Una luz serena en el fin del día. Una tristeza larga y un
camino nunca antes hollado en el borde manchego de Madrid. Hace seis años
despedíamos a uno de los poetas más nuestros. A Vicente Martín. Al hombre que
conocimos en Piedrabuena con motivo del premio Nicolás del Hierro en el otoño
de 2005. Apenas siete años tuvimos para fundar y levantar nuestra amistad
personal y lírica. Emoción que guardo limpia, como un tesoro que se niega a
huir. Tan reservado en el trato conversacional como derramado en su pasión: el
oficio de reunir palabras, de levantar poemas. Era Vicente dueño de un lenguaje
que sobrehilaba paradojas, que vestía la cotidianeidad con el color de las
contradicciones, que confundía la Naturaleza con los sueños. Que reconocía en los
pájaros y las encinas el amor y el amparo de una madre. Lector empedernido de
Luis Rosales, fuerte y débil a un tiempo, la poesía le tomó de la mano para
llevarle a los bosques en donde el tiempo esconde su verdad, a las llanuras en donde la hierba se torna
azul y habla, a los glaciares en donde el agua recuerda y el poeta se vuelve
transparente. Vestido así, escribía.
Recibió premios, editó libros y perfumó de sorpresa la
poesía española. Hoy hace seis años que lo reclamó la tierra y se lo
devolvimos. Hoy pienso que fue una alegría su amistad y su obra. Hoy agradezco
a la vida, tan parca en ocasiones, la recompensa de habernos conocido.
Recuerdo a los lectores
de Mientras la luz la existencia de
un libro hermoso, Lo que de mi puedo contaros, editado por Huerga y Fierro, que
recoge una selección extensa de su obra y sus últimos libros inéditos. Háganlo
suyo.
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Aprovecho
que no suena el teléfono ni tienen
pulmonía las nubes y te escribo,
te escribo porque quiero evitar que las vigas de esta casa
sucumban de carcoma,
para hacer accesibles los silencios que no saben de música
y no existan rincones ni noviembres
que supuren al borde de la almohada.
¿Te he dicho que he llegado
a odiar hasta la tinta, que me muerdo las uñas y dibujo
tu nombre en carnes vivas?
Llevo siglos tratando de entender por qué han perdido
la sonrisa los árboles, por qué
sólo un año después de que te fuiste
ya no hay nadie en el mundo,
veo absurdos cadáveres con los muslos de arena
y huertos de alquiler sobre su sexo,
veo
campos de arroz que están sedientos, y desiertos
de una paz inservible.
Nuestros besos, el tacto,
las caricias pensadas, las noches y el deseo
hoy viajan sentados en distintos vagones de unos trenes
qué ignoran su destino, sin embargo
cuando todo el paisaje se reduce a palabras y los ojos
son un acto de fe
sé que estás y te pienso, sé que tienes
cansadas de volar las cicatrices.