No sólo la luz alumbra, la voz protege. Ya desde los mismos títulos, Manuel López Azorín proclama la acción sanadora de la poesía. Así lo siente, así lo pregona. Termina de aparecer su última entrega La voz que me protege, que el próximo lunes 27 se presenta en el Comercial. Antes, el viernes 24, le entregan en un acto solemne su título de hijo adoptivo de San Sebastián de los Reyes. Pasado fértil y presente activo en torno a su persona, a su escritura, a su hacer en pro de la poesía y de los poetas. Es un gozo decirlo, aventarlo. Es el murciano Manuel López Azorín (Moratalla, 1946) luz alta, voz enhiesta entre los poetas madrileños. Amigo de los grandes que nos han ido dejando poco a poco, siempre ha manifestado orgullo ante su amistad. Guarda el recuerdo de sus entrevistas a fondo en la televisión, allá por los noventa. De entre todos, Claudio Rodríguez fue a la vez maestro y pradera. De él aprendió que la poesía debe ser un vaso de agua clara que se ofrece. Manantial del que ha surgido su último libro.
“La voz que me protege” es un libro nacido en mitad de la campiña madrileña, de su sierra norte durante el verano de 2018. Uno de esos libros que se escriben por impulso emocional, a modo de dietario, en los que el poeta no puede contener desazones y alegrías, esperanzas y miedos, sensaciones y ataraxias. Abierto y cerrado con dos sonetos en donde el temblor existencial habita, sus poemas aparecen titulados con las fechas de su confección. Hay tras ellos un hombre que busca el cobijo seguro de la palabra, ese que desde la infancia le acompaña, que se alimenta del sosiego de los amaneceres, de la bondad con la que las mañanas le visitan. Bien sabe la acechanza del tiempo en donde inexorablemente se interna, bien sabe la emboscada que ciertos informes, que espera, pueden tenderle, bien sabe que el abandono y el olvido pueden acudir. Pero conoce el escudo, el protector auxilio que el poema puede procurarle y a él se aferra. Necesita palabras y las encuentran. Necesita casarlas o enfrentarlas, y lo consigue. Necesita levantar muros en forma de versos, y los alza. Precisa construir la casa del poema, techarla, amueblarlo, ser su habitante… y lo alcanza. Porque no sabe vivir en otros lugares si no es entre las palabras y entre los que aman las palabras. Su cielo protector, la poesía. Por todo el libro se derrama la implacable y precisa sucesión de los días, el tórrido verano, la templanza de las vegetaciones, las noticias que le azoran, una esperanza feble, un hilo de algodón, la hebra de Ariadna que indica la salida a las preocupaciones. Y aparecen sus páginas teñidas por la horaciana comprensión de la Naturaleza amiga, ese campo de consuelos para el hombre que vive en la acechanza, en la duda del futuro, en el conflicto indeclinable de lo finito frente al tiempo. Y, claudiamente hablando, la voz que le protege, que le cuida, que le hace justo, que le sana.
Hemos escogido el poema con el que el poeta inaugura septiembre, el amarillo temor de lo que espera, la luz dorada de los alrededores, la soledad acompañada del sol cansado, la timidez de las nubes: esos hospitales en horizonte que juegan con el azul.
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Septiembre 1
Hoy la mañana gris se ha presentado
y auspicia una borrasca
con la duda que horada el pensamiento
de una tierra que siente el invierno y la nieve,
por los años vividos,
por tanta incertidumbre en el asfalto
mancillado de ruidos y de prisas:
sirenas, ambulancias, hospitales,
un tráfico agresivo y prepotente
y parques infantiles solitarios
–huidas ya la risa y la alegría
de la inocencia plena, conducida,
hacia el método impuesto–.
Sentado en este banco, el silencio
me grita el abandono de la voz
que a veces me acompaña y me saluda
y me ofrece palabras que disipan
las sombras. Claridad son y siempre
con su luz se despejan las tormentas,
nubes grises de dudas y temores
que, al final del verano, en la mañana,
parecen amenazas que desbordan los ojos.
Y esta tierra, en el banco, solitaria,
mira entre los visillos de las nubes
esperando la luz, la claridad
de una mañana alegre y luminosa.