jueves, 12 de septiembre de 2019

Dos poemas de Miguel Ángel Yusta: De "Reflejos de un espejo roto"




        No es un espejo roto sino un corazón trilzado. El libro del aragonés Miguel Ángel Yusta se dirige al centro mismo del combate. Al lugar en donde el tiempo hiere y sólo hay una certidumbre futura. No quiere hablar de amor, confiesa cada vez que lo nombra, porque supo que es la única arma vencedora. Y carece. Todo en sus territorios camina hacia la soledad, hacia la noche, hacia el gran agujero. Un poeta es aquel capaz de rodearlo con levedades de tiza. Y advertirse. Miguel Ángel lo ha hecho. Miguel Ángel es la deleble voluntad de acero de quien se siente atraído hacia y desea avisarse. Avisarnos. El que pretende cercar el abismo con señales y palabras por si. En Reflejos de un espejo roto, que ha editado Lastura, no hay otra cosa sino la verdad levantada de un hombre que anota, mirándola, la avaricia en los ojos de la ausencia. Es el desnudo testimonio de  aquello que alguna vez fue deseo y ahora se nos devuelve como un triste azar manoseado. Hay en sus poemas desconsuelo y compromiso. Con la vida, con lo vivido. Entre los textos del libro, rodando por las páginas, resiste la fortaleza de la música y sus fuentes, queda el don de la amistad sin culpas, pervive la pureza, la paz, con las cosas que ya nada pretenden. El sosiego. Y el monolito húmedo de la esperanza, de la memoria. No tanto como barandas verdes desde donde seguir contemplando, esperando, sino como palacios de fe en donde hallar refugio cierto ante lo silencioso. Y aunque el hombre, el poeta, sabe que lo implacable habita emboscado la luz de un próximo amanecer, no cesará en el canto; al igual que no cesa la lluvia de escribir sobre las playas lentas. Y él allí, solo, enhiesto, justo, junto a la poesía, aguardando tranquilo la voz del mar.  
 


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34

Escucho en soledad todas las noches,
sumido en la penumbra, la música del alma.
Allí están mis amigos
Mozart, Chopin, Beethoven,
Wagner, Verdi, Puccini
y tantos que perviven en el tiempo
como dioses magníficos, rodeados de luz.
La melodía cubre los espacios,
el tiempo se detiene, suspendido.
Ya nada importa, sino la belleza.
Me siento tan cercano
de aquellos instrumentos y las voces 
que apenas me doy cuenta
de que fuera, en el mundo,
a pesar de poemas y de música
cada mañana empezará una guerra.

37

Sobre el oscuro monte, luz de luna
proyectada en el hombre, pequeño e invisible.
Como el rayo de un dios, cabalga en el espacio
y aquí, sobre la tierra humedecida,
solo cabe el silencio.
La sangre y el dolor no cesan en la noche:
ella lo sabe y  llora.
Son de lluvia y ceniza los tiempos de tristeza.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Consejo de redacción de septiembre: De añil manchego


   
Acrílico de Eusebio Loro



        Volvió el Jefe teñido de añil manchego. Dice que en estos últimos días estuvo en el Patio de Comedias de Torralba, en el Palacio de Santa Cruz de Mudela y en la Bodega valdepeñera de los A-7. Y en todos los lugares ejercitando los útiles oficios de escuchar poesía y degustar gin-tonic. Saludos y bien hallados –dijo con voz serena–, vayamos al asunto. A veces nos ocurre a los españoles que buscamos vestir el poema de hálito poético, de trascendencia lingüística y de exceso de estilo. Que se vea a lo lejos, como en rotonda, que es poema. En fin, que solemos ponernos estupendos y con traje de domingo frente al folio o la pantalla. Parece, me dijo Doce, que los anglosajones lo ven de otra manera. La becaria pensó callando: Ashbery también? La defensa del “escribir como se habla” es asunto que se vocea con énfasis y aprecio en las con(versaciones), pero después, sobre el tablero escribidor, el torero se estira y se perfila hasta gustarse. Pretende que se noten sus trazos cultos, sus metáforas ocurrentes, la novedad constructiva. Y suele ocurrir, no siempre por fortuna, que todos esos esfuerzos no son sino postizos miriñaques con que cubrir un poema huero, impostaciones que a menudo solamente consuelan a su autor. Tire la primera piedra aquel que…. (No ha tomado tanto el sol como parece, se guardó para sí el redactor colmillo) No hablo –prosiguió– de aceptar lo socorrido como lugar donde vivir, sino de que el poema nos permita vivir dentro de él sin hacernos sentir extraños, que sea algo así como una casa amable: sin lujos inútiles ni pretensiones de nuevo rico. También ayuda que no intente solucionar los enigmas universales que los griegos dejaron para ahora, sino que tenga por ambición sencilla ser un discurso, un canto que desvele o remarque algún instante vivido o sospechado. En próximos consejos hablaremos de si un poema debe vencer al lector o llevarle de la mano. Y de cómo debe residir en barrios alejados de las costumbres y las certidumbres.
Nadie argumentó en favor ni en contra. Suele ser la norma en el primer Consejo de la temporada. Y está bien.