viernes, 30 de diciembre de 2016

Un poema de José Luis Morales: Los viajes, de "Gracias por su visita"




       Si la poesía anda buscando lectores, como dicen, aquí hay un camino. En estos poemas escritos a carne abierta, a palabra de filo, con los que José Luis Morales ha querido contarnos lo esencial: el hombre ante la sospecha de que el mundo va cercenándole senderos y ha de mirar, sin traición, al único destino. La poesía aparece aquí como medio y como fin. Igual que el hombre. La única razón de la existencia es el acto de existir, lo demás son añadiduras, vestimentas con que procuramos cubrir la vergüenza de tanta fragilidad. Pocos poetas logran contarlo con la autenticidad de José Luis Morales en este libro temblor. Gracias por su visita lo titula. La vida, según su poema introductorio, no es un río, no es un viaje, no es un valle de lágrimas, metáforas de éxito pretérito, pero gastadas -así las califica- sencillamente estamos en ella de visita, o ella en nosotros. Lo dicen las servilletas de los bares, atentas a fugacidades que hay que agradecer.

       En palabras del ya ausente Eduardo García: El verdadero realismo disuelve el velo de las falsas apariencias, revela lo latente pero oculto a la mirada; es ir retirando capas de palabras muertas, aproximarnos al corazón de la manzana. 
Premio Antonio Machado
2016
Así entiende la poesía José Luis Morales, no como un juego del lenguaje, no como tensión inútil, sino como vector en búsqueda. Su decir es de palabra cuidada y cierta. Belleza y verdad. ¿Qué más debemos pedir? Suele, José Luis, dotar a sus libros de un centro neurálgico alrededor del cual construye. En Gracias por su visita los poemas se levantan provocados por el látigo de una intervención quirúrgica de riesgo.  Sin pestañeo se mira al abismo y cunde entonces la necesidad de no mentirse. Ser poeta no es crear un mundo en donde refugiarse, sino aceptar el reto y usar las armas con que batirse. Y es este libro un combate en el que las palabras alternan agitación y sosiego, presente y recopilación de lo vivido.  Si las dos primeras partes Principio de Incertidumbre y El conjunto de los números imaginarios atienden al diálogo, encuentros y huidas, entre la “esperada” y el hombre al que acecha, en el tercero, Galería de fractales, se incorpora el abrazo al amor gastado por el uso –igual que aquel anillo de El aroma del tacto– que permanece como razón de subsistencia. Como justificación de una vida siempre tacaña en ofrecer excusas. La infancia suele ser una de ellas. Una infancia y un río a los el poeta jamás abandona. Ni le abandonan.
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Los viajes

He buscado en tu abrazo la promesa
que una tarde con lluvia y luz de Praga
escribieron tus labios en mi boca
y rubricamos luego en la pènumbra
de aquel cuarto de hotel en Caletná. 

Fue notario un espejo con empaque
imperial, y testigos
–desde el ónice oscuro de la cómoda–
mi diccionario checo y tu paraguas.

Hoy tu abrazo me dice que los años
viajados son efímeros, apenas
la postal de un ocaso desde el Il Forte
del Belvedere, el Arno, el Mall ardiendo
de sed, Prospect Street
o el Potomac sin barcos… Lejanías,
miradas desde el eco –luces, huellas
en el viejo nitrato de plata– del deseo.

Estuvimos allí
y también nos besábamos.

Pero no era el amor,
no la humilde viñeta de los días
compartidos aquí, bajo estos cielorrasos
ya casi desconchados y con manchas
de humedad, territorio de caza del hastío,
nidal del desencanto, crematorio
de las quimeras, casa.

Y, sin embargo, aún
compruebo en este abrazo tardío que la vida
–sin salir de estas cuatro
paredes– sigue hablando
en futuro plural sobre nosotros
y el tiempo es nuestro cómplice:
porque algunas arrugas embellecen
–no llores, no seas tonta– la ternura,
cada día más dulce de tu boca. 

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Dos sonetos de Jorge Luis Borges

    


  De Jorge Luis Borges, de aquel que dijera que los versos son felices por­que son ambiguos y que un idioma es un modo de sentir la realidad, aunque tal vez quiso decir la soledad. Del que nos animaba a no confundir el tiempo con la cronología. Y al que es preciso no olvidar.

      Para el primer soneto, un tema que siempre le apasionó: la dualidad, el no ser del ser y su presencia. Para el segundo, su fascinación por los poetas que le arañaron: Quevedo en este caso, de quien pide prestado el último verso y la impiedad,

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El espejo

¿Por qué persistes, incesante espejo?
¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
el menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?

Eres el otro yo de que habla el griego
y acechas desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.

El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas

que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro…

                                  (De El oro de los tigres, 1972)


A un viejo poeta

Caminas por el campo de Castilla
y casi no lo ves. Un intrincado
versículo de Juan es tu cuidado
y apenas reparaste en la amarilla

puesta del sol. La vaga luz delira
y en el confín del Este se dilata
esa luna de escarnio y de escarlata
que es acaso el espejo de la Ira.

Alzas los ojos y la miras. Una
memoria de algo que fue tuyo empieza
y se apaga. La pálida cabeza

bajas y sigues caminando triste, 
sin recordar el verso que escribiste: 
Y su epitafio la sangrienta luna.

                                      (De El hacedor, 1960)



viernes, 16 de diciembre de 2016

Un poema de Teo Serna: Phaebus lee en la gotera...



      Teo Serna es algo más que un poeta manchego, es un creador en llamas. Y dueño manifiesto de una prolongada pasión por la belleza sonora, cromática, matérica. Artista total, ningún campo es indiferente a su capacidad de indagar, de escarbar, de excavar que tienen sus ojos de incendio. Bajo una apariencia disimulada de normalidad se esconde uno de los espíritus más sensibles de la llanura. Poeta visual, ilustrador, narrador de lo invisible y lo paradójico, sus obras, aunque conocidas, esperan su esparcimiento. Porque enriquecen. Sabio, ha bebido y sigue saciando su sed de la tradición para, tras un giro de muñeca delicado y enérgico, trasladarla más allá de la línea que algunos llaman horizonte. Y a la que después rescata transformada. Revuelve con furor infantil lo conocido para averiguar las traiciones, reparar los sollozos y añadir interrogantes. Ahora termina de publicar en una editorial de referencia –la Biblioteca Añil Literaria- su último libro de poemas Phaebus habla. Extrañamente y en puridad, un libro de poemas a la manera clásica. Y digo extrañamente porque Teo Serna escribe poesía en cualquier manera, mientras prepara sus collages, escucha música, altera la realidad con sus poemas objetos o sueña sus provocaciones. Ceñido a la conveniencia de las formas en esta su entrega última, Teo entrega su yo demiurgo -Phaebus, Apolo, la luz, Febo, el sol- a un diálogo con la creación y su misterio, con aquellos que removieron el plomo en la intención del oro. Alquimistas, nigromantes, saludadores, espiritistas… espíritus renovadores de la realidad, o que alborean nuevas realidades. Y todo, aquí está la novedad, contrastado con el aliento de lo cotidiano y su ternura.
 

      El libro consta de 36 poemas con Phaebus, el trasunto de Teo, como protagonista. Tanto en la vida de a diario (Phaebus tiene tos, recibe un regalo, visita la luz de su infancia, acepta su soledad nocturna, el afán de una gotera) como en sus conversaciones con los personajes históricos o literarios-cinematográficos que le sobornan (el mago André Feridón, Brueghel el Viejo, Pigmalión, Nosferatu…), Phaebus, quiero decir el yo poético y vital de Teo Serna, habla de sí en este libro. Habla y de su boca, que es un jardín agostado/ con ortigas y rosas secas, sale un colibrí. Por el alma del libro se pasea la sombra de un tiempo en retirada. De un tiempo cuestionado. Lo escéptico en lucha con la decisión de esperar. En esta ocasión, y en comparación con libros anteriores, el poeta refrena la excitación de su lenguaje. Lejos ya de las provocaciones juveniles y sus retorcimientos, es posible descubrir que desde el sosiego el berbiquí de la reflexión vital es más agudo. Y la luz desprendida por lo débil y minúsculo más intensa. Libro de madurez en el que el poeta pasa del deslumbramiento externo a la introspección. Nada nuevo. Trashumancia que en ocasiones se le hace al poeta, a todos los poetas, obligadamente necesaria. Es el caso. Libro por tanto complementario, que en ningún caso niega al explorador –hay poemas que lo relatan, que lo siguen relatando– que le habita, pero que abre ventanas en el pecho del hombre que sostiene al hacedor en llamas que es Teo Serna. Para eso sirve y nos sirve la poesía. Para respondernos.

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Phaebus lee en la gotera
de su estudio, después de la tormenta

Oscura y lenta,
aparece con una lentitud infinita
y todo el silencio en el centro,
como un continente solitario
venido de otro mundo,
atravesando papeles pintados,
dibujando la tristeza toda
con la tijera sutil de la lluvia.
Crece
y nos deja ese olor a mano ajena,
a guante de terciopelo viejo,
a cauce apenas mojado,
a libro de otro tiempo (antiguo, amarillo),
a cueva recién abierta.
Lentamente sí,
con la lentitud de la sangre en la costra,
con la lentitud del ascua en el brasero,
con la lentitud del tiempo en la arena,
con la paciencia constante de la termita.
Así aparece,
dejándonos en su estigma de agua detenida
el resumen fósil de la nube,
la caricia húmeda del corazón parsimonioso,
la duda espectral de lo que, oculto,
habita callado en las paredes.
Así.
(Y yo sin saber si esto es una señal
que me invita a cambiar de vida
o, simplemente, un desastre.)

martes, 13 de diciembre de 2016

El lector esquivo (sobre el lector de poesía y otros misterios). Por Pedro A. González Moreno

   


  Quién es el público y dónde se encuentra?», se preguntaba el siempre lúcido Larra en uno de sus más conocidos artículos. Se preguntaba, obviamente, por el público teatral, un receptor cuya actividad requiere bastante menos esfuerzo que la del lector, porque mucho más pasiva y más cómoda es la simple tarea de escuchar que la de leer. Hoy en día, si la pregunta del buen Fígaro se hubiese referido al lector de poesía, quizás se habría limitado a subtitular su artículo: «¿pero hubo alguna vez lectores de poesía?»La especie a la que pertenece el lector lírico es más bien evanescente y está marcada, desde sus más remotos orígenes, por la indefinición. Puede que sea posible trazar el retrato robot del lector de best-sellers, pero sería imposible hacer lo mismo con el lector de versos recurriendo a datos tan concretos como su sexo, edad, clase social, oficio, condición o nacionalidad.El lector de poesía es una entidad brumosa, una entelequia cuya existencia sólo puede postularse recurriendo a una premisa evidente, que a su vez conduce a una conclusión discutible: si la poesía existe, ha de existir necesariamente su lector, porque de lo contrario el hecho poético carecería de sentido.

      Hoy, en efecto, abundan los poetas, se multiplican las antologías, proliferan los premios literarios, se suceden, hasta la extenuación, los títulos de poesía...; y sin embargo el presunto lector no aparece por ninguna parte. Sólo en el ámbito de la lírica, mejor que en ningún otro, podía ocurrir semejante paradoja. De la abundancia y diversidad de las antologías o de los premios -sean florales o no- hemos dejado ya constancia a lo largo de algunos capítulos de este libro. En cuanto a la abundancia de poetas, es una realidad tan palmaria que no es preciso insistir en ella. Cabe suponer, en cualquier caso, que semejante superpoblación de autores ha sido una constante a lo largo de todas las épocas de nuestra historia, pese a que las nuevas redes sociales hayan contribuido en nuestros días a hacer aún más denso y farragoso ese censo inagotable. Bástenos recordar que ya Cervantes, en su muy olvidado Viaje del parnaso elaboró, con su inimitable vena satírica, una nutrida nómina tanto de los buenos como de los malos poetas de su tiempo. A los primeros los elogió, y a los otros, a quienes describe en «apretada enjambre», los despreció y les dedicó algunos tercetos tan sabrosos como el que sigue: «este muerto de sed, aquél de hambre;/ yo dije, viendo tantos, con voz alta: / - ¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!».

      Los poetas siempre estuvieron ahí y ahí continúan, incombustibles, desafiando al tiempo y a las modas, resistiendo a la indiferencia de los lectores, a la erosión del tiempo y al afán profético de algunos críticos literarios. Unos andan buscando un hueco en las antologías, otros buscando un hueco en el mundo, y otros, más ambiciosos, buscando un hueco en la posteridad. En definitiva, muy pocos son los que han quedado y menos aún los que quedarán, pero a pesar de todo, fuera del ámbito de las aulas o del entorno de los propios poetas, ¿quiénes son los lectores de poesía? Los autores que han alcanzado la categoría de clásicos, ya sean antiguos o contemporáneos, gozan al menos del privilegio de que, al menos en época de exámenes, sus libros estén «si no bien entendidos, siempre abiertos» sobre los pupitres de las aulas; pero el resto, que son casi todos los demás, permanecen en esos largos arrumbaderos que son las estanterías del olvido.





       Y sin embargo, cuanto más esquivo se vuelve el lector, más afanosamente escriben los cultivadores de la lírica. En una extraña e inexplicable paradoja, puede afirmarse que los poetas crecen en relación inversamente proporcional a su número de lectores. Están ahí, ocupando un espacio propio (o ajeno); ruedan por las antologías o por las páginas de unas revistas que tampoco se leen; recitan pertinazmente en tertulias cuyo público fiel está constituido siempre por las mismas caras, que se repiten de acto en acto y de temporada en temporada, como si se tratase de un decorado silencioso y portátil que forma parte del atrezzo lírico; se dejan ver en círculos que suelen ser cerrados y en ocasiones viciosos, e incluso a algunos ya se les ve paseando orgullosamente con su propia estatua de la mano...

      Los poetas y sus obras son, evidentemente, la parte más visible de un edificio construido sobre unas columnas demasiado frágiles que son las del lector. El problema, por tanto, no es que existan demasiados poetas sino que no haya lectores que, en una proporción adecuada y necesaria, sean capaces de absorber sus obras. Las escasa tirada de las ediciones poéticas muestran que el destino de los libros es, en el mejor de los casos, los almacenes de las editoriales o los sótanos de las instituciones que los financian. Hay quien ha calculado, en un número de entre doscientos y trescientos, la cantidad de lectores de poesía: un número que parece razonable, aunque de ellos habría que descontar a aquellos lectores forzados que, en los distintos niveles de estudios, son obligados a leer por exigencias del programa; o habría que descartar igualmente a los vecinos, amigos y parientes próximos del autor, que leen (o dicen leer) por cortesía o compromiso. Pero de ese reducido número habría que descontar asimismo a los propios poetas que parecen ser, en el fondo, el único destinatario real de este quimérico mercado. Y no obstante, si tenemos en cuenta que entre ellos hay algunos poetas que un día decidieron leerse sólo a sí mismos, la cantidad de lectores se reduciría considerablemente.

      Aunque resulte sorprendente o paradójico, los poetas no son buenos lectores de poesía, es decir, no son buenos lectores de la poesía de los demás, y menos aún a medida que el poeta va refugiándose en la burbuja aislante de su propia hornacina. Los poetas, como todos los escritores, quizá por vanidad o por saturación o por cansancio, son lectores viciados y, antes que leer a otros, prefieren ser leídos por los otros. No obstante, en un supremo esfuerzo de generosidad, están dispuestos, quid pro quo, a leer por la ley de la reciprocidad o del intercambio. Pero en la baraja de prioridades de cualquier autor, no está tanto la de leer como la de ser leído.

      Las editoriales, sin embargo, no dejan de editar, aunque algunas veces acaban agarrándose a la ubre de los premios para salvar sus arqueos anuales, manteniendo así una ficción que se alimenta con su propia quimera. Una ficción que sólo viene a demostrar, finalmente, que existen los premios, que existen los libros, y que en consecuencia existen los poetas y los editores, pero no necesariamente que exista el lector. La labor de los clubs de lectura de algunas bibliotecas, la de algunos talleres de escritura o de algunos colegios y ciertas universidades, pretende difundir la poesía entre los esquivos lectores, bajándola desde sus torres marfileñas al aire de la calle, sacándola de sus estancias palaciegas para acercarla a las plazas, donde al fin y al cabo nació antaño con timbres de música juglaresca. Pero ese lector tal vez tiene la impresión de que la poesía, en la actualidad, no le habla de su mundo y de sus cosas, y tampoco en su lenguaje, por lo cual suele mirar para otro lado...

      Y sin embargo, sólo la existencia de ese improbable lector le da sentido a la escritura. Imaginar una literatura sin lectores es, ni más ni menos, como imaginar un edificio sin cimientos o sostenido sobre columnas de vidrio, es decir, una fantasmagoría o una construcción en vías de derrumbe. Tal vez, como concluía Larra en su artículo, puede que, al igual que el público, el lector sólo sea un mero «pretexto» para escribir, lo cual no presupone que dicho receptor haya de existir realmente: «El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo (...) Yo mismo habré de confesar que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí».



(El presente texto, tomado del suplemento Artes&Letras del ABC de Castilla-La Mancha, forma uno de los capítulos del libro de Pedro A. González Moreno "La musa a la deriva", Un mirada sobre el panorama poético actual (y tal vez de siempre) que obtuvo en 2015 el premio de Ensayo Fray Luis de León de la Junta de Castilla y León).


lunes, 5 de diciembre de 2016

Un poema de Adolfo Cueto (1969-2016)

         


Que sus necesarias palabras 
nos acompañen. 
                                                               
In memoriam.


SOBREVIVIR A UN ACCIDENTE
Vancouver, Canadá

Íbamos tan deprisa, íbamos tan sin peso
como en los días mejores. No nos dio tiempo a ver
las luces, la mediana. Un fuerte olor
a neumático ahí, el reventón que deja la humedad
del llanto. Pasaron aún más rápido
la infancia, gestos, rostros: esa película
muda, una tragicomedia
sordamente escuchada, con pequeños subtítulos.
Y piensas que,
si morir fuera esta como improvisación
cualquiera, quizá valiera la pena tanta
velocidad. Dábamos vueltas y vueltas
de campana, todo girando. ¡Estábamos tan,
tan solos,
tan hondamente hundidos en nosotros mismos! Solamente
tú y yo, y al fondo el gran silencio
del mar. Y en las refinerías
sin pausa, el fuego que arde a solas
también. El humo, el viento. ¿Es que no hay nadie ahí
fuera? –gritaste–. Y tú y yo aquí, lejanos
y aislados, y con este hematoma
de la muerte en los brazos, qué solos ya: más
solos, en fin, que aquellas
alejadas plataformas petroleras, buscando a toda costa
salvarnos,
sobrevivir.


             (De Dragados y Construcciones)