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Manuel Cortijo Rodríguez |
Titula Manuel Cortijo Rodríguez con la palabra
Estancias
su tercer poemario. Los anteriores fueron Memoria de los usado (2012) y Los
dones de la luz (2015). Estancias, lugares donde morar, donde el
espíritu busca reconocerse y el cuerpo halla sosiego. Es Manuel Cortijo poeta
de ritmo intenso y muy capaz de sostenerlo en la construcción del verso,
durante el hacer del poema. Siempre lo ha sido, pero en este Estancias,
editado por Huerga y Fierro, alcanza su cenit. Es imposible para un lector avisado no remitirse durante su lectura a lo mejor de Rosales,
a Claudio e incluso a Eladio Cabañero como rumor lejano. Rumor que no estorba
ni la claridad ni la frescura de su discurso. Pero el libro, dotado de enorme personalidad, es algo más que su atrayente
forma constructiva, que su voz potente y definida. Su corpus aparece dividido en cuatro
territorios: tras la palabra y el tiempo como escenario iniciai, el mar –paisaje vocación–
conforma la segunda estancia; la tercera se articula alrededor de la casa
recordada y perdida, para finalizar volcándose en el amor como redención, como
justificación y destino.
Una brisa elegíaca
y al tiempo celebrativa recorre el poemario, en donde la primera persona del yo
poético se convierte en un sujeto lírico poderoso: agente a veces, a veces contemplativo. Pero siempre
dispuesto a entender la existencia como una debilidad consentida y una aventura fugaz, a las que sólo la autenticidad del vivir, a pesar de los daños cotidianos, la fe en la
palabra como senda y la memoria como conspiración son capaces de ofrecer refugio
íntimo, cobijo ante lo incierto y lo seguro de su horizonte final. Hay también
la presencia del tiempo como juez inflexible, más evidente en las estancias en
que el poeta, siempre deleble, se enfrenta con la seguridad del mar. Y hay un
tiempo testigo que recuerda y vigila. Como cuando aquel niño, que ya es vida
pretérita, aparece recogiendo sus últimos enseres en lo que fue su casa: vuelvo a entrar otra vez para buscarme/ en
las ropas gastadas. Así mismo es posible encontrar –derramada con precisión
en las páginas– una afinada percepción de lo intangible, algo muy propio de su
enorme sensibilidad como poeta. Del mismo modo que, concentrada en los últimos poemas,
la canción del amor golpea presentes, pasado y futuros: dos sueños rotos, no: un solo sueño, dice. Una reposada lectura nos indica que la
tentación de lo ardido, el afán de la luz más alta, la claridad que nos desvela
apenas poseída y los devastados caminos que el tiempo ofrece, son cardinales
indispensables en este habitar lo perdido y lo esperado que supone Estancias.
Señalemos que
nuestro autor dedica bastantes de los poemas a mujeres significativas para él,
tanto por su amistad poética como personal. Así como el acierto de abrazar las
citas, de poetas bien leídos, incorporándolas en el interior de los poemas,
haciéndolas suyas, vividas. Por último, decir que el libro viene precedido por
un magnífico prólogo de Juan Pedro Carrasco García en donde se señalan los
senderos por los que caminar mejor y con más provecho el poemario.
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Preciso
me es salir, irme allí afuera,
irme
un punto de mí
a
decir lo que puede decir lo luminoso,
el
cristal que se cumple en unas lágrimas
no
lloradas aún
por
el dolor de todos mis pecados,
dar
salida y escape y claridad
a
unos ojos que piden
las
más altas purezas de la luz.
Esta
mañana salgo a la costumbre
de
acercarme a la vida, y necesito
que
mis ojos encuentren una visión más alta,
una
visión de allí,
donde
nada se oculta,
donde
los versos no tienen escape,
no
mudan en lo blanco
ni
en lo negro se borran,
no
como estos que parecen
tener
fuego en los pies:
son
más veloces hoy que de costumbre,
y
no puedo alcanzarlos, ser en ellos
ese
rastro de mí que se me pierde.
Corren
los versos más que yo,
y
aunque tengo su música se escapan,
me
niegan la fortuna de atraparlos
a
mí que tantas veces los tuve sin moverme
del
sitio donde estaba
abierto
entre lo abierto
mi
corazón, tentando lo más puro
de
una cierta armonía.
Preciso
me es salir, irme allí afuera,
irme
un punto de mí
a
decir lo que puede
decir
lo luminoso, aún sin desbordarse,
el
cristal que se cumple en unas lágrimas
no
lloradas aún por el dolor
de
todos mis pecados,
persiguiendo
unos versos muy veloces,
que
parece no quieren entenderse conmigo,
que
nada hacen por mí, me dan la espalda.
Esta
mañana toda
mi
alma se alimenta de codicia.