
intenciones y coplas.
 
Yo veía las sombras
ciertas, que atrás dejábamos;
tal vez fueran de gentes que habitaran
quieta, serenamente,
las casas que antes fueron de sus padres,
que con afán colmaran las galeras,
que en sus patios
bajo aleros dejasen vivir las golondrinas,
que rezaran felices
cuando al mediar el sol
pusieran pan
en la mesa desnuda y agua clara.
Y es que yo era tan solo doce edades
y algo propenso a la milagrería
del tiempo, a creer que no era tierra
que debiera morir, ni sus canciones,
que no era mundo
para estar sin poetas.
 
Era, que antes de Eladio
la gente reducía su esperanza,
que negros y largos,
en los años de invierno,
los trenes iban lentos por La Mancha
a la espera, quizás, que algún muchacho,
cetrino, sin un padre,
en el trigo perdido o en las viñas
levantase los ojos y mirara.
 

Y tal vez y porque en ese mundo de redondos litorales, en esa tierra de donde el cardo y el pájaro hablan del paraíso y los infiernos, en este lugar donde la luz comienza y termina, en ese paisaje literario y vital que es La Mancha, en esa agrimensura de diástoles y vacíos, suena —a mí me sueña todavía— la voz, la cirujana delicadeza de la voz de Eladio, su poeta. Valga


 

F

lunes, 25 de agosto de 2025

Poema: Cuando la vida vence a la zozobra

 








 

Y cómo cede
el sol en su aventura de lo alto, vencida
al fin su terquedad.
 
En el patio,
en su verdor alzadas, once
aspidistras celebran
conmigo la dulzura,
la ascensión de las sombras.
 
Han
resistido el agobio.
Hemos.
 
Hoy, ya cuarto
lunes de agosto,
bajo la dulce guarda del evónimo,
esta voz mía
–sin nada que decir que al mundo importe–
anota como un gozo la victoria.

                                                                      

 (agosto y 25)


 

viernes, 15 de agosto de 2025

Latus en agosto (2)











Con la misma

impaciencia prestada con que ves

pasar nubes, los nombres,
y el calor que antecede a cada daño
 
con esa aceptación de quien navega
en un dios nunca escrito,
ese dios que se oculta, desdeñoso,
en la avenida densa del verano
 
con el mismo temor delicuescente
con el que el día, Latus,
barnizó sin clemencia la extensión de tu carne
hasta hacerte creer otro y alado
 
con la congoja de las tardes largas,
y ese sol entre llamas, sin recuerdos,
ese sol que te huye, ese
sol último que lame los tejados
 
has visto un mar
de rastrojos venir, has visto al tiempo
transitar, y al pasado fluir
torrente abajo
 
has visto a un hombre equivocarse
al escribir poema (y es su culpa)
mientras llega septiembre...
y esperando.

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

LATUS EN MADRID (1)











Por escapar de la escritura
buscaste en microscopios, Latus,
en el rumor de cienos y en arterias,
en los nombres que mueren y no mueren,
entre sabios que miden edificios
o pesan las desgracias,
en dádivas de azufre
 
buscaste en adoquines, en la catástrofe,
por las gasolineras
que vomitan a litros los errores,
en tardas devociones que nacen insumisas,
en los futuros timbres y alquitranes,
hasta en las albahacas
cortadas de aquel pubis… y en romanas arenas
 
buscaste entre los restos de los confesionarios,
en riberas y andenes, en exvotos,
por tibios infinitos,
por las alcantarillas de los supermercados,
en senos centinelas,
buscaste en redivivos mataderos
y en oasis de mármol
 
buscaste por las altas alegrías,
en salinos pronombres, en emplomados salmos,
en almanaques
que, turbios, confundían
los sábados con pérdidas,
en el afán
de las camas estrechas, en un libro de Elytis,
en poetas que fueron humillados
 
buscaste contra el tiempo
de quien desea y contra
tu lengua tantos días mutilada, y no has logrado
olvidar el recuerdo, Hellas, que aún persigues.


miércoles, 21 de mayo de 2025

Entrevista recordada

 

En 2019, Francisco Castañón me envió un cuestionario para una entrevista escrita con el fin de publicarla en Entreletras. Se publicó. 

No la recordaba, me la termino de encontrar en la red. Releída seis años después, me afirmo y compruebo que lo que ya me rondaba en la evolución de los temas, aquellos que me comenzaban a interesar por entonces, se confirmaría con Aquí y con el reciente Fuentévar. Más reflexivo resultó En donde resistimos. En fin, la vida.

Francisco Caro



FRANCISCO CARO SIERRA (Piedrabuena, Ciudad Real, 1947), poeta y profesor de Historia, ha publicado hasta la fecha más de una docena de libros de poesíaSalvo de ti (2006), Mientras la luz (2007), Las sílabas de noche (2007), Lecciones de cosas (2008), Calygrafías (2009), Desnudo de Pronombre (2009), Cuaderno de Boccaccio (2010), Paisaje (en tercera persona) (2010), Cuerpo, casa partida (2014), Plural de sed (2015), Locus Poetarum (2017), El oficio del hombre que respira (2017) y Este nueve de enero. Antología Poética (2019). Su obra ha recibido numerosos galardones, entre los que cabe mencionar los premios Juan Alcaide, Ciudad de Zaragoza, Ateneo Jovellanos, Ciudad de Alcalá, José Hierro, Leonor o Antonio González de Lama. Asimismo, es colaborador habitual de prensa y revistas literarias como Cuadernos del Matemático, La hoja azul en blanco, Númenor, La sombra del membrillo, Manxa, Piedra del molino, El invisible anillo, Imán, Barcarola

Entreletras ha conversado con Francisco Caro, una de las voces poéticas más destacadas e interesantes del panorama literario actual.

—Usted comenzó a publicar poesía en plena madurez, pero ¿cuándo comenzó a escribir poesía Francisco Caro?

—No mucho antes, apenas cinco o seis años antes de la primera publicación, realizada en enero de 2006. Lector ávido lo he sido siempre, pero el paso del poema ajeno al poema propio sucedió alrededor del cambio de milenio. No sin cierto temblor, no sin cierta desconfianza.

—¿Por qué se decidió por la poesía como forma de expresión literaria?

—No hubo decisión. Nunca tuve que elegir. El lenguaje poético fue mi casa desde el principio, sin tentaciones foráneas. Siento la poesía como algo alejado del discurso narrativo, de la trama, de la descripción. Territorios propios de otros paisajes literarios. Es cierto que, cada vez con más frecuencia, encontramos poetas que hacen expediciones al campo de la narrativa, donde la repercusión social y mediática suele compensar con más generosidad los esfuerzos. Aunque yo pienso, por los casos más próximos, que sin duda la causa es porque sienten esa urgencia, la de contar historias. Yo carezco de esa motivación, al menos en la actualidad. Me basta para mi sosiego con traer contadas las palabras con que apuntalar emociones. Creo en el poema.

El oficio

—Una docena de obras publicadas hasta la fecha y varios premios muy prestigiosos recibidos. ¿Con este bagaje literario qué balance puede hacer de su trayectoria como poeta?

—Es sabido que la calidad de una obra y la obtención de premios poéticos con ella no guarda una relación tan directa como puede suponerse, lo que no empece para que el logro de cualquiera de ellos sea un reconocimiento aventado que en cierta forma satisface. Suelo decir que los premios no deben ocultarse ni llevarse en procesión, tan sólo suponen que en un momento dado, y para el criterio de un jurado concreto, tu obra es más atendible que las otras con las que compite. No es criterio absoluto de calidad sino comparativo. He tenido la fortuna de que en algunas ocasiones mi aportación ha sido atendida. Los premios, más en la primera etapa, supusieron para mí una cierta dosis de confianza, que siempre he agradecido. Debo añadir que nunca he escrito para los premios, pensando o no en su obtención, sino que estos han venido a posteriori, como legítimo y alternativo camino a la publicación. Creo que se niega el principio esencial de la poesía —que no es otra cosa sino creación— si se escribe desde el oficio y la rutina con una intencionalidad finalista. Casi por mitades mis libros han sido publicados unos con premio y otros sin él. En todos los casos me siento satisfecho tanto de su repercusión como de la consideración que han merecido entre amigos, críticos y lectores; sabiendo que casi siempre se reúnen los tres en las mismas personas.

—Usted declaró en una ocasión que la poesía es algo que no se aprende, se lleva dentro. ¿Cuánta poesía lleva aún dentro de sí Francisco Caro?

—Para escribir poesía es necesaria cierta técnica, eso es indudable. Dice Margarit que los que deseen ser poetas y quieran aprender deben tomar un lápiz y un cuaderno y copiar lentamente los grandes poemas existentes. Ese tiempo dilatado, esa lupa, les debe permitir acercarse a los centros esenciales de la construcción poética. Mi caso vino por una acumulación lectora. No obstante, me obsesiona el proceso por el que una sensación pasa de la conciencia de su percepción al papel. Crear un poema es intentar apresar un fragmento de la poesía que el aire contiene. Hace falta mirada, olfato, oído para elegir, pero también habilidad técnica para apresarlo con justeza. Algunos de mis libros tratan de esto, en especial Cuaderno de Boccaccio y Locus poetarum. Pero tengo para mí que, sin tensión poética en los adentros, toda la capacidad técnica de expresión que pueda aprenderse deviene estéril, apenas una mueca, juegos de tiempo entretenido.

plural

—¿Qué temas principales destacaría en su poesía escrita hasta ahora?

—Uno de ellos lo termino de mencionar, el milagro del hecho poético, el enigma a través del cual la mirada, la percepción, lo emotivo, logra convertirse en acto, en el objeto al que solemos llamar poema. Es lo que en el lenguaje coloquial suele llamarse metapoesía. Ese uróboros con el que nos solemos entretener, porque nunca llegaremos a robar su secreto. Pero en general, la vida. Entendida siempre como un viaje sin excusas, al que es necesario acudir. Añadamos el amor como vuelo y como desgaste. También la memoria que nos construye y la contemplación de los instantes, de los paisajes. Como detalle, quisiera referirme a un aspecto que alguien me ha hecho notar, que es la abundancia de los nombres de meses en mis poemas. Le he intentado buscar explicación: puede que signifique el paso del tiempo por nuestra conciencia y la modulación de sus intenciones, lo que suele llamarse poesía de la edad por el profesor Morales Barba. Quiero entender que para mí es una estrategia útil por su significación, ya que a cada mes corresponde un color distinto, una espiritualidad sentida de otro modo, una disposición de ánimo característica.

—Usted es natural de Piedrabuena, una espléndida localidad de Castilla-La Mancha con mucha historia. ¿En qué medida ha influido en su obra poética la tierra donde nació y a la que sigue vinculado?

—Tuve la suerte de convivir durante años con el poeta Nicolás del Hierro, natural también de Piedrabuena y recién fallecido, lo cual ha significado para mí una fortuna, por su amistad y por su magisterio, aunque nuestras formas poéticas sean diferentes, como es natural. Por otra parte, creo que hay bastante de los paisajes de mi infancia y de los físicos de mi tierra en mi poesía, aunque debo reconocer que siempre de manera más tangencial que explícita, más como escenario que como protagonista principal de la obra. Piedrabuena, en el límite de La Mancha con los Montes de Toledo, es una zona de paisajes privilegiados y a la que sigo ligado vitalmente. Suelo decir que vivo a caballo entre Madrid y mi tierra natal.

—¿Cuánto de biográfico hay en sus poemas?

—Lo justo, lo necesario para que el poema sea verdad. Sigo sintiendo pudor por los detalles, mis poemas no son en absoluto confesionales, más acá o allá de algún pequeño desahogo, licencia que se va acrecentando últimamente y de la que creo que debo cuidarme y/o curarme. No obstante lo dicho, estimo, para mi defensa, que quienes bien me conocen me reconocen en lo que escribo, lo que para mí es suficiente y garantía de no hacerlo en el vacío.

—¿Qué autores o autoras han influido más en usted?

—Sin ambages: soy hijo de las generaciones del 27 y de 50, con pinceladas de la del 36 (Hernández, Rosales…), los poetas de mi siglo. Influencias típicas del tiempo de formación que me tocó vivir. También hijo de nuestros clásicos del XVI y XVII. Sin saldar esa deuda con la mejor tradición española no creo que me hubiera atrevido. Sigo leyendo a los poetas actuales y su dispersión de campos, a los traslúcidos y a los herméticos, a los vivenciales y a los metafísicos, a los espirituales y a los de la mirada crítica. A veces abandono, sin mala conciencia, algún libro antes de su final.

—Dígame, ¿hacia dónde camina en la actualidad su poesía?

—En lo que soy consciente, y manteniendo mi aversión a lo obvio en el poema, creo que voy hacia una poesía algo más cordial con el lector, según me dicen. Eso en cuanto a las formas. Por lo demás, procuro no traicionarme, pero últimamente me dejo caer en la tentación del flaneur contemplativo que se tensa en la dicotomía de los paisajes exteriores e interiores. Me doy cuenta después. Bien sabemos que uno no es dueño de lo que escribe, salvo que mienta.

—¿Cómo ve el futuro de la poesía en esta nueva era digital, donde los contenidos audiovisuales parecen ganar cada día más terreno a la palabra escrita?

—La palabra no ha encontrado todavía rival en la imagen, la imagen es complementaria de la palabra, o viceversa, pero jamás alternativa cierta una de otra, más allá de algún intento. Ambas son significante y significado. Otra cosa, ante la acometida de lo digital a lo analógico, es la cuestión del papel como soporte, ese sí que está en peligro. No tan próximo como nos parecía, pero en peligro de futuro. Nuestra generación lo mantendrá, pero creo que su próxima vida será más como superviviente que como necesario. Lo digital es un cauce poderoso para la poesía, mucho más que para la narrativa. De ahí el tremendo auge de ciertas formas poéticas —¿sencillas? ¿simples?— de agitación inmediata que todos conocemos y de las que no pienso opinar. En general las redes son un gran instrumento para divulgar y conocer. Con el peligro de que lo vulgar y lo cultivado pueden aparecer a los ojos de muchos no advertidos con el mismo nivel de verosimilitud y aceptación, lo cual es un riesgo gravísimo en la formación de la opinión y la conciencia pública. Pero ese es otro tema.

nueveenero

—Son numerosas las voces que expresan el buen momento por el que pasa la poesía española en nuestros días. ¿Comparte esta opinión?

—No. Si atendiera al número de personas que la practican, diría que sí, seguro. Existimos más presuntos poetas que los mil en cada calle que decía Lope de Vega. Y está bien que quien desee escribir poesía, o intentar escribir poesía, lo haga. Faltaría más. Pero si atendemos a la demanda social, al número de lectores avisados que los poetas convocan, no tanto. Ni el diez por ciento de los que escriben compran, difunden, leen. Y si lo hacen es más por amistad y compromiso que por devoción (salvo los que sabemos y no nombramos). Cuesta romper la sensación de secta. Y en cuanto a otros aspectos, es de notar que no existen tendencias dominantes sino una dispersión que suele ser entendida como beneficiosa, pero que sin duda viene provocada porque no existen figuras a seguir, cumbres con que cautivar, faros que iluminen. Pienso a veces en los pocos poetas españoles actuales que atraen o interesan a lectores, críticos o estudiosos de otros países, en comparación con la inmensidad de traducidos que pueblan las estanterías nacionales. La poesía española está en el momento que está: de cultivo extensivo, de generalización, pero no de intensidad. Han pasado 20 años del siglo y todavía no veo ningún poeta que pueda quedar en la memoria de esta centuria.

—¿En qué está trabajando en la actualidad? ¿Veremos pronto un nuevo poemario?

—Nunca se deja de escribir, con ritmos distintos según las provocaciones con las que nos crucemos, pero siempre hay algo. Y todo lo escrito, dicen, busca camino para mostrarse. En cualquier manera el territorio de la edición lo tengo bien cubierto. Han sido doce libros en quince años. Me parece no sólo suficiente, sino excesivo. No hay urgencias, mas tampoco puertas cerradas. Y siempre en el ascético saber de que en principio nadie espera un libro nuestro y de que su momento será fugaz en el tumulto editorial que nos acorrala. Otra cosa es que, si aparece, debamos procurar que sea útil, bien recibido, que contenga algo de novedad. Repetirnos es un riesgo fácil, suele estar al alcance de todos.