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Soler en NY / Foto: Marianela Medrano |
Al tiempo que un poeta tan cercano a todos como Rafael Soler abandona su predio más querido de la Glorieta de Bilbao, de El Comercial, para
irse a leer a Nueva York, llegan a Madrid poetas de residencia lejana para
acercarnos sus novedades. Vientos que mudan y transportan. La poesía es un pájaro ciego que teme de los lugares sellados, de las almas repetidas, de los límites.
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Foto: MC Barri |
Se anunciaba recia la tramontana. Era septiembre, 29 y viernes. Desde
Lugo (o así) acudió Miguel Ángel Curiel,
que es poeta celebrado en estas latitudes. Repetía en la librería Enclave de
Libros, ya estuvo en marzo a presentar El
nadador, su poemario anterior. Vino en esta ocasión a ofrecer Manaciones, su libro de Amargord en la colección .C que dirige Cecilia Quílez. Manaciones se compone de dos partes Pathos e Informe sobre la
belleza, esta última, dijeron, es reescritura de textos anteriores recuperados. Anunció el poeta que escribe por trilogías editoras y que volverá a editar Manaciones junto a otros dos próximos textos. Y que llamará Bendito a este nuevo proyecto. Es poeta,
pues, que vuelve sobre su obra, como se dice de JRJ. Que no olvida. Obra en marcha que decía el de Moguer.
Lo presentó Luis Luna, dijo que a Miguel Ángel le gusta enterrar las palabras para luego verlas crecer, que su escribir es arcilla maleable, y volvió a recordarnos su tendencia al poema inconcluso. Más que al
fragmento, al apunte. No se engaña ni nos engaña, sus textos se agotan cuando se
agota el manantial que los genera. No hay más estiramiento ni artificio. Digamos que el autor ya no es el remiso lector
que era, que ya no huye de la lectura pública. Escuchándole pudimos percibir en sus
poemas el dominio del negro como color que agudiza sus intenciones. Cumple en él
la misma función que el amarillo en Gamoneda.
A veces pozo a donde encaminarse, a veces puerta por donde escapar. El libro
tiene una cualidad novedosa: aunque no está pensado para edición francesa, toda
la segunda parte ha sido vertida al francés por la poeta Carole Gabriele, con quien alternó la lectura de poemas en ambas
lenguas.
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Foto: Javier Astasio |
El jueves cinco, con la tramontana soplando a pleno abismo,
encontramos refugio en la Librería Alberti, la que ha convertido su pequeño
escondite en ara de novedades. Hasta allí trajo la hispalense Vandalia Poemas
para leer en un centro comercial, el nuevo libro de Joaquín Pérez Azaústre., uno de
nuestros ocho autores cardinales. Se advirtió del libro que su origen data de hace unos diez años, de cuando El jersey rojo (2006), y que sus poemas,
generosos ellos, fueron cediendo sitio a otras inquietudes hasta que el
autor ha decidido ejecutar su hora. Es un libro largo que atiende a diversas
provocaciones. De él dijo su presentador Jacobo
Llano, y dijo bien, que dentro del ejército de máscaras que es un poeta,
algo que se agudiza en tan larga gestación, el libro mantiene una extraña
unidad en torno a un desencanto combativo, a una celebración escéptica. Sus poemas
nos hablan de las dificultades externas, y de la voluntad reflexiva. Que un
tono elegíaco tensa toda su dicción poética. No lo negó Joaquín cuando tomó la
palabra sino que lo subrayó. Como declaró lo evidente: su pasión por los mitos
cinematográficos, de los que bebe con frecuencia: Gilda, El padrino, Paul Newman, El graduado, que junto a las
anotaciones de la cotidianeidad vital y/o lectora forman el grueso de la
entrega. Vino desde Argel -a donde regresaba presto- para acompañar la edición
del libro. Y tuvo tiempo para dejar en el aire el poema que ofrecemos. En donde
lectura, cine, desencanto y Stefan Zweig traman el recorrido.
PETRÓPOLIS
La tolerancia no era
vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que
era ponderada como una virtud ética.
Stefan Zweig
El mundo de ayer
En esta habitación de hotel no soy un hombre,
ni soy un hombre más, ni un único hombre,
ni mucho más que un hombre a punto de morir.
El espejo del baño me muestra un hombre muerto,
que ya sabe que ha muerto,
que ya ha planeado exacta la liturgia
que añadirá hasta el fin de las horas contadas
y las pocas palabras que aún podrá escribir.
No serán más que éstas:
Yo
transcribí del sol
al lenguaje más vivo de todos los idiomas,
y crucé el continente en la calima
del fuego incandescente, su griterío en domingo,
la música de orquesta resonando
al volver de la tarde por el campo de Viena.
Yo acaricié en silencio la voz de Cicerón
y salvé su cabeza de los pies del senado,
y vi resucitar a Händel en Irlanda
con robustez titánica al Mesías,
y pude leer a tientas, en esa oscuridad
mecida un canto benévolo y tardío
la Elegía de Marienbad
de Goethe.
Era el mundo de ayer, ése era el mundo
que pudo ver nacer La
Marsellesa
tras tres horas geniales de una vida invisible,
en la estela fulgente del viejo Dostoievski
vivo como un león tras vencer al cadalso,
suave como el viento en la tumba de Tolstói.
La flor del balneario, las noches espectrales
de una mansión nodriza con todos mis amigos,
pabellón de reposo del palacio de invierno.
Ahora estoy aquí solo, en esta habitación
y no tengo ni rumbo, ni unas señas posibles,
ni tampoco una carta de alguien que me espere.
Los campos de exterminio no son ningún secreto,
ni la estrella amarilla cosida a la chaqueta
ni el expolio terrible de la casa de todos.
Ya no me queda tierra, ni barrio, ni ciudad.
No soy un hombre joven, y en esta habitación
morir al menos es un acto de conciencia.
He desaparecido. Ya no tengo ni nombre
y mis libros se queman, son el carbón del cielo.
No tengo identidad. No tengo rostro
ni nadie que me diga que soy Stefan Zweig
y que una vez amé la ceniza de Europa.