Antes estuvo, siempre estuvo, siempre estuvimos en un tiempo que se va deshilvanando con lentitud, pero sin pereza. Hay un lugar en nuestro presente que ya fue presentido, y otros muchos que, vividos, respiran quedo en nuestros alrededores. Nada nuevo. En ese perfume pasan las horas, se quema el aire. En ese vaho inaprensible vive la poesía, mucho más que del hoy. Y sobre todo muchísimo más que de los mañanas. Hay poetas que se acercan así mismos desde ese desencadenamiento. Y aunque hay una potente corriente crítico-literaria que denuncia, como acto de soberbia interior, la construcción del poema en base al territorio del yo íntimo, y aunque añaden que el poema es un objeto público que se debe al conjunto de los hombres, es preciso declarar que no insisten lo suficiente. Que no logran cegar los manantiales del hombre solo. Un hombre es todos los hombres. Un volcán, con todas las diferencias, es todos los volcanes. Una intimidad busca otra con que encadenarse. Desde la modestia que él mismo atribuye a su voz, Eduardo Merino Merchán (Antes estuve yo, Vitruvio, 2017) está construyendo una obra sólida nacida de la exploración de lo que le perturba. Un hacer que crece desde la conexión que supone lo vivido con la conciencia de la finitud. Que busca explicar el gobierno de una existencia necesitada de, por y con los otros. Sin hacer balance, no es ese su propósito, sus poemas buscan la anotación emocional o moral de los instantes. Y aunque a veces duda de su capacidad en el trato con el lenguaje –hay varios textos en el libro sobre el asunto- y siempre agradece las lecturas, el poeta consigue de largo que al lector le asalten limpias las emociones, las sensaciones, los disturbios y las complacencias sobre las que construye. Tanto como limpia queda la ternura cierta, la certeza de que lo escrito viene provocado por la extensión y lo intenso de lo vivido. El poeta se exige esa veracidad. El necesario temblor. No le basta la socorrida verosimilitud. Por esa razón no escribiría. Como tampoco escribiría para contarnos, sino para contarse y ser compañía. Para romper la soledad a la que estamos destinados.
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Antes estuve yo
y busqué entre las piedras
las palabras que se agarraran
a tu nombre recién oscurecido
como un dolor de encinas calcinadas.
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Casas para la calma (II)
La lluvia de jazmines
que alfombra la mañana
de un jardín en rocío
la renuncia de agosto
a seguir siendo agosto
el ocio que se acaba
sin tiempo de escribirlo
el montón de palabras
apenas sin pasar la página
el poema que deja
su voz a media tinta
volver a saberse habitante
en un mundo delicado y confuso.
(Sitges, Sotavent, fin)