
Habló Jorge de Arco. El hombre que volvía. El hombre que escribió. Del dolor del regreso en la escritura. Con la voz en penumbra. Lleno el trastero de Libertad 8, y escuchaba. De su felicidad por estar en Rialp, en el enjuto lienzo del papel de Adonais. Bien sabe él lo difícil que resulta conseguir un San Juan de la Cruz. Un decir de melancólico temblor se hizo presente desde el poema inicial. Yo sentí más humano el paso de los versos. Unos versos tallados, poderosos de piedra, ahítos de rigor, de afán arqueológico, necesarios tal vez para no desbordar el desaliento. Firmes sillares con los que levantar la nueva casa alrededor. Sentí su voz como una invitación.
He estado en esa casa que habitaste, Jorge. La casa que tú eras. Y necesito volver otra vez a su lectura. Guarnecida como está por Yolanda y las pomas del armario, por el férvido temor de tu regreso. Las huellas de “La casa que habitaste”, de tu memoria
.
A veces la memoria es una casa
por habitar, un ámbito
oscuro, al que se accede
a través de un postigo que carece de llave,
pero que se resiste
a ser abierto.
Empujas
inútilmente. Un llanto
te llega desde el fondo
de las habitaciones desoladas,
y no hay nadie dentro, nadie vivo.
Nadie vive en sus largos corredores,
en sus salas de muebles polvorientos,
y sin embargo, queda
el eco lastimado
de unas pisadas que no cesan nunca
de resonar en los sombríos huecos
del corazón.
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