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Ilustración de José Caballero para
"Caballo verde para la poesía" |
Mis queridos – dijo el jefe
con voz que presagiaba disturbio interior– la tribu vive asediada. Mientras
estuvimos ocultos en el subte, nuestra invisibilidad nos protegía de pestes y alimañas,
pero ha bastado que algunos de nosotros se hayan infiltrado por las alcantarillas de
las pasarelas, o que otros hayan procurado hacerse notar alargando el cuello,
para que acudan con colmillos a nuestros alrededores. Una plana del diario El Mundo, la que intentaba mostrar que la poesía sirve para el medro entre la jet, ha venido a levantar cien costras. Y ahora todos se atreven. Cursis o fracasados sin
remedio son calificativos que se usan como astillas. ¿Debemos defendernos? ¿Contraatacar?
¿Volver a la caverna? ¿Hacernos el rajoy, quiero decir seguir como si no nos
enteráramos? Aquí sobre la mesa –y lo
puso ante los ojos en miel de la becaria- les dejo este escrito firmado por
Alejandro Zambra (chileno y novelista) que apesta a renegado de la causa. En un par de horas quiero otro, de similar extensión, que
organice una respuesta coherente. A las armas. Punto por punto.
Contra los poetas
"A
los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han publicado poemas en
revistas y antologías, han participado en talleres, han escrito artículos para
anuarios escolares y quizá han concedido una o dos precoces entrevistas.
Ya tienen listos sus primeros libros, que están a punto de aparecer en
editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por ahora eso no importa.
Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los gerundios, de los signos de
exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente Huidobro, a Delmira
Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los unos a los otros, en
interminables sesiones sólo a veces amistosas.
A
los veinticinco años ya han renegado de esos primeros poemas, que consideran
lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la madurez como poetas,
que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. El segundo
libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero indudablemente es mejor
que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz propia y mientras tanto
planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero nadie quiere escribir el
prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en crítico literario.
A
los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos en
antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido excluidos de otras
tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por momentos escriben
solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas exclusiones. Han
publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado dos editoriales y
cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se afirma que han
participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y que sus libros
han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les han traducido solamente
un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya es mérito suficiente.
Recién
a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando los presentan como
poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que aconsejan a sus alumnos que
eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que declaren la guerra a los
puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les inculcan la suprema
libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante larga de palabras:
vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo, ocaso, alma, espíritu,
corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y de logopoeia, pero se
enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas de dieciséis años y
las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto una foto de Alejandra
Pizarnik.
A
los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como poetas jóvenes, pues
sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez irreversible. Los
poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la gente la llamada
crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener cuarenta años. De
ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto inofensivos. Es más fácil
incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los recitales y aplaudirlos sin
énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras, verdaderos fracasados.
Para
que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando, señales
equívocas. A los cincuenta, a los sesenta, a los setenta años los poetas
ganarán dos o tres premios menores; tímidos estudiantes de pregrado y quizás
alguna bella doctora norteamericana analizarán sus libros, que tal vez serán
traducidos al francés, al alemán, al griego o al menos al argentino. Por lo
demás, siempre habrá alguna editorial emergente interesada en rescatarlos del
olvido.
Da
lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de un premio, de una
pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur, lo que sea.
Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes
ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo les pregunta
para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista. Ellos
suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía salvará
al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y
aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón."