viernes, 28 de julio de 2017

Vicente Martín, cinco años



         Hoy, 28 de julio, hace cinco años que perdimos al hombre y al poeta que fue Vicente Martín. Amigo de esta casa, de este refugio que es Mientras la luz, queremos que un lustro después vuelva nuestro recuerdo, nuestro cariño, a su obra y al aroma de su compañía. Cinco años que su voz y su cuerpo quebraron para los aires y la luz, más no en nuestra memoria ni en la de aquellos que lo trataron, que lo leyeron, que supieron de su pasión por la palabra escrita. Sorprendente siempre en sus construcciones, en sus temas, en los recorridos por el alma del lenguaje, fue dueño de un surrealismo de hondo temblor humano. Fue también hacedor de casi imposibles soluciones para el poema. Su personalidad le hace reconocible en cualquier paisaje poético porque en su cercanía crecen las rosas y los mares limitan con los cielos. Él sabía que el mundo es sólo una metáfora a punto nacer, por hacer. Y lo contaba.

        Hace tres años apareció en Huerga y Fierro una muestra completa de su obra con el título Lo que de mí puedo contaros. Allí se guarda una muestra antológica de más de cien poemas, allí los últimos libros inéditos que de su archivo, y gracias  la colaboración familiar, pudimos recuperar.

        Hoy, para honrar, para servir su recuerdo, este poema.      


Quién eres tú que vienes de la orilla del frío y me preguntas
la edad de los cerezos,
quién eres tú que pronuncias mi nombre si no sabes
ni a qué distancia vivo de mí mismo
y cuando quiero hablarte te has perdido entre nubes viajeras,
¿acaso algo de mí,
yo mismo,
desde el subsuelo más hondo de mi carne te he llamado
porque el tiempo del agua ha concluido?

Quién eres tú que traes
la misma soledad con que yo lloro,
la misma voz, la misma
manera de cubrirte los ojos
cuando estalla una luz y no hay ventanas
que miren a lo eterno, quién eres tú
que atraviesas mi cuerpo y examinas mi sangre para ver
qué llevo escrito en ella.

¿No ves que ya no tengo las manos para amarte,
que estoy solo en el mundo y se me pueblan
los cabellos de mimbre?

¿No ves que estoy descalzo y no me llega
la ternura a los pies?

Puedo existir sin ti, ser yo sin ti, morir sin ti,
puedo escuchar el trino de los pájaros,
llorar con otros ojos,
amar con otras manos,
puedo
ser tú sin ti.

sábado, 8 de julio de 2017

Federico en Urueña: Quien dice sombra

      Las murallas de Urueña contemplaron la celebración. Vino Federico Gallego Ripoll a recoger el premio Villa del Libro, tan premioso en su hacer que han pasado dos años desde su convocatoria hasta su entrega, y lo trasformó en gozo. Aquello, lo que había sido previsto como trámite institucional, quebró. Y por las rendijas de la serena tarde castellana apareció la poesía, quiero decir Federico, para hacerse cargo de todo. Primero en el acto de entrega, con sus palabras de aceptación, pero sobre todo en la lectura al aire libre, al sol vencido, a la sorpresa caliza de junto a la muralla. 

      La voz, el potente matiz de la voz del poeta, hizo de su vuelo búsqueda. Nos recordó que siempre ha entendido la poesía como destino, como lugar de encuentro. El poeta de la mirada múltiple, el poeta proteico por su capacidad de ser lo que canta, el poeta atento al pájaro del instante leyó para todos. Y todos escuchábamos sin tiempo. Hasta el aplauso del temblor final. Salvo en el poema que dedica a su madre, recién desaparecida, en todos los demás su lectura estuvo acompañada por el susurro musical –celestial– de Suria Pombo y Raúl Balbuena. Dos músicos que supieron captar y servir, que jamás ocultaron las palabras. Los poemas de Quien dice sombra, tal es el título de libro de poemas editado en la colección Maravilla Concretas, se abren con la cita de Paul Celan "Dice verdad quien dice sombra". Federico encuentra la verdad tras cada sensación, tras cada negación de lo abstracto o lo concreto. O de la lógica. O de la narración. Sus textos se levantan en el sendero inestable que conduce desde lo visto a lo sentido. Es en ese camino de excitación donde su voz halla posada, donde su yo ve a los otros. Cada poema -no hay gritos- es una llamada. No es posible sentir solo, parecen exigirnos, es preciso compartir el misterio, lo inexplicable, lo que atrae e inquieta. Porque así se construye un poema en Federico: nace de lo cierto, de lo aparentemente cierto, para explorar lo que de enigma encierra la verdad, el pálpito inconcreto que conduce hacia los interrogantes. En pocas lecturas como en esta fue tan evidente. Federico no excava, ni siquiera escarba, tan solo araña la piel de su pronombre para hablar y escuchar a otros pronombres que siente próximos. No escribe para ser leído en años, en siglos futuros, sino ahora, ya. Convocando. Hay en él desprecio a la trascendencia, a lo grandilocuente, tanto como al coloquialismo. Hay en su decir, en su lenguaje una distancia perfecta entre poeta y lector,  pero sobre todo consigo mismo, con lo que pide y espera de su mirada. El árbol, la luz, las aves, los ruidos… con las cosas, entre tantas, que atento vigila, porque sabe que ahí sucederá. Y todo ocurre tan natural en su hacer, ocurría tan natural en su lectura, que Federico no nos parece entonces un poeta, sino un hombre desnudo a quien los alrededores visten.  Y él se deja porque desea contárnoslo. Todo esto sucedió, 5 de julio, en la lectura de Quien dice sombra. En Urueña de Valladolid. Junto a un sol vesperal, piadoso y ocre, por entre los milagros sonoros de Raúl y Suria, ante la escucha atenta de los paisanos, y con la amiga de poetas como Carlos Aganzo y Fermín Herrero. Estuvimos allí.

      Quiso el poeta cerrar el acto nombrando la reciente edición de Cardinales. Ocho poetas y con la lectura de cuatro de los poemas suyos que contiene.

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                                                (Frágil)

Es todo tan sencillo.
El mundo está al alcance de tu mano,
sólo existe lo que puedes tocar, gustar, oír…

(aunque también camines al borde de la espada,
el plomo o la cicuta).

La existencia depende del lugar:
yo recuerdo,
tú olvidas.

La frontera se rasga como una tela vieja.

***

                                                  (Rito)

Sólo los árboles me dan la mano,
ellos entienden mi danza.
En el claro del bosque, cuando la luna deletrea
nuestros nombres y nos da a beber
leche de vocales de lenguas ignotas,
vienen los árboles a mostrar su aura desnuda
y a cantar con nosotros
las antiguas cantigas de ausencia.

Son necesarias muchas vidas hasta volver en árbol.
Hay que olvidar todas las leyes,
el uso de todas las armas,
el camino de todas las fronteras.

Sólo entonces
puede ser que el alma del hombre
se haga alma de árbol.