martes, 2 de septiembre de 2025

EL PAISAJE Y LOS TRENES: Eladio Cabañeo

 

        Bien conocido es que hombre y paisaje son dos realidades que confluyen, que tienden al vértice. Bien los saben los poetas que han nacido o habitan con amplitud el territorio Mancha, extensiones sobre las que ahora nos detenemos y ocupan. Es esta tierra de llanos cardinales, de anchos en donde el cielo completa su desnuda semiesfera, donde la luz no halla obstáculos y el hombre se resuelve en punto, en minúsculo centro. Un centro tan endeble en dimensiones como poderoso en su vertebración, centro en donde la conciencia del tiempo y el espacio logran junto lugar en donde residir. Digamos pronto que hasta el segundo tercio del siglo XX esta Mancha ciudadrealeña, desde donde escribo, no tuvo poeta cierto, y cuando lo tuvo —hablo de Juan Alcaide— hizo patente que nacía desde la antedicha necesidad recíproca del hombre y el paisaje. Aunque tal vez más como cantor de un paisaje idealizado que como elemento del mismo, tal vez más como mediador que como sujeto íntimo, pero con él quedó el conflicto levantado. La Mancha es un paisaje geográfico que necesita para su verdad hacerse carne tanto como papel escrito. Fue en esta llanura que une cuatro provincias, en este secarral en donde el agua debe elegir entre desaparecer camino de los vientres hondos o quedarse a crear el sosegado sollozo de sus lagunas, donde Cervantes vio y sintió la más alta excitación de la cordura. La más universal. De ahí que el mexicano Carlos Fuentes propusiera en Cartagena de Indias llamar Territorio Mancha al conjunto de los hablantes del castellano, a los hijos de Cervantes. El mayor país del mundo.

Tras el valdepeñero Juan Alcaide (1907-1951) vinieron otros poetas que del paisaje y sus modos crearon los horizontes hacia donde dirigir y organizar sus miradas, a más de saberlos tema para la preocupación indagatoria, dimensiones sobre las que preguntarse; en la advertencia que algunos de ellos fueron y han ido más allá: lo encontraron y lo encuentran en su latir, porque tanto lo han hecho íntimo que lo saben y sienten entraña, elemento constitutivo e irreductible. Sospecharon con acierto que paisaje y hombre no son sustancias distintas, aunque a veces se contrapongan o parezcan adversarias. Así, por citar solo a los contemporáneos, digo de Miguel Galanes y su Añil en donde se convierte en Guadiana descorazonado; de José Luis Morales que amalgama emociones, infancia y río Jabalón; de Pedro A. González Moreno cuando dicta y obliga que un hombre es su paisaje; de Teo Serna, incapaz de abandonarlo incluso físicamente o del Federico Gallego Ripoll que deja escrito: «Alguien parte al exilio // Y no sé si soy yo / el hombre que se va / o el país que se queda».

Pocas geografías como la manchega para la tensión espiritual, pocas cuya esencialidad resida en la pureza de los elementos lineales que la configuran. Aquí todo se fía tanto a la poderosa ausencia de verticales como a la exactitud serena de la horizontalidad, sus dos invisibles coordenadas: la del vacío, la de la latitud. Apenas alguna mota que se eleva, un cauce que se insinúa o la ondulación de un surco guardan el desvelo y la extrañeza de las curvas. Paisaje en donde la estatura la marca el individuo y la escasez del árbol. Llanos para larguísimos caminos, donde pasos y ruedas se obligan a lentos diálogos con las lejanías, a medirse en ellas. Tierras en liego que los años finales del XIX y las manos labradoras poblaron de viñas y cuevas excavadas. Suelos calizos, permeables, siempre dispuestos al sudor de los pozos y las frentes, al amor de los penosos trabajos y los arracimados frutos. Espartales que son hambre de agua. Territorios todos a los que Natividad Cepeda, poeta de y en Tomelloso, ha entregado su voz y su afán. Campos de donde Benjamín Palencia extrajo la cantora solidez de sus colores y Gregorio Prieto la línea, el gozo y la voluptuosidad. Lugares en los que vivió su niñez y desamparo Eladio Cabañero, a quien deseo llegar.

Tenía Eladio sus manos grandes, dicen. No llegué a conocer su persona. Tomellosero desde 1930, de niñez huérfana a causa de los fusilamientos y ayudador agrícola en sus infantiles años, tuvo una juventud obrera de andamios y albañiles. Dicen que llevaba el palustre y la llana de su esportillo en armónica revuelta con los libros de Machado. «Ya ves —cuentan que decía por entonces su madre—, con la ruina que tenemos en casa y a mi Eladio le ha dado por la poesía». Yo digo ahora que es el poeta que salvó a su tierra, a su anchurosa tierra, de un anciano abandono lírico y espiritual. Y lo digo porque él fue tierra y lenguaje al mismo tiempo, argamasa. Su verso jamás es descripción intencionada del paisaje sino desvelo, emoción, cuna y fraternidad con él. Dicen que durante su estancia madrileña (a donde le llevaron los amigos) nunca abandonó lo sentencioso, la nostalgia socarrona y el orgullo de la luz y del esfuerzo de sus paisanos. Es sabido que al mundo lo hizo Dios, pero a Tomelloso lo hicieron sus primeros pobladores, aquellos que a: «unas tierras sin fondo, plagadas de hitas y pedregales… convirtieron en menos de un siglo en un verdadero mar de hileras de viñas o de surcos de sembradío», escribió.

Fue poeta del sol y sus oestes, de palabra rotunda y conmovida, hombre terco y humilde, hecho al fluir del tiempo con retales de sí mismo, acarreados siempre desde la verdad de los recuerdos, de lo leído, de lo sentido. Traigo aquí las impresas primeras palabras de su libro inicial, Desde el sol y la anchura: «Con norte y sur, con este y con oeste / estoy aquí varado en mi llanura», huella de donde nunca se movió —ni aún estando en Madrid— porque él era la llanura cardinal, la tierra que sus enormes manos había acariciado y cribado.

Dijo de él su amigo Manuel Alcántara que tuvo una infancia terrible y un final en descuido, pero que en su mitad hubo momentos felices y que sus amigos le quisieron mucho y cuando le hizo falta lo protegieron. No escribió demasiado ni publicó en exceso. Al título citado siguieron Una señal de amor, Recordatorio y Marisa Sabia y otros poemas. Cuatro libros en total y algunos que otros poemas sueltos, como el impresionante «Autorretrato en segunda persona» escrito en 1970 y que puso fin declarado a su escritura. Se negó a seguir en ella a los cuarenta años. «Nadie me dijo — respondía a quienes le preguntaban— que escribiera, nadie que dejara de hacerlo».

Nada de la poesía ni de los poetas de La Mancha sería igual tras él. Hasta el viento lo recuerda. Yo le tuve bien leído antes de escribir mi primer verso. Decía Eladio que la poesía era para él “un rostro general y emocionante”. En consecuencia escribía. Al hilo de ello quiero traer aquí uno de los poemas en donde lo veo —y le veo— con más claridad. Habla el poema de un niño, biografía de nueve años, trabajador del campo, a cuyos ojos de desamparo y frío acuden mundos novedosos, trenes de esperanza. Ese contraste permanente que, como en este caso, sufre el hombre entre lo vivido y lo soñado puede ser y es germen intenso de poesía, sobre todo cuando la tierra es fértil y conoce la escarcha su lenguaje. Hablo del poema «Los trenes» que forma parte de Recordatorio y del que con Carlos Sahagún hablamos en ocasiones hasta recitárnoslo mutuamente.

 

LOS TRENES
 
 Aquel invierno estuve sarmentando
 la viña de mi abuelo, Eladio López,
 el que volvía del campo sin camisa
 y sin blusa por dar a los mendigos,
 pues él creía que el hombre bien merece
 ser hermano de todos, no otra cosa.
 ¿Qué más iba a decir?; aquel invierno
 estuve sarmentando aquella viña
 que era pequeña, y más de los ajenos,
 viendo brillar la escarcha de diciembre
 que era fría y hermosa y, tío Candelas,
 el podador, hermano de mi madre,
 con sus ojos de campo me observaba
 mirando el horizonte allá perdido
 por detrás de los pájaros volantes.
 Tenía yo nueve años. Trabajaba
 sin muchas fuerzas. Yo pensaba entonces
 en cosas como estas que ahora escribo:
 en lo estrecho de pecho que es el hombre
 en los tiempos de guerra y de venganza,
 cuando la gente aguanta las pezuñas
 con odio, acobardada, sin defensa;
 todo esto es verdad que lo pensaba
 mientras los trenes de Madrid-Valencia
 pitaban y yo ataba mis gavillas,
 helado y mal vestido, ya hace años…
 A pesar que el recuerdo llega turbio
 como un documental retrospectivo
 con las caras borrosas, todavía
 veo que me miraba tío Candelas
 atentamente, sí, que me ayudaba
 a valerme otras veces o citábame
 palabras de la Biblia entre aquel frío
del 40 y su hambre o que rimaba
 su coplilla octosílaba manchega:
 
 «Sobrino Eladio, te digo
 que no te entretengas tanto
 en mirar por Riozáncara
 los trenes que van pasando».
 
 Era que a dos kilómetros pasaban
 muchos desconocidos en los trenes,
 era que el mundo estaba en otra parte
 y nadie ve la vida ni se entera
 de casi nada, y era que las gentes
 mal se conocen entre sí ni se aman
 lejos unos de otros. Yo veía
 el tren muy negro y largo en la llanura,
 silbante, con su humo y sus bolliscas,
 pasar hacia otro mundo de esperanza,
 no de engaño y de luto, pues los pobres
 dan en creer en la milagrería,
 en que unas gentes vendrán a salvarles
 en un tren como aquellos que pasaban;
 dan en creer los pobres esas cosas
 cuando son niños, siempre trabajando
 y sin salir del pueblo para nada.
 

Y es que, como bien señala el poeta, por aquel anchurón de tierra parda y oscura, tomellosera, por aquellos cuerpos doblados sobre las gavillas —única posibilidad de vida y de calor— pasaba, lenta en sus gestos, humeante y sonora, la noticia de otros mundos posibles, aunque ajenos. La imagen de aquel niño mal vestido, juguete del paisaje, capaz de alzar los ojos y soñar, aquel niño que desde que terminase la guerra había vivido para el sudor, para ser tierra raíz, nunca se ha borrado de mi memoria poética y vital. Tal vez por eso, cuando apenas sospeché que ya sabía pergeñar los caminos del verso en el papel, me atreví a responder al poeta con algunas palabras que me hablasen. Así nació el poema «Antes de Eladio (Después de leer Los trenes)», levantado con tantas razones de deuda y paráfrasis como de ingenuidad, que no figura hasta hoy en ninguno de mis libros editados, y que dice:

 

ANTES DE ELADIO
(Después de leer «Los trenes»)
 
Antes de Eladio
antes de que su voz
descendiera y poblase, hubo un tiempo,
un invierno en que estuve atravesando
con mi tío los campos de La Mancha.
 
Bajábamos en tren hacia Valencia,
y era el caso que amaba yo esa tierra
que entonces nadie amaba
y a los trigos oscuros
que guardan su calor. Eran
paisaje frío y viñas, gentes
que apenas destacaban de las cepas,
los míseros gañanes en camisa,
libres bajo la luz, que ensarmentaban
esqueletos y brotes,
rencor de guerra.
 
Cruzábamos en tren aquel invierno,
y eran las tierras anchas, ateridas,
pasiva indiferencia. Eran campos
de mujeres en pie que con pañuelos
ocultaban su pelo y la abundancia
de los vientres henchidos; duras vidas,
viento largo de sueños.
Por olvido humillados, seca brasa
los varones, repartidos y serios
por los ajenos trozos,
con gleba y alfabetos calizos en los labios
aunque a veces cantasen
intenciones y coplas.
 
Yo veía las sombras
ciertas, que atrás dejábamos;
tal vez fueran de gentes que habitaran
quieta, serenamente,
las casas que antes fueron de sus padres,
que con afán colmaran las galeras,
que en sus patios
bajo aleros dejasen vivir las golondrinas,
que rezaran felices
cuando al mediar el sol
pusieran pan
en la mesa desnuda y agua clara.
Y es que yo era tan solo doce edades
y algo propenso a la milagrería
del tiempo, a creer que no era tierra
que debiera morir, ni sus canciones,
que no era mundo
para estar sin poetas.
 
Era, que antes de Eladio
la gente reducía su esperanza,
que negros y largos,
en los años de invierno,
los trenes iban lentos por La Mancha
a la espera, quizás, que algún muchacho,
cetrino, sin un padre,
en el trigo perdido o en las viñas
levantase los ojos y mirara.
 

Y tal vez y porque en ese mundo de redondos litorales, en esa tierra de donde el cardo y el pájaro hablan del paraíso y los infiernos, en este lugar donde la luz comienza y termina, en ese paisaje literario y vital que es La Mancha, en esa agrimensura de diástoles y vacíos, suena —a mí me sueña todavía— la voz, la cirujana delicadeza de la voz de Eladio, su poeta. Valga


 

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