martes, 29 de octubre de 2019

Un poema: Sandalia



Se llamaba Sandalia,
no hay otra en todo el pueblo con mi nombre, 
nos decía,
por eso nunca
he vuelto la cabeza en vano,
siempre sé que soy yo cuando alguien llama.

De negro, como todas,
era el tiempo del luto y su costumbre, menuda,
andaba a pasos cortos, las manos recogidas; 
tuvo suerte y a nadie
perdió en la guerra, pudo ver a su hijo,
mi padre luego,
volver de Guadarrama
con los pulmones rotos por el frío
y un hambre desmedida de tabaco.

Años antes -me parece que el 20-
cuando llena su entraña
esperaba una hija, murió su amparo,
murió mi abuelo.

Con lo puesto siguió, en el íntimo cuido
de su familia pobre, pero junta, pero justa;
de sus manos,
pantalonera humilde, hizo que el sol saliera
a calentar su hogar día tras día.

Nunca escuché
alta o recia su voz, su fortaleza
estaba en lo sencillo, en su figura en sombra,
y la suya
fue la primera muerte que me buscó de cerca,
cayó en el patio, junto al pozo,
inerme, sola, pero no vencida 
por otra cosa que no fuese
haber vivido su coraje a tientas y encendido.

Pegado a su memoria, hoy
conservo junto a mí
aquel brocal de arcilla que la viera caer, y la dulzura
de antiguas tardes-noches de verano:
¡Paquito! me llamaba para darme sus fritas,
rebanadas de pan empapadas en vino, 
que aún y todavía, sabedlo, me alimentan. 

2 comentarios:

Mayusta dijo...

Un gran homenaje a quienes tanto debimos y debemos y quienes nos siguen desconocen... Un abrazo.

fcaro dijo...

Un homenaje tardío, también, pero los poemas acuden cuando quieren. Gracias, Miguel Ángel.