domingo, 26 de febrero de 2017

Un editorial algo sosca

     
      
      Son los últimos versos de Ciudades, la antología que el poeta granadino malagueño Antonio Jiménez Millán ha publicado con Renacimiento, dicen así: “Ahora todo está mucho más claro:/ en la vida y en la literatura/ hay que saber guardar distancias,/ no creerse los fuegos de artificios”. Y me parece bien la advertencia, dijo el Jefe. Es tal el aluvión que nos invade que es necesario un buen harnero, un activo cedazo con que discriminar grano y granzas. No es cuestión de ir con lupa recolectora por el sembrado, por supuesto, pero tampoco tragar con garganta de ganso. Les recomiendo el editorial del último número de la revista Cuadernos del Matemático. Y nos dejó sobre la mesa el ejemplar y un buen número de fotocopias. No escarmienta.

Pues sí. Regresaba yo un viernes de la Casa de Fieras. De un acto poético. De una casa habitada antaño por fieras abocadas a la mansedumbre de los límites. Atravesaba yo el Retiro madrileño y pensaba en la correspondencia entre su antigua ocupación y la actual. Puede, pensaba yo, que pase con los poetas como pasó con los toros bravos en la década de los sesenta, que fueron perdiendo casta por exceso de cultivo. ¡Dios hizo demasiados, Buk…! En mitad del camino acudió a mi memoria una conocida cita de Steiner –es fácil recordar citas desde que existe Face–, aquella donde confiesa: Hice poesía, pero me di cuenta que lo que estaba haciendo eran versos, y el verso es el mayor enemigo de la poesía. No le faltaba razón. ¡Cómo le puede faltar razón a Steiner! El verso, si se individualiza, hace a la poesía el mismo daño que el buenismo a la política. Mezcla a escribidores con poetas. Y por ese camino van tantos, pensaba yo, esculpiendo árboles bonitos para poblar desaliñados bosques. ¿He dicho tantos? Tantos es poco. Multitudes antaño ágrafas vuelcan hoy su caudal en el inmenso río de lo que viene en llamarse hacer poético. Incontables editoriales, pequeñas y solícitas, esperan las dádivas de su trabajo. Editar en la era de la revolución digital se resuelve en algo sencillo. Y tal vez rentable para ellas. Todo este totum revolutum pensaba yo mientras cruzaba el Retiro. Pero siguen existiendo los poetas, me consolaba. Sofocados, como en la parábola del sembrador, confundidos tal vez, pero poetas del ciento por uno. Voces que se alzan necesarias. Por verdaderas. La poesía sigue viva, doy fe. Recluida en las covachas de su escasa presencia social, pero viva. Yo he visto, he leído, he escuchado a los elegidos que la cultivan, repetía mi monólogo interior. Todo esto me esforzaba en creer caminando entre sombras vegetales.

Otra. Volvía yo un martes de la Alberti, y en la pausa sedente del metro, después de los reparadores vinos, divagaba por aquello que se decía de los poetas de necesidad y de los poetas de circunstancias, de los exigidos y de los voluntariosos, de los puros y de los hibridados (a más de los puramente impuros). De los poetas de masas frida y de los escindidos. De los que escriben joven y de los que escriben para parecerlo. De los enjutos, de los celebrativos, de los atrapados en el pozo de la edad y sus desolaciones. De los paisajistas subjetivos. De los insatisfechos con la realidad y de los extasiados ante el estilo. Y los claros, claro, que no se me olviden, tan orgullosos ellos de que se les entienda. Qué inmensa ciudad. Qué jungla de voces consonantes. Todos –o casi, seamos justos– en perenne agitación de brazos y pañuelos, en postura de náufragos polinesios que esperan rescate. O aguardando la columna dórica de cualquier cultural que dé fe, ante la tribu, de su valor y singularidad. Jamás hubo tal número de poetas éditos como hay ahora. ¿O sí? Eso pensaba yo en el subte y su sofoco. Qué diría en 2016 Lope Tomé de Burguillos si comparase sus tiempos con los actuales. Nunca una meseta tan poblada, tan premiada. Y nunca con tan escasas cumbres, con tan parpadeantes faros. En cuanto a esto, me preguntaba yo: si detuviéramos a un hombre corriente, a un hombre de la calle cansado de ser hombre, bien en el metro, bien en el Retiro, y le preguntásemos por el nombre de un poeta español vivo, ¿cuál nos diría? ¿sospechan la respuesta? Lo mismo ocurriría si la pregunta ¿Dígannos el nombre de un poeta español de referencia y actual? se realizase en Londres en París, en Nueva York, a un grupo de críticos literarios. ¿Cuál nombrarían? Todos imaginamos.

            Mas no ajemos esperanzas. Ejemplos hay para todo. El mito del gran poeta oculto sigue vigente. Entre tantos que se afanan con ambición secreta puede aparecer un nuevo Fernando Pessoa, recuerden aquel fragmento de su desasosiego: Entre todo se salva algún que otro poeta. Ojalá quedara alguna frase mía, algo de lo que se dijese:¡Bien dicho!, como los números que voy escribiendo, copiándolos, en el libro de toda mi vida. Algún Fonollosa debe existir entre los que hoy, apartados del ruido, escriben. Seguro. Pero que esa esperanza no nos alivie en exceso. Existen también los que han entendido ya –o entenderán en un momento exacto de su vida– que basta del engaño y de engañarse, que basta ya del ejercicio melancólico, que se terminó para ellos la mala literatura en que deviene la poesía de a diario. La sin porqué. Y abandonan sin más la fiesta. Resueltos, definitivos, Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage. No piensen en Rimbaud y su tráfico de armas. Los hay mucho más cercanos, más a pie de obra. Los Cabañero, los Sahagún, los Gil de Biedma, los Brines de turno, Esos que, parodiando a Manuel -hace tiempo que no escribo lo que dicen que escribía- llegan al dolor y a la conciencia del instante en que deben callarse. Y obsequian a todos con su silencio, por lo menos en público. Cuántos en su misma situación no lo perciben de forma suficiente –los otros, los que les rodean, sí– y persisten sudorosos, sin desmayos. Como si fuera oficio de alimento la poesía.

Pues sí, amables lectores, para todos se edita Cuadernos del Matemático. Para los descreídos, para los entusiastas. Para los que la intentan como remedio. Para quienes la convocan como destino. Valga.


miércoles, 22 de febrero de 2017

Un poema de Luis Felipe Comendador: Consejos para un poeta joven

  
    Incluso para los poetas avezados vale este poema irónicamente lúcido, y ya canónico, de Luis Felipe Comendador. Poeta bejarano que recién ha hecho entrega en papel de su Poesía Reunida. El Jefe ha hecho una fotocopia y nos lo ha repartido por la redacción. Está exultante. Lo del lechón a mano es lo único, según nos comenta, que no le termina de convencer. Y es que él suele fajarse cuando lo advierte sobre el mantel. de algún segoviano  En lo demás, conforme. También sugiere que a lo de no escribir de la Virgen debería haber añadido ni de las infantas. 


Consejos para un poeta joven


No hartarse de leer
nunca,
           jamás,
                     tampoco.
No imitar con descaro
la poesía de los otros.
No escribir lo que piensas
que otros quieren que escribas.
No dejarles tus versos
a poetas amigos
mientras estén inéditos.
No criticar a críticos
que puedan serte útiles.
No poner nunca pegas
a poemas nefastos
de los poetas popes.
No presentarse a premios
de quinientos talegos para abajo.
No presentarse a premios
de quinientos talegos para arriba.
No presentarse a premios.

No ser, en modo alguno,
de tradiciones necias
que le pongan un marco
a tu poesía.
No escribir en los bares.
No escribir nunca a máquina.
No escribir.
No beber bourbon malo
ni ginebra sin marca conocida.
No serle fiel a nada,
ni a ti mismo.

No escribir con catarro
ni con esa resaca de los lunes.
No hacer uso ridículo
de recursos lingüísticos pedantes.
No hacer poesía angélica
pensando que el lector es gilipollas.

No tomarse las cosas tan en serio
que parezca que va la vida
en ello.
No ser un petulante
ni un estúpido.

No comer con las manos
tostón frito
después de una lectura.
No firmar los poemas
con tu nombre
seguido de la fecha:
es pedante.

No romper nunca nada
pues el pasado es siempre
un referente.
No creerte ese dios
que nunca fuiste
ni serás de seguro

No escribir de la Virgen,
como algunos poetas
que conozco.



sábado, 18 de febrero de 2017

Davina Pazos escribe, gesta cadáveres


 Cinco puñaladas en flor
(Para Davina. Con ocasión de Cadáver para un libro.)

      Dije con ocasión de Voces, su libro anterior, que Davina Pazos, ecuato-española, es poeta hasta la raíz de las batallas, belleza que duele, sugeridora, luz urgente, pómulos donde el presagio anida y hoy añadiría: mujer con olor a dama negra entre campos de dalias y luminarias de acero. Porque Davina vive transitada por el ansia de la frontera que separa la muerte de la carne y la vida del amor. Esa oposición de contrarios. Eros y Tánatos con voluntad de madeja. Es poeta que juega con el hambre de la noche. Y el azul del amor.

      Sometida por voluntad y decisión, al imperio enamorado de las vegetaciones, al dolor resignado de las hojas, a los hervidos círculos de las lentejas, al sueño subterráneo que a los tubérculos atormentan, sueña la muerte de la carne. Vehículo inútil de las emociones. La carne con su cerco de epidermis estorba en el poema. Es preciso apretar con fuerza la materia por la cruz de la garganta, cegar los tránsitos, lograr con la mudez el grito de la poesía. Todo poema es un crimen. ¿Es preciso borrar de la hoja de acero que lo escribe las huellas dactilares?


      Asesinar. Vivir en la certeza de la creación. Ser Díos a la inversa. Tal es el camino. Convertir el acto de morir en una obra refinada. Solo la voluntad de obtener, de procurar, placer convierte el oficio en arte. Lo execrable es la rutina. Es preciso matar como se escribe, como un acto de conciencia, pues ambos confluyen la plenitud de la belleza. Recuerden a Omar Kayyan, persa poeta y su amistad con Hassan, el viejo de la montaña, el primer assasins. Una finísima lámina separa lo sublime del horror. Es preciso conocerla. A un lado, el poeta y su culto; al otro, un vulgar criminal de a 30 años.

      Davina lee con aceros. Davina afina su decir. Lo pule. Lo aguza. Lo ancla en intenciones para que no yerre. Aquí más que en ningún otro de sus libros se aúnan mano, cerebro y corazón. Escribir, matar, deben acercarse a la perfección del hacer y el decir. Y en este solo poema fragmentado –qué bien edita Lastura– lo consigue. El yo poético hace masculino al protagonista, el que dice. Soy un hombre entregado./ Me deleito en mi obra, la disfruto/ y a cada uno doy lo que merece.  Quiere decir: la forma de muerte que merece. De eso hablamos. ¿Por qué hombre cuando el único asesino es ella… la vida? No es justo, no es cruel. La vida mata, escribe JL Morales

      Carne lívida sobre la que escribir. Boca en boca donde la sangre mana. Luz de acero que perfora y enmudece. Vino tinto vertido en los pozos de la llaga. La lentitud eterna donde vive el instante. Las fauces abiertas de lo oscuro y el sur fatal de Borges. El alivio de la penetración y la tensión de lo anónimo. El fulgor de lo urgente. ¿No es esto poesía? Las horas también matan y son nuestros oráculos. Tomás de Quincey, Jonathan Swift, Allan Poe, José Mª Fonollosa lo supieron. Y lo cantaron. Cómo no tú, dama negra, que habitas los alrededores de su aliento. Exquisito cadáver para un libro de sangre y de papel.

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XXXIII

Llega la noche y algo en el poeta
se enciende y es delirio,
sinfonía de luces y de sombras
despiertan en el alma
las ganas de matar,
hallar el huéped perfecto de mi filo.

Decía, tuve ganas, sin más,
de dar con alguien
que llegue tarde a casa
por caminos desiertos,
algún triste
que vaya a caminar por aliviarse
o vaya al cine solo
o llore solo
o busque a quien cortarle la garganta.
Qué ironía.
Dos que saquen los cuchillos a la vez,
dos con ojos incrédulos
y espanto,
dos con el mismo oficio
y con las mismas ganas.

lunes, 13 de febrero de 2017

Un poema de Miguel Ángel Yusta: Trenes de vagones de madera

Lidia Miguel (editora) y Miguel Ángel Yusta
sostienen un ejemplar



      Pocas cosas como mirar el tiempo, su paso, como decidirse a contar su estela para conocer la talla de un poeta. El tacto, la decisión culpable, la ternura y la queja, la aceptación, las pérdidas calladas y la luz dolorida. Territorios en donde poner la mirada, quiero decir donde posar las yemas de los dedos, porque el pasado ciega nuestros ojos. Tan solo el corazón alumbra los recuerdos. Y nos calienta. Vienen esta palabras provocadas por la lectura de Ayer fue sombra, de Miguel Ángel Yusta. Aragonés. Poeta. Un poemario reeditado por Lastura. Y ampliado. Porque la memoria es siempre un manantial insatisfecho. Niño que fue de la posbélica melancolía, de una España mojigata, introvertida, el poeta cuenta sin rencor el daño, los caminos cegados, las puertas entreabiertas que el cine, la radio y la copla dieron a su adolescencia. Escaso bagaje sobre el que levantar proyectos y fracasos. Miguel Ángel Yusta es un poeta sereno, de voz templada, de una sencillez profunda. Y es un hombre enamorado de la música. Tan entusiasta de la opera como prendido y prendado de lo popular. Desde siempre es abonado al Real, y desde siempre mantiene en el El Heraldo una sección “El rincón de la copla”. Donde divulga, donde crea con un entusiasmo que nunca agradeceremos bastante.  Los poemas de Ayer fue sombra hablan de noches frías y sueños ávidos, de sesiones en blanco y negro, del único juguete en la noche de enero, de las siestas inhóspitas, del deseo inhibido, del silbido de tren y de la carne abierta. 

Trenes de vagones de madera

Corrían tiempos de silencio y miedo,
de trenes con viejos vagones de madera
y fríos asientos de tercera clase;
años de recuerdo de una infancia gris.
El revisor pedía los billetes,
las mujeres guardaban sus pequeñas botellas de aceite
bajo los asientos,
mísero estraperlo de tercera clase,
asientos con cinco personas apiñadas.
Pasaban los guardias civiles impertérritos,
tal vez cansados también de la tercera clase.
Mi padre sacaba los papaeles apresuradamente,
no había DNI, solamente un papel, una cédula arrugada y sucia.

El tren seguía su traqueteo perezoso, asmático, en la noche,
con paradas interminables en sucias estaciones.
“Policía, documentación”, se encendían de nuevo las luces
de aquellos vagones de madera con gentes sencillas,
cansadas y hacinadas.
Al hacerse por fin el silencio, yo miraba por la ventanilla
los campos oscuros,
las mortecinas luces de los pueblos,
las chispas de la locomotora, los postes telegráficos:
uno, dos, tres, miles pasaban como fantasmas en invierno.
En la noche la luna llena velaba las estepas,
la peinaban los árboles o la herían los cables.
Yo soñaba con verla brillando muy quieta sobre otros paisajes,
mientras, en los duros asientos, ya todos dormían.

Sólo un niño soñaba despierto.    

viernes, 10 de febrero de 2017

Luto en enero

                                                                               


Homenaje a Nicolás del Hierro
In memoriam
Biblioteca Casa de Fieras/Enero 2017

                I                                                            
Llorábamos por ti.
En lo oculto, lloramos por nosotros.

Hondo es el pésame,
siempre que alguien nos deja.
Son lamentos de ausencia, nuestro miedo.

                 II
Hilábamos tristes tu despedida,
leímos el ceremonial de tu muerte.
Ensayamos el drama de la nuestra,
a modo de pieza teatral.
¿Cuánto público  habrá?
¿Será hermoso el epitafio que escriban?
¿De verdad, nos querían?
¿Serán preciosas las rosas?

                III
La muerte es la gran falsificadora.
Escribe el punto final. No hay respuesta,
ni turno de palabra, ni réplica.
Es la solidez de un acta notarial,
la firmeza de una inscripción latina.

                   IV
Allí estaban luctuosos los poetas,
graves lamentos en Casa de Fieras.
Encerradas sus obras,
las bibliotecas no son libros,
son aullidos, es gente.
Hay mil voces en jaulas-libros
que gritan la historia, que cantan la poesía.
Poemas para ser pensados en la intimidad.
poemas para ser gritados en la plaza pública,
poemas que atalayan un yo maltrecho,
poemas flecha
que se tensan hacia un mundo mejor,
poemas tuyos.

Allí estaban luctuosos los poetas.
El presente es un país extraño.

                     V
Enero perderá el luto del frío.
¡Agua, agua,
tan de poetas, tan de la Humanidad!
Agua tan tuya, Nicolás del Hierro.
Te has ido con la Muchacha del Sur.

                      VI
Mística y misteriosa la llanura.
En su horizonte, el vacío, la nada
que nada perturba.

La llanura es lo parco como asilo,
lo recio como pan,
la lejanía como una madre.
Por ella he visto al poeta Caro llorar.

                                            MARIA ANTONIA GARCIA DE LEON


miércoles, 1 de febrero de 2017

Solapa


Alguien nos dijo que
la poesía habla
de identidades

de la confusa niebla
que envuelve lo real
o del destino

tal vez por ello
el poeta es un hambre
de acciones y palabras
disyuntivas,
que ante las cosas
se siente extraño

y en las tardes se escribe
con la esquiva tristeza
de los dodecaedros.