viernes, 30 de diciembre de 2016

Un poema de José Luis Morales: Los viajes, de "Gracias por su visita"




       Si la poesía anda buscando lectores, como dicen, aquí hay un camino. En estos poemas escritos a carne abierta, a palabra de filo, con los que José Luis Morales ha querido contarnos lo esencial: el hombre ante la sospecha de que el mundo va cercenándole senderos y ha de mirar, sin traición, al único destino. La poesía aparece aquí como medio y como fin. Igual que el hombre. La única razón de la existencia es el acto de existir, lo demás son añadiduras, vestimentas con que procuramos cubrir la vergüenza de tanta fragilidad. Pocos poetas logran contarlo con la autenticidad de José Luis Morales en este libro temblor. Gracias por su visita lo titula. La vida, según su poema introductorio, no es un río, no es un viaje, no es un valle de lágrimas, metáforas de éxito pretérito, pero gastadas -así las califica- sencillamente estamos en ella de visita, o ella en nosotros. Lo dicen las servilletas de los bares, atentas a fugacidades que hay que agradecer.

       En palabras del ya ausente Eduardo García: El verdadero realismo disuelve el velo de las falsas apariencias, revela lo latente pero oculto a la mirada; es ir retirando capas de palabras muertas, aproximarnos al corazón de la manzana. 
Premio Antonio Machado
2016
Así entiende la poesía José Luis Morales, no como un juego del lenguaje, no como tensión inútil, sino como vector en búsqueda. Su decir es de palabra cuidada y cierta. Belleza y verdad. ¿Qué más debemos pedir? Suele, José Luis, dotar a sus libros de un centro neurálgico alrededor del cual construye. En Gracias por su visita los poemas se levantan provocados por el látigo de una intervención quirúrgica de riesgo.  Sin pestañeo se mira al abismo y cunde entonces la necesidad de no mentirse. Ser poeta no es crear un mundo en donde refugiarse, sino aceptar el reto y usar las armas con que batirse. Y es este libro un combate en el que las palabras alternan agitación y sosiego, presente y recopilación de lo vivido.  Si las dos primeras partes Principio de Incertidumbre y El conjunto de los números imaginarios atienden al diálogo, encuentros y huidas, entre la “esperada” y el hombre al que acecha, en el tercero, Galería de fractales, se incorpora el abrazo al amor gastado por el uso –igual que aquel anillo de El aroma del tacto– que permanece como razón de subsistencia. Como justificación de una vida siempre tacaña en ofrecer excusas. La infancia suele ser una de ellas. Una infancia y un río a los el poeta jamás abandona. Ni le abandonan.
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Los viajes

He buscado en tu abrazo la promesa
que una tarde con lluvia y luz de Praga
escribieron tus labios en mi boca
y rubricamos luego en la pènumbra
de aquel cuarto de hotel en Caletná. 

Fue notario un espejo con empaque
imperial, y testigos
–desde el ónice oscuro de la cómoda–
mi diccionario checo y tu paraguas.

Hoy tu abrazo me dice que los años
viajados son efímeros, apenas
la postal de un ocaso desde el Il Forte
del Belvedere, el Arno, el Mall ardiendo
de sed, Prospect Street
o el Potomac sin barcos… Lejanías,
miradas desde el eco –luces, huellas
en el viejo nitrato de plata– del deseo.

Estuvimos allí
y también nos besábamos.

Pero no era el amor,
no la humilde viñeta de los días
compartidos aquí, bajo estos cielorrasos
ya casi desconchados y con manchas
de humedad, territorio de caza del hastío,
nidal del desencanto, crematorio
de las quimeras, casa.

Y, sin embargo, aún
compruebo en este abrazo tardío que la vida
–sin salir de estas cuatro
paredes– sigue hablando
en futuro plural sobre nosotros
y el tiempo es nuestro cómplice:
porque algunas arrugas embellecen
–no llores, no seas tonta– la ternura,
cada día más dulce de tu boca. 

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Dos sonetos de Jorge Luis Borges

    


  De Jorge Luis Borges, de aquel que dijera que los versos son felices por­que son ambiguos y que un idioma es un modo de sentir la realidad, aunque tal vez quiso decir la soledad. Del que nos animaba a no confundir el tiempo con la cronología. Y al que es preciso no olvidar.

      Para el primer soneto, un tema que siempre le apasionó: la dualidad, el no ser del ser y su presencia. Para el segundo, su fascinación por los poetas que le arañaron: Quevedo en este caso, de quien pide prestado el último verso y la impiedad,

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El espejo

¿Por qué persistes, incesante espejo?
¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
el menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?

Eres el otro yo de que habla el griego
y acechas desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.

El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas

que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…

                                  (De El oro de los tigres, 1972)


A un viejo poeta

Caminas por el campo de Castilla
y casi no lo ves. Un intrincado
versículo de Juan es tu cuidado
y apenas reparaste en la amarilla

puesta del sol. La vaga luz delira
y en el confín del Este se dilata
esa luna de escarnio y de escarlata
que es acaso el espejo de la Ira.

Alzas los ojos y la miras. Una
memoria de algo que fue tuyo empieza
y se apaga. La pálida cabeza

bajas y sigues caminando triste, 
sin recordar el verso que escribiste: 
Y su epitafio la sangrienta luna.

                                      (De El hacedor, 1960)



viernes, 16 de diciembre de 2016

Un poema de Teo Serna: Phaebus lee en la gotera...



      Teo Serna es algo más que un poeta manchego, es un creador en llamas. Y dueño manifiesto de una prolongada pasión por la belleza sonora, cromática, matérica. Artista total, ningún campo es indiferente a su capacidad de indagar, de escarbar, de excavar que tienen sus ojos de incendio. Bajo una apariencia disimulada de normalidad se esconde uno de los espíritus más sensibles de la llanura. Poeta visual, ilustrador, narrador de lo invisible y lo paradójico, sus obras, aunque conocidas, esperan su esparcimiento. Porque enriquecen. Sabio, ha bebido y sigue saciando su sed de la tradición para, tras un giro de muñeca delicado y enérgico, trasladarla más allá de la línea que algunos llaman horizonte. Y a la que después rescata transformada. Revuelve con furor infantil lo conocido para averiguar las traiciones, reparar los sollozos y añadir interrogantes. Ahora termina de publicar en una editorial de referencia –la Biblioteca Añil Literaria- su último libro de poemas Phaebus habla. Extrañamente y en puridad, un libro de poemas a la manera clásica. Y digo extrañamente porque Teo Serna escribe poesía en cualquier manera, mientras prepara sus collages, escucha música, altera la realidad con sus poemas objetos o sueña sus provocaciones. Ceñido a la conveniencia de las formas en esta su entrega última, Teo entrega su yo demiurgo -Phaebus, Apolo, la luz, Febo, el sol- a un diálogo con la creación y su misterio, con aquellos que removieron el plomo en la intención del oro. Alquimistas, nigromantes, saludadores, espiritistas… espíritus renovadores de la realidad, o que alborean nuevas realidades. Y todo, aquí está la novedad, contrastado con el aliento de lo cotidiano y su ternura.
 

      El libro consta de 36 poemas con Phaebus, el trasunto de Teo, como protagonista. Tanto en la vida de a diario (Phaebus tiene tos, recibe un regalo, visita la luz de su infancia, acepta su soledad nocturna, el afán de una gotera) como en sus conversaciones con los personajes históricos o literarios-cinematográficos que le sobornan (el mago André Feridón, Brueghel el Viejo, Pigmalión, Nosferatu…), Phaebus, quiero decir el yo poético y vital de Teo Serna, habla de sí en este libro. Habla y de su boca, que es un jardín agostado/ con ortigas y rosas secas, sale un colibrí. Por el alma del libro se pasea la sombra de un tiempo en retirada. De un tiempo cuestionado. Lo escéptico en lucha con la decisión de esperar. En esta ocasión, y en comparación con libros anteriores, el poeta refrena la excitación de su lenguaje. Lejos ya de las provocaciones juveniles y sus retorcimientos, es posible descubrir que desde el sosiego el berbiquí de la reflexión vital es más agudo. Y la luz desprendida por lo débil y minúsculo más intensa. Libro de madurez en el que el poeta pasa del deslumbramiento externo a la introspección. Nada nuevo. Trashumancia que en ocasiones se le hace al poeta, a todos los poetas, obligadamente necesaria. Es el caso. Libro por tanto complementario, que en ningún caso niega al explorador –hay poemas que lo relatan, que lo siguen relatando– que le habita, pero que abre ventanas en el pecho del hombre que sostiene al hacedor en llamas que es Teo Serna. Para eso sirve y nos sirve la poesía. Para respondernos.

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Phaebus lee en la gotera
de su estudio, después de la tormenta

Oscura y lenta,
aparece con una lentitud infinita
y todo el silencio en el centro,
como un continente solitario
venido de otro mundo,
atravesando papeles pintados,
dibujando la tristeza toda
con la tijera sutil de la lluvia.
Crece
y nos deja ese olor a mano ajena,
a guante de terciopelo viejo,
a cauce apenas mojado,
a libro de otro tiempo (antiguo, amarillo),
a cueva recién abierta.
Lentamente sí,
con la lentitud de la sangre en la costra,
con la lentitud del ascua en el brasero,
con la lentitud del tiempo en la arena,
con la paciencia constante de la termita.
Así aparece,
dejándonos en su estigma de agua detenida
el resumen fósil de la nube,
la caricia húmeda del corazón parsimonioso,
la duda espectral de lo que, oculto,
habita callado en las paredes.
Así.
(Y yo sin saber si esto es una señal
que me invita a cambiar de vida
o, simplemente, un desastre.)

martes, 13 de diciembre de 2016

El lector esquivo (sobre el lector de poesía y otros misterios). Por Pedro A. González Moreno

   


  Quién es el público y dónde se encuentra?», se preguntaba el siempre lúcido Larra en uno de sus más conocidos artículos. Se preguntaba, obviamente, por el público teatral, un receptor cuya actividad requiere bastante menos esfuerzo que la del lector, porque mucho más pasiva y más cómoda es la simple tarea de escuchar que la de leer. Hoy en día, si la pregunta del buen Fígaro se hubiese referido al lector de poesía, quizás se habría limitado a subtitular su artículo: «¿pero hubo alguna vez lectores de poesía?»La especie a la que pertenece el lector lírico es más bien evanescente y está marcada, desde sus más remotos orígenes, por la indefinición. Puede que sea posible trazar el retrato robot del lector de best-sellers, pero sería imposible hacer lo mismo con el lector de versos recurriendo a datos tan concretos como su sexo, edad, clase social, oficio, condición o nacionalidad.El lector de poesía es una entidad brumosa, una entelequia cuya existencia sólo puede postularse recurriendo a una premisa evidente, que a su vez conduce a una conclusión discutible: si la poesía existe, ha de existir necesariamente su lector, porque de lo contrario el hecho poético carecería de sentido.

      Hoy, en efecto, abundan los poetas, se multiplican las antologías, proliferan los premios literarios, se suceden, hasta la extenuación, los títulos de poesía...; y sin embargo el presunto lector no aparece por ninguna parte. Sólo en el ámbito de la lírica, mejor que en ningún otro, podía ocurrir semejante paradoja. De la abundancia y diversidad de las antologías o de los premios -sean florales o no- hemos dejado ya constancia a lo largo de algunos capítulos de este libro. En cuanto a la abundancia de poetas, es una realidad tan palmaria que no es preciso insistir en ella. Cabe suponer, en cualquier caso, que semejante superpoblación de autores ha sido una constante a lo largo de todas las épocas de nuestra historia, pese a que las nuevas redes sociales hayan contribuido en nuestros días a hacer aún más denso y farragoso ese censo inagotable. Bástenos recordar que ya Cervantes, en su muy olvidado Viaje del parnaso elaboró, con su inimitable vena satírica, una nutrida nómina tanto de los buenos como de los malos poetas de su tiempo. A los primeros los elogió, y a los otros, a quienes describe en «apretada enjambre», los despreció y les dedicó algunos tercetos tan sabrosos como el que sigue: «este muerto de sed, aquél de hambre;/ yo dije, viendo tantos, con voz alta: / - ¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!».

      Los poetas siempre estuvieron ahí y ahí continúan, incombustibles, desafiando al tiempo y a las modas, resistiendo a la indiferencia de los lectores, a la erosión del tiempo y al afán profético de algunos críticos literarios. Unos andan buscando un hueco en las antologías, otros buscando un hueco en el mundo, y otros, más ambiciosos, buscando un hueco en la posteridad. En definitiva, muy pocos son los que han quedado y menos aún los que quedarán, pero a pesar de todo, fuera del ámbito de las aulas o del entorno de los propios poetas, ¿quiénes son los lectores de poesía? Los autores que han alcanzado la categoría de clásicos, ya sean antiguos o contemporáneos, gozan al menos del privilegio de que, al menos en época de exámenes, sus libros estén «si no bien entendidos, siempre abiertos» sobre los pupitres de las aulas; pero el resto, que son casi todos los demás, permanecen en esos largos arrumbaderos que son las estanterías del olvido.





       Y sin embargo, cuanto más esquivo se vuelve el lector, más afanosamente escriben los cultivadores de la lírica. En una extraña e inexplicable paradoja, puede afirmarse que los poetas crecen en relación inversamente proporcional a su número de lectores. Están ahí, ocupando un espacio propio (o ajeno); ruedan por las antologías o por las páginas de unas revistas que tampoco se leen; recitan pertinazmente en tertulias cuyo público fiel está constituido siempre por las mismas caras, que se repiten de acto en acto y de temporada en temporada, como si se tratase de un decorado silencioso y portátil que forma parte del atrezzo lírico; se dejan ver en círculos que suelen ser cerrados y en ocasiones viciosos, e incluso a algunos ya se les ve paseando orgullosamente con su propia estatua de la mano...

      Los poetas y sus obras son, evidentemente, la parte más visible de un edificio construido sobre unas columnas demasiado frágiles que son las del lector. El problema, por tanto, no es que existan demasiados poetas sino que no haya lectores que, en una proporción adecuada y necesaria, sean capaces de absorber sus obras. Las escasa tirada de las ediciones poéticas muestran que el destino de los libros es, en el mejor de los casos, los almacenes de las editoriales o los sótanos de las instituciones que los financian. Hay quien ha calculado, en un número de entre doscientos y trescientos, la cantidad de lectores de poesía: un número que parece razonable, aunque de ellos habría que descontar a aquellos lectores forzados que, en los distintos niveles de estudios, son obligados a leer por exigencias del programa; o habría que descartar igualmente a los vecinos, amigos y parientes próximos del autor, que leen (o dicen leer) por cortesía o compromiso. Pero de ese reducido número habría que descontar asimismo a los propios poetas que parecen ser, en el fondo, el único destinatario real de este quimérico mercado. Y no obstante, si tenemos en cuenta que entre ellos hay algunos poetas que un día decidieron leerse sólo a sí mismos, la cantidad de lectores se reduciría considerablemente.

      Aunque resulte sorprendente o paradójico, los poetas no son buenos lectores de poesía, es decir, no son buenos lectores de la poesía de los demás, y menos aún a medida que el poeta va refugiándose en la burbuja aislante de su propia hornacina. Los poetas, como todos los escritores, quizá por vanidad o por saturación o por cansancio, son lectores viciados y, antes que leer a otros, prefieren ser leídos por los otros. No obstante, en un supremo esfuerzo de generosidad, están dispuestos, quid pro quo, a leer por la ley de la reciprocidad o del intercambio. Pero en la baraja de prioridades de cualquier autor, no está tanto la de leer como la de ser leído.

      Las editoriales, sin embargo, no dejan de editar, aunque algunas veces acaban agarrándose a la ubre de los premios para salvar sus arqueos anuales, manteniendo así una ficción que se alimenta con su propia quimera. Una ficción que sólo viene a demostrar, finalmente, que existen los premios, que existen los libros, y que en consecuencia existen los poetas y los editores, pero no necesariamente que exista el lector. La labor de los clubs de lectura de algunas bibliotecas, la de algunos talleres de escritura o de algunos colegios y ciertas universidades, pretende difundir la poesía entre los esquivos lectores, bajándola desde sus torres marfileñas al aire de la calle, sacándola de sus estancias palaciegas para acercarla a las plazas, donde al fin y al cabo nació antaño con timbres de música juglaresca. Pero ese lector tal vez tiene la impresión de que la poesía, en la actualidad, no le habla de su mundo y de sus cosas, y tampoco en su lenguaje, por lo cual suele mirar para otro lado...

      Y sin embargo, sólo la existencia de ese improbable lector le da sentido a la escritura. Imaginar una literatura sin lectores es, ni más ni menos, como imaginar un edificio sin cimientos o sostenido sobre columnas de vidrio, es decir, una fantasmagoría o una construcción en vías de derrumbe. Tal vez, como concluía Larra en su artículo, puede que, al igual que el público, el lector sólo sea un mero «pretexto» para escribir, lo cual no presupone que dicho receptor haya de existir realmente: «El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo (...) Yo mismo habré de confesar que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí».



(El presente texto, tomado del suplemento Artes&Letras del ABC de Castilla-La Mancha, forma uno de los capítulos del libro de Pedro A. González Moreno "La musa a la deriva", Un mirada sobre el panorama poético actual (y tal vez de siempre) que obtuvo en 2015 el premio de Ensayo Fray Luis de León de la Junta de Castilla y León).


lunes, 5 de diciembre de 2016

Un poema de Adolfo Cueto (1969-2016)

         


Que sus necesarias palabras 
nos acompañen. 
                                                               
In memoriam.


SOBREVIVIR A UN ACCIDENTE
Vancouver, Canadá

Íbamos tan deprisa, íbamos tan sin peso
como en los días mejores. No nos dio tiempo a ver
las luces, la mediana. Un fuerte olor
a neumático ahí, el reventón que deja la humedad
del llanto. Pasaron aún más rápido
la infancia, gestos, rostros: esa película
muda, una tragicomedia
sordamente escuchada, con pequeños subtítulos.
Y piensas que,
si morir fuera esta como improvisación
cualquiera, quizá valiera la pena tanta
velocidad. Dábamos vueltas y vueltas
de campana, todo girando. ¡Estábamos tan,
tan solos,
tan hondamente hundidos en nosotros mismos! Solamente
tú y yo, y al fondo el gran silencio
del mar. Y en las refinerías
sin pausa, el fuego que arde a solas
también. El humo, el viento. ¿Es que no hay nadie ahí
fuera? –gritaste–. Y tú y yo aquí, lejanos
y aislados, y con este hematoma
de la muerte en los brazos, qué solos ya: más
solos, en fin, que aquellas
alejadas plataformas petroleras, buscando a toda costa
salvarnos,
sobrevivir.


             (De Dragados y Construcciones)

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Consejo de redacción. Diciembre



      Dijo el Jefe: Lo que distingue al poeta verdadero del poeta de voluntad es que el primero sabe reconocer los silencios, el lugar donde guardan. Lo advierte por la sumisión, por el temblor, de las palabras que los flanquean. Y, zahorí, se detiene. El silencio es un cofre del que mana presente. El poeta verdadero respeta su estancia, su sosiego. Deja de escribir en el poema. Goza el fruto. Conoce que el silencio anotado puede resultar oculto al futuro lector, pero confía en su lectura atenta, en el placer que supone su desciframiento. El poeta verdadero no debe oscurecer ni oscurecerse, simplemente saber que no es posible destruir los silencios. A veces, pocas, el poema le pide continuar.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Aquí (En la muerte de Marcos Ana)








Aquí, viajero, en este
territorio imposible,
hay un lugar en los oestes
del aire donde
la luz se adensa hasta volverse cieno

y es el azul
un gris inexpugnable

ni siquiera las águilas,
ni siquiera el olvido, mirada sin el árbol

un rincón donde sólo
una palabra crece y se pronuncia,
y es astilla

un páramo con hoces donde viven aquellos
que cegaron los pozos,
que negaron la lluvia

desolación callada,
lugar para que entierren a poetas.


martes, 22 de noviembre de 2016

Un poema de Elvira Daudet: Autorretrato

Con este poema inició Elvira Daudet su lectura de ayer en Libertad 8
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Me llamo Soledad y estoy soltera,
quiero decir
que voy sola al abogado, al médico
y consumo mi vida
de ventanilla en ventanilla,
en esa lenta droga llamada burocracia.

Tengo dos hijos
a los que educo para hombres,
en la medida que una mujer
puede hacer hombres.
Tengo veintiséis años
y a veces, enfermo de ternura.
Estoy tan sola
que alguna vez me paro ante el espejo
y me sonrío.

Otras veces, para no enloquecer,
me coloco las pestañas postizas,
los lunares,
me encajo la sonrisa
y ensayo
el pequeño suicidio del diálogo.

Todas las madrugadas
recibo la visita de un extraño
—siempre el mismo—
al que caliento la cama hace ocho años.

Solo por esto me mantiene.

domingo, 13 de noviembre de 2016

De Marquina a Céspedes

    

Marquina

Francisco G. Marquina leyendo
Foto EC



  Dijo Pérez Henares, al que todos llamaron Chani, que él leyó el libro en Beirut, territorio muy ad hoc para hablar a la muerte. O mirarla. Hizo una presentación desenfadada, como corresponde a un libro que tiene a la muerte por prota, pero sobre todo muy al hilo de su autor, del gran  Francisco García Marquina, el poeta alcarreño nacido en Madrid. El asunto fue en Guadalajara, a donde se desplazó en pleno la redacción de Mientras la luz, becaria incluida. Dijo también Chani, que en el libro, aparte de aceptación dialogada, hay también gotas de sabia ironía y una pizquita de humor, pero sin pasarse. Y estoy de acuerdo. Está bien salpimentar, pero sin que se enmascare el verdadero sabor del alimento. La sabia mano que Marquina gobierna sabe bien esa armonía. Se presentó, lunes 7, Morirse es como un pueblo ante una nutrida representación de la inteligentsia de la ciudad. Dijo el autor que el título procede –mourir est un village– del belga Luis Scutenaire, y que a él le parece que sí. Tanto por lo vulgar como por lo que tiene el asunto de comunitario. Alrededor de una realidad inexcusable, el autor deviene en consideraciones, no al estilo de tantísimos poetas –ya saben que la muerte es un universal en el corral poético- sino mirándola cara a cara y llamándola por su nombre. Sin miedo, sin respeto, negándole el carácter de juicio final, pero sabiendo lo que de pórtico a la nada significa. Divide al libro en 12 capítulos a los cuales acompañan doce citas, desde Séneca a Bukowski, pasando por Cioran y Derrida, con el fin de demostrar que la vida es un préstamo del cual debemos gastar hasta el último céntimo. Que, como un ejército que sabe administrarse, hay que ir ganándole batalla tras batalla hasta la derrota final. Sólo así es posible, sabiendo que llegará, aguardarla y permanecer cuerdos. Señaló que la pérdida de la inocencia es la peor de las muertes, porque es la de la infancia. Y que en ese morir de cada día que saludamos, hay veces en que el cielo acelera. El autor nos aclaró que con motivo de un infarto estuvo diez minutos en parada cardíaca. Que guardaba memoria, dijo, y que aquel momento no tuvo nada del mítico túnel. Y menos de mística. Tal vez por ello para enjugarlo, y conjurar los demonios del recuerdo, se repartió entre los asistentes unas cajas de bombones, que los sedentes agradecieron devorando. Vitruvio ha editado este libro en paz, este libro de reflexión y cántico, este buenísimo texto que llena de claridad, en lo posible, la zona oscura. Porque la negra existe/ será justo vivir/ leves, libres, banales y valientes, dice en el poema Porque la muerte. Ni tragi ni comedia, sino en el exacto punto de lo estoico. Por lo mismo, y por practicar, muchos nos fuimos luego a tomar unos tragos.     


 Céspedes
Alejandro Céspedes leyendo
Foto: José Luis Torrego


  

      Entre lo ajeno y la piel cabe el mundo y la nada, lo inmenso añora y busca su memoria de hormiga. En minúsculo recipiente se oculta la voluntad de vivir. Los afueras, los adentros, ecos de esa cajita de música que a la vez nos libera y nos engulle. La ciudad de los otros y el títere que es siempre el individuo. La fortaleza de lo débil. Y la fragilidad. Pero sobre todo la conciencia de que existir es caminar sobre un suelo inestable. Quiero decir sobre la sospecha de un suelo que finge. Sospecha que acompaña a pesar de todos los asideros. Solamente las formas, la representación. No hay fórmulas para construir lo real.  Sino incógnitas que los sabios plantean, escriben, duelen. La realidad y el sueño como en sábanas que se pliegan y confunden. Y dejan en sus dobleces atrapada la araña de la posibilidad. O la melancolía. Voces en off se presentó el viernes 11 en Casa del Lector. Vivir precisa actores, lugar. Dimensiones y luz. Escenario. Escribir es solamente un paso que apenas. Tinta de bruces. Vino desde Asturias Alejandro Céspedes. A releer sus “Voces…” de Amargord. Lo teatral, lo subliminal, la intención de lo bello. Cuatro actores, una niña: dibujan, leen, respiran pórtico. Hay un visillo rojo virtual que mueve el viento. Luego, el laberinto de la pantalla y el decir, tan caliente de Alejandro. Ciudades, plegamientos, rosebud, el envés de lo pensado, la soledad desmanejada, papel, papeles, kabaret, el gesto como única salida. Orquesta y solista frente a frente. Frente al fuego. Serenidad del diálogo. Textos, gota a gota, de Voces en off. Imágenes, imágenes como sabiduría robada a la redes. Fragmentadas, disueltas, laberintos que explosionan. La ruina como tentación. La poesía de Alejandro Céspedes abomina de mundos transitados, de los lugares dichos. Una luz-vela encendía su rostro en la penumbra. Y los textos, negados a la composición versicular, caían como aceros puntiagudos en los que escuchábamos. Lluvia en off. No una presentación sino una representación en donde el temblor y la violencia estética de la pantalla eran agentes provocadores. Y una pregunta ¿con qué palabra oculta calificar la obra creadora de Alejandro Céspedes? Valdría la de poeta. A secas. Pero ¿cómo volverla a emplear para otras realidades? Supe luego que Julio Mas había estado a los mandos de la proyección.
Un texto escrito para lectores no existentes aún, un texto que indaga, es preciso indagar, en la representación como la más auténtica realidad. Hay personajes que escapan de una a otra y que regresan. Algo que la humanidad viene haciendo desde milenios, casi siempre sin conciencia: tú, yo, nadie, el otro. Lo que somos.                  

lunes, 7 de noviembre de 2016

Un poema de Joaquín Benito de Lucas: Sin tristeza

    



  Acunado por el Tajo, río que aún sigue meciendo su voz, Joaquín Benito de Lucas nació en Talavera de la Reina, lugar, murallas, puente y taberna de su niñez. De aquella patria de oficios varios, calles y redes pescadoras, nace, cada vez más, su poesía. Existen en ella otros paisajes, otras provocaciones, yo no digo que no… pero aquellas piedras, pero aquellas aguas y álamos. La poesía elige donde residir. Y si el poeta es verdadero jamás se opone a su designio. La de Benito de Lucas ha ido ocupando las posadas de la infancia, los regatos en donde la corriente del río se demora y canta, las esperanzas y las misericordias, los afanes y los miedos de una posguerra larga. Sin ignorar, cada vez menos, que el sol busca el oeste, los oestes finales. El recuerdo como emoción y la claridad expresiva son las coordenadas de su hacer poético. Obra y memoria, pared y yedra, soporte y testimonio, materia y creación. La poesía de Joaquín Benito es una tarde calma de agosto, un patio que con la cal dialoga mientras hojea un álbum de familia.
   

    Con la pulcritud que le es habitual, y a intención cuidadosa de Manuel López Azorín, ha publicado Eirene La luz que me faltaba, antología de los últimos diez libros de Joaquín Benito de Lucas. Otro poeta manchego, Pedro A. González Moreno, buen conocedor de la obra del talaverano, la prologa con decisión y mimo. De ella hemos elegido este poema, uno de los tres inéditos finales.    


Sin  tristeza

Yo no sé por qué tengo que estar triste.
El mar es grande, la esperanza espera,
el día se hace largo en los veranos
y las noches inventan nuevas formas de vida.

Pero hoy, es decir, esta mañana
del mes de mayo, cuando los rosales
dejan caer los pétalos
de su primera floración,
me acuerdo de la gente que se ha ido
–y es primavera- de los que dijeron
adiós y ya no están
como mis padres, como mis hermanos
y como yo que un día
no muy lejano cerraré los ojos,
dejaré descansar la pluma con que escribo
e iré a su encuentro. Temo
que no me reconozcan, que no sepan
quien soy, yo que he cantado su vida en muchos versos,
y su muerte también, que ellos no habrán leído.
Mas creo que podrán reconocerme
por el olor que deja cada lágrima
vertida en su memoria mientras estaban vivos.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Poema: Líquenes en la casa recobrada




De no usar el tiempo,
han nacido en las losas
que forman la escalera
mares de líquenes.

Contemplo la sorpresa,
su menudo decir y su sosiego

atrevidos, tenaces, han logrado
crecer en la humildad de la caliza,
viven.

Un caracol de sombras
los vela compasivo,
tal vez su voz recorra cada tarde
tanto existir sereno, el minúsculo
amparo que la piedra
parece permitirles.

Me he negado a pisarlos

no seré yo quien hiera su miniada
levedad de colores,
su luz raíz, en donde no distingo
ni baldíos reclamos
ni renuncias.

Mi casa recobrada,
mis hierbas minerales, la conciencia.



sábado, 29 de octubre de 2016

Poemad in, Poemad off

      Lleva unos años celebrándose Poemad, Festival de Poesía de Madrid. No con la envergadura de otros más allá de nuestras fronteras pero con cierta dignidad. No conocemos sus medios ni sus pretensiones. Suele mezclar lecturas con mix musicales y alguna que otra conversación entre poetas. Este año ha tenido sesiones off, esas que se realizan en locales habitualmente poéticos y alejados del Auditorio del Conde-Duque, su centro solemne.


      Estuvimos, miércoles y 26, en el acto central. La conversación –más de 200 personas los contemplaban– entre Antonio Colinas y Pere Gimferrer, Pedro le llamaba en ocasiones Antonio. Dos enormes del panorama poético español. No hubo tal conversación, sino dos insulsos monólogos recordando cuándo y cómo se conocieron. En Barcelona, paseando por la Plaza de la Universidad, intercambiándose folios, leyéndose. Ya lo saben. Advirtió Antonio que estaba allí para presentar lo último de Pere, el libro con que regresa al castellano. Siete libros lleva editados el académico de Arde el mar en los 6 años que preceden. Síndrome de efervescencia o de cajones vacíos llaman a esto. Escojan ustedes. El presentador, no sin antes recordar que estuvo viviendo cuatro años en Italia, dijo que Gimferrer sigue escribiendo bien, que se intercambian libros, que su poesía tiene tensión, que las palabras cuando las escribe él aportan nuevos significados, que la poesía y el lenguaje… y esas cosas. Nada grave. Luego leyeron alternativamente. El leonés con serenidad y tono. El catalán de su No en mis días. Sucediendo que su débil vocalización y su escaso sentido del ritmo frustraran la degustación de los poemas, inaudibles en la mayor parte de sus fragmentos. Aunque no fuese por esta anécdota, el barcelonés advirtio antes de leer de la posibilidad de que su poesía no fuera entendida.  Desazonado, nos pareció, el banquete de los dos colosos.  Aquí pueden ver algo

Entre las lecturas de Pere estuvo este soneto alejandrino que de yuso rescatamos .

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      Todo lo contrario en Enclave de Libros, viernes 28. Jordi Doce había preparado una terna lectora variada -poetas con veleidades críticas- que él se encargó de presentar con viveza y sencillez. Para no más de 10 personas. La librería se transformó en un bistrôt. Media luz íntima para degustar exquisiteces. Era condición leer inéditos, mostrar la obra recién próxima de los tres. Una situación idónea para escucharse uno mismo ante otros y poder testar los textos.José Luis Gómez Toré está, al parecer de los oyentes, en un poemarios con tintes cívicos, donde la inquietud y la perplejidad ante la situación actúan como trasfondo de situaciones. ni lo confirmó ni lo negó. Hotel Europa dice que piensa titularlo, aunque hay en él poemas africanos. Es poeta de escrupuloso decir, tono lírico y tiempo sosegado. Es Walter Cassara argentino, y fue joven posmoderno. Dijo de él Doce que es crítico de consolidado prestigio, tal vez por eso su poesía tiene menos audiencia, ya se sabe. Trasplantado a España vive en la Sierra de Madrid, de ahí que su poemas hablen del y por el paisaje. El hombre que pasea y dice, el que se asombra y toma notas. Luego habló de la ajeneidad del sujeto ante el paisaje. Dos mundos otros que se miran. Pero no poesía rural, como en algún momento del debate alguien tildó para enfrentarla a la que de dice urbana. Cerró Pilar Martín Gila, de Aragoneses (Ávila), que suele escribir sus poemas alrededor de un centro de interés. Si en su anterior Ordet, fue el film de Dreyer, ahora organiza su próximo en torno a la conciencia de lo violento. De la respuesta ante lo injusto. Y para ello toma a la Baader-Meinhof de los 80 como referente. Lee como escribe, proyectando desde lo íntimo hacia lo íntimo su voz interior, voz que parece salir de ella momentáneamente para volver a entrar. Todo es posibilidad futura o ya frustrada, palabras que se mueven sobre hilos inestables.  Dijo Doce de ella en el coloquio que algunos de sus versos tienden al aforismo, que podrían aislarse. Ella dijo después que en la poesía, al contrario que en la prosa, no es precisa la coherencia, que cada plan previsto termina desbaratado. Y puede que tenga razón.   

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Soneto

Me leyeron las manos una noche de plomo.
Un café de París, oscura pulpería,
fue la noche de dagas que mi pecho pedía
y me crucificó con su espada hasta el pomo.

Tanto mi vida era un diamante romo
que leyó la gitana de Bretón mi sangría
en la linea de vida, desfigurada estría
donde a mirar mi muerte cada noche me asomo.

Porque la vida viene hecha de bataclanes
y el silencio nocturno con fragor de batanes
nos repite lo mismo, como Heráclito vio:

así la flecha tensa, así el arco combado
tiene el nombre de vida y el de la muerte al lado,
la tempestad de flores quemándose en rondó.

                                                                       Pere Gimferrer

domingo, 23 de octubre de 2016

Enredado en el tiempo de la escucha

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Valentín Martín en Libertad 8
Fotomóvil

      Tal vez él no lo sospechara, pero era necesario. No podía retrasarse por más tiempo la oportunidad de oírse y de hacernos oír. Valentín Martín es un poeta que ha vivido sofocado por la profesión periodística, a la que se ha entregado con enorme pasión. Nunca olvidó la poesía, que, alojada en su entraña, ha ido poco a poco creciéndole hasta reventar en grito. Hasta supurarle. Incorporado al runrún de los otros a través de las redes sociales, editado en cortísimas ediciones, poco a poco sus poemas, llenos de referencias, transitados por la  enorme ductilidad de su lenguaje, empapados por la necesidad de apresar los aires y el enigma, caminadores desde una infancia sin culpa hasta el refugio de la redención, necesitaban sentirse pronunciados. Necesitábamos sentirlos oralmente levantados. Agitadores, denunciadores. Y levantados. Y sucedió al fin. Lunes, 17. En Libertad 8. Con un diseño de poesía musicada que permitió, qué acierto, incorporar a Ana Bella (voz) y José Luis Hinojosa (guitarra) para así distribuir tiempo y espacio con luz sensible. Ellos iluminaron la noche hermosa. Hermosa porque nosotros, todos, estábamos en ella. Y estuvo Valentín tenso en su primera mitad, en su primera comunión madrileña. Y estuvo Valentín espléndido en la segunda. Claro, comunicativo, sosegado, audaz. Agotó, ante la petición del público, la lectura de los poemas dispuestos. Poemas de largo aliento, demorados en su construcción, entrometidos entre la autenticidad y los vericuetos del vivir, anotadores de los desasosiegos, bebedores a bruces en los remansos de la memoria. Poemas nacidos de alguien que vive el día y su alrededor como un acervo de preocupaciones. Hizo bien, bien, leyéndose, leyéndonos.     

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      Vino fugaz de Albacete, martes 19, Arturo Tendero a la tertulia Eduardo Alonso que mantienen Manuel Cortijo Rodríguez y Juan Pedro Carrasco en la Casa de la Mancha. Arturo es uno voz consolidada en la tierra de los Llanos, como gustan llamarse los poetas de Albacete. Tierra que vive una efervescencia poética fuera de lo común con voces valiosísimas y coetáneas de varias generaciones. Arturo pertenece a la intermedia, a la que se configuró en el grupo La Confitería. Tras la ajustada presentación de Manuel Cortijo, la lectura del poeta, bien seleccionada en el aspecto cronológico, comenzó con un poema de su primer libro Una senda de aldeas cotidianas y terminó con algunos inéditos. Es poeta pulcro, de tono suave, meditativo. Los poemas nacen de provocaciones exteriores prontamente interiorizadas, llevadas a la solución subjetiva. Por el moldeo de los poemas, por su atención paisajista, está cercano a la escuela valenciana. Los hijos y el hogar estuvieron también presentes, y –cómo no- el paso de los años por la vida. Cuestión melancólicamente tratada, sin desolación ni angustia. Poeta honesto y claro, ha visto su hacer recompensado con diferentes premios que le han permitido publicar en editoriales de referencia. Vive dijo, y muy a gusto, en el silencio de Chinchilla. Para donde escapó con prontitud acosado por la salida temprana del ave hacia los Llanos. Su lectura provocó la asistencia de Alfonso González-Calero, periodista, crítico, y sobre todo promotor que fue, es y será de la cultura en La Mancha, liberado recién de sus obligaciones laborales. Bienvenido.



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Eduardo Merino, Antonio Capilla, Antonio Daganzo y Antonio Pastor
Foto Nuci Bahamonde
   
   Escasas veces he escuchado leer con tanta pasión, con tanta fe en lo escrito, tan agarrado a la literalidad sin dudas de unos poemas tiempo y tiempo rumiados, amasados, resueltos. Antonio Capilla logró trasmitir al público de la Casa de Fieras la sensación de estar ante un acontecimiento, no ante una lectura más. Me impresionó. Jueves y 20. Su libro Piedra de la honda, fue presentado por Eduardo Merino con acierto y prudencia. Había indagado Merino en la obra anterior de Antonio y tildó los versos de la actual como aguerridos, como un compromiso que llama a la acción. Nada más veraz. Heredero, el autor, de una tradición familiar republicana, que deseó dejar patente, los poemas de este su último libro pretenden ser – en su mayor parte– una apelación a la conciencia, un revulsivo contra la inacción social, contra el acomodo ante las injusticias. Poemas de un tiempo en efervescencia, Antonio Capilla inyectó con su lectura extensa un vigor añadido que a nadie, ni siquiera a los más tibios, pudo dejar indiferente. Desde el convencimiento, autor y libro parecían fusionarse en su proyectada voz. No son textos escritos desde la complacencia, sino desde el riesgo del hombre que sale al balcón para gritar a todos hombres los crímenes contra el hombre que desde allí se observan. Escribir es también –y allí, en el silencio de la sala, se ponía de manifiesto como en pocas ocasiones– un necesario descargo de conciencia. Más allá de la floritura verbal, del gusto almibarado por el estilo, está la reciedumbre de la verdad sin límites que significa la presencia de la justicia entre humanos. Y la denuncia del pecado de la dormición, de los que niegan. 
Antonio Pastor Gaiteros, compuso tres canciones, bellísimas con poemas del libro, que ofreció, y Antonio Daganzo, ante la ausencia justificada del editor, puso con elegancia innata el libro de Vitruvio sobre la mesa.    

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Viktor Gómez durante su lectura
Foto José Luis Torrego

      Poca gente, pero atenta, en Enclave. Viktor Gómez, tras presentar su libro Mediodía en Getafe (Centro José Hierro), volvía a Madrid para lo mismo. Viernes y 21. Y volverá en unos días a La Casa del Lector para presentar un nuevo título. Es hombre dedicado en Valencia y full time a la poesía. A su escritura y a mover las aguas de sus alrededores. Mediodía, el lugar de las luces y las sombras más definidas, ha sido editado en León, por Eolas, iniciando una colección –Tercer gesto– que se vende a 15 euros. Fue presentado a longitud de reloj por Patricia Esteban y por Juan Hermoso. Señalaron ambos una estructura dispersa, de fragmentos agrupados al azar. Patricia dijo que puede abrirse a leer por donde se desee, el autor asentía, que sugiere caminos para quien pretenda. Juan hizo un discurso lírico apoyado en el parafraseo de los mejores versos de Viktor. Señaló tanto la presencia de las lecturas y de las citas de poetas mujeres –Julia Castillo en referente- como la importancia del tiempo –mañana, mediodía, noche– en la intención del libro. Leyó por fin el poeta, casi una hora después. Y leyó humana y hermosamente débil. Poemas de compromiso con las gentes, con lo real, con el lenguaje, digresiones emocionales sobre el hacer poético. Libro plural en provocaciones, de poemas que tal vez antes de verse allí no se conocían demasiado. Cerró con este texto-oración:  a mí esperanza la llamo derrota   a mi derrota la llamo combate    a mi combate   lo llamo vida    a mi vida la llamo nadie  nadie somos todos    a todos os llamo    mi esperanza.