En este mismo instante hay cinco poetas poniendo el punto
final a un nuevo poemario, seguramente un par de ellos comenzarán a buscar certamen
al que presentarlo, otro par lo tienen ya decidido y solo el quinto, que pretende
estar por sobre los verdes azares, sopesa si tal vez, Seis poetas están esperando
fallo, fallo que con seguridad entenderán injusto, banal, venal. Siete están acicalándose
para firmar en la Feria del Libro, que este año se ha visto obligada a limitar
la invasión, pero ni así. Ocho consultan la agenda –día y hora exacta- para
solicitar rúbrica del amigo encasetado, y abrazar. Nueve viven ajenos al
bullicio o despechados: si no firman no van al Retiro: basta de ser miranda y
apoquine, proclaman. Diez se reparten entre escribir reseñas o esperarlas. Cuatro
permanecen mustios, hace tiempo que no les ocurre cosa cierta y saben que su
nombre deviene olvido, por eso piensan en publicar sus obras completas ya, ya, pero
ya, tienen el dinero preparado. Tres conversan afanosos, han quedado a tomar
algo por Lavapiés y traman una mutualidad de justificaciones o superioridades.
Dos hace décadas que se apartaron -a lo Cabañero, a lo Sahagún- y observan acodados,
labios prietos, desde la forja de la baranda. Hay uno que vive lejos, tal vez
en Mallorca, que todavía cree en la poesía, porque a veces se llaman para salir
juntos. Todo esto dijo el Jefe en el pasado Consejo de Redacción.
¿Y Gimferrer?, preguntó la becaria.
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