Bien conocido es que hombre y paisaje son dos
realidades que confluyen, que tienden al vértice. Bien los saben los poetas que
han nacido o habitan con amplitud el territorio Mancha, extensiones sobre las
que ahora nos detenemos y ocupan. Es esta tierra de llanos cardinales, de
anchos en donde el cielo completa su desnuda semiesfera, donde la luz no halla
obstáculos y el hombre se resuelve en punto, en minúsculo centro. Un centro tan
endeble en dimensiones como poderoso en su vertebración, centro en donde la
conciencia del tiempo y el espacio logran junto lugar en donde residir. Digamos
pronto que hasta el segundo tercio del siglo XX esta Mancha ciudadrealeña,
desde donde escribo, no tuvo poeta cierto, y cuando lo tuvo —hablo de Juan
Alcaide— hizo patente que nacía desde la antedicha necesidad recíproca del
hombre y el paisaje. Aunque tal vez más como cantor de un paisaje idealizado
que como elemento del mismo, tal vez más como mediador que como sujeto íntimo,
pero con él quedó el conflicto levantado. La Mancha es un paisaje geográfico
que necesita para su verdad hacerse carne tanto como papel escrito. Fue en esta
llanura que une cuatro provincias, en este secarral en donde el agua debe
elegir entre desaparecer camino de los vientres hondos o quedarse a crear el
sosegado sollozo de sus lagunas, donde Cervantes vio y sintió la más alta
excitación de la cordura. La más universal. De ahí que el mexicano Carlos
Fuentes propusiera en Cartagena de Indias llamar Territorio Mancha al conjunto
de los hablantes del castellano, a los hijos de Cervantes. El mayor país del
mundo.
Tras el valdepeñero Juan Alcaide
(1907-1951) vinieron otros poetas que del paisaje y sus modos crearon los
horizontes hacia donde dirigir y organizar sus miradas, a más de saberlos tema
para la preocupación indagatoria, dimensiones sobre las que preguntarse; en la
advertencia que algunos de ellos fueron y han ido más allá: lo encontraron y lo
encuentran en su latir, porque tanto lo han hecho íntimo que lo saben y sienten
entraña, elemento constitutivo e irreductible. Sospecharon con acierto que
paisaje y hombre no son sustancias distintas, aunque a veces se contrapongan o
parezcan adversarias. Así, por citar solo a los contemporáneos, digo de Miguel
Galanes y su Añil en donde se convierte en Guadiana descorazonado; de
José Luis Morales que amalgama emociones, infancia y río Jabalón; de Pedro A.
González Moreno cuando dicta y obliga que un hombre es su paisaje; de Teo
Serna, incapaz de abandonarlo incluso físicamente o del Federico Gallego Ripoll
que deja escrito: «Alguien parte al exilio // Y no sé si soy yo / el hombre que
se va / o el país que se queda».
Pocas geografías como la manchega para
la tensión espiritual, pocas cuya esencialidad resida en la pureza de los
elementos lineales que la configuran. Aquí todo se fía tanto a la poderosa
ausencia de verticales como a la exactitud serena de la horizontalidad, sus dos
invisibles coordenadas: la del vacío, la de la latitud. Apenas alguna mota que
se eleva, un cauce que se insinúa o la ondulación de un surco guardan el
desvelo y la extrañeza de las curvas. Paisaje en donde la estatura la marca el
individuo y la escasez del árbol. Llanos para larguísimos caminos, donde pasos
y ruedas se obligan a lentos diálogos con las lejanías, a medirse en ellas.
Tierras en liego que los años finales del XIX y las manos labradoras poblaron
de viñas y cuevas excavadas. Suelos calizos, permeables, siempre dispuestos al
sudor de los pozos y las frentes, al amor de los penosos trabajos y los
arracimados frutos. Espartales que son hambre de agua. Territorios todos a los
que Natividad Cepeda, poeta de y en Tomelloso, ha entregado su voz y su afán.
Campos de donde Benjamín Palencia extrajo la cantora solidez de sus colores y
Gregorio Prieto la línea, el gozo y la voluptuosidad. Lugares en los que vivió
su niñez y desamparo Eladio Cabañero, a quien deseo llegar.
Fue poeta del sol y sus oestes, de
palabra rotunda y conmovida, hombre terco y humilde, hecho al fluir del tiempo
con retales de sí mismo, acarreados siempre desde la verdad de los recuerdos,
de lo leído, de lo sentido. Traigo aquí las impresas primeras palabras de su
libro inicial, Desde el sol y la anchura: «Con norte y sur, con
este y con oeste / estoy aquí varado en mi llanura», huella de donde nunca se
movió —ni aún estando en Madrid— porque él era la llanura cardinal, la tierra
que sus enormes manos había acariciado y cribado.
Dijo de él su amigo Manuel Alcántara que
tuvo una infancia terrible y un final en descuido, pero que en su mitad hubo
momentos felices y que sus amigos le quisieron mucho y cuando le hizo falta lo
protegieron. No escribió demasiado ni publicó en exceso. Al título citado
siguieron Una señal de amor, Recordatorio y Marisa
Sabia y otros poemas. Cuatro libros en total y algunos que otros poemas
sueltos, como el impresionante «Autorretrato en segunda persona» escrito en
1970 y que puso fin declarado a su escritura. Se negó a seguir en ella a los
cuarenta años. «Nadie me dijo — respondía a quienes le preguntaban— que
escribiera, nadie que dejara de hacerlo».
Nada de la poesía ni de los poetas de La
Mancha sería igual tras él. Hasta el viento lo recuerda. Yo le tuve bien leído
antes de escribir mi primer verso. Decía Eladio que la poesía era para él “un
rostro general y emocionante”. En consecuencia escribía. Al hilo de ello quiero
traer aquí uno de los poemas en donde lo veo —y le veo— con más claridad. Habla
el poema de un niño, biografía de nueve años, trabajador del campo, a cuyos
ojos de desamparo y frío acuden mundos novedosos, trenes de esperanza. Ese contraste
permanente que, como en este caso, sufre el hombre entre lo vivido y lo soñado
puede ser y es germen intenso de poesía, sobre todo cuando la tierra es fértil
y conoce la escarcha su lenguaje. Hablo del poema «Los trenes» que forma parte
de Recordatorio y del que con Carlos Sahagún hablamos en ocasiones hasta
recitárnoslo mutuamente.
LOS TRENES
Aquel invierno estuve sarmentando
la viña de mi abuelo, Eladio López,
el que volvía del campo sin camisa
y sin blusa por dar a los mendigos,
pues él creía que el hombre bien merece
ser hermano de todos, no otra cosa.
¿Qué más iba a decir?; aquel invierno
estuve sarmentando aquella viña
que era pequeña, y más de los ajenos,
viendo brillar la escarcha de diciembre
que era fría y hermosa y, tío Candelas,
el podador, hermano de mi madre,
con sus ojos de campo me observaba
mirando el horizonte allá perdido
por detrás de los pájaros volantes.
Tenía yo nueve años. Trabajaba
sin muchas fuerzas. Yo pensaba entonces
en cosas como estas que ahora escribo:
en lo estrecho de pecho que es el hombre
en los tiempos de guerra y de venganza,
cuando la gente aguanta las pezuñas
con odio, acobardada, sin defensa;
todo esto es verdad que lo pensaba
mientras los trenes de Madrid-Valencia
pitaban y yo ataba mis gavillas,
helado y mal vestido, ya hace años…
A pesar que el recuerdo llega turbio
como un documental retrospectivo
con las caras borrosas, todavía
veo que me miraba tío Candelas
atentamente, sí, que me ayudaba
a valerme otras veces o citábame
palabras de la Biblia entre aquel frío
del 40 y su hambre o que rimaba
su coplilla octosílaba manchega:
«Sobrino
Eladio, te digo
que no te
entretengas tanto
en mirar por
Riozáncara
los trenes que
van pasando».
Era que a dos kilómetros pasaban
muchos desconocidos en los trenes,
era que el mundo estaba en otra parte
y nadie ve la vida ni se entera
de casi nada, y era que las gentes
mal se conocen entre sí ni se aman
lejos unos de otros. Yo veía
el tren muy negro y largo en la llanura,
silbante, con su humo y sus bolliscas,
pasar hacia otro mundo de esperanza,
no de engaño y de luto, pues los pobres
dan en creer en la milagrería,
en que unas gentes vendrán a salvarles
en un tren como aquellos que pasaban;
dan en creer los pobres esas cosas
cuando son niños, siempre trabajando
y sin salir del pueblo para nada.
Y es que, como bien señala el poeta, por
aquel anchurón de tierra parda y oscura, tomellosera, por aquellos cuerpos
doblados sobre las gavillas —única posibilidad de vida y de calor— pasaba,
lenta en sus gestos, humeante y sonora, la noticia de otros mundos posibles,
aunque ajenos. La imagen de aquel niño mal vestido, juguete del paisaje, capaz
de alzar los ojos y soñar, aquel niño que desde que terminase la guerra había
vivido para el sudor, para ser tierra raíz, nunca se ha borrado de mi memoria
poética y vital. Tal vez por eso, cuando apenas sospeché que ya sabía pergeñar
los caminos del verso en el papel, me atreví a responder al poeta con algunas
palabras que me hablasen. Así nació el poema «Antes de Eladio (Después de leer
Los trenes)», levantado con tantas razones de deuda y paráfrasis como de
ingenuidad, que no figura hasta hoy en ninguno de mis libros editados, y que
dice:
ANTES DE ELADIO
(Después de leer «Los trenes»)
Antes de Eladio
antes de que su voz
descendiera y poblase, hubo un
tiempo,
un invierno en que estuve atravesando
con mi tío los campos de La Mancha.
Bajábamos en tren hacia Valencia,
y era el caso que amaba yo esa tierra
que entonces nadie amaba
y a los trigos oscuros
que guardan su calor. Eran
paisaje frío y viñas, gentes
que apenas destacaban de las cepas,
los míseros gañanes en camisa,
libres bajo la luz, que ensarmentaban
esqueletos y brotes,
rencor de guerra.
Cruzábamos en tren aquel invierno,
y eran las tierras anchas, ateridas,
pasiva indiferencia. Eran campos
de mujeres en pie que con pañuelos
ocultaban su pelo y la abundancia
de los vientres henchidos; duras
vidas,
viento largo de sueños.
Por olvido humillados, seca brasa
los varones, repartidos y serios
por los ajenos trozos,
con gleba y alfabetos calizos en los
labios
aunque a veces cantasen
intenciones y coplas.
Yo veía las sombras
ciertas, que atrás dejábamos;
tal vez fueran de gentes que
habitaran
quieta, serenamente,
las casas que antes fueron de sus
padres,
que con afán colmaran las galeras,
que en sus patios
bajo aleros dejasen vivir las
golondrinas,
que rezaran felices
cuando al mediar el sol
pusieran pan
en la mesa desnuda y agua clara.
Y es que yo era tan solo doce edades
y algo propenso a la milagrería
del tiempo, a creer que no era tierra
que debiera morir, ni sus canciones,
que no era mundo
para estar sin poetas.
Era, que antes de Eladio
la gente reducía su esperanza,
que negros y largos,
en los años de invierno,
los trenes iban lentos por La Mancha
a la espera, quizás, que algún
muchacho,
cetrino, sin un padre,
en el trigo perdido o en las viñas
levantase los ojos y mirara.
Y tal vez y porque en ese mundo de
redondos litorales, en esa tierra de donde el cardo y el pájaro hablan del
paraíso y los infiernos, en este lugar donde la luz comienza y termina, en ese
paisaje literario y vital que es La Mancha, en esa agrimensura de diástoles y
vacíos, suena —a mí me sueña todavía— la voz, la cirujana delicadeza de la voz
de Eladio, su poeta. Valga
F