Se
llamaba Sandalia,
no
hay otra en todo el pueblo con mi nombre,
nos decía,
por
eso nunca
he
vuelto la cabeza en vano,
siempre
sé que soy yo cuando alguien llama.
De
negro, como todas,
era
el tiempo del luto y su costumbre, menuda,
andaba
a pasos cortos, las manos recogidas;
tuvo suerte y a nadie
perdió
en la guerra, pudo ver a su hijo,
mi padre luego,
volver de Guadarrama
con
los pulmones rotos por el frío
y
un hambre desmedida de tabaco.
Años antes
-me parece que el 20-
cuando llena su entraña
esperaba
una hija, murió su amparo,
murió
mi abuelo.
Con
lo puesto siguió, en el íntimo cuido
de
su familia pobre, pero junta, pero justa;
de sus manos,
pantalonera
humilde, hizo que el sol saliera
a
calentar su hogar día tras día.
Nunca
escuché
alta o recia su voz, su fortaleza
estaba
en lo sencillo, en su figura en sombra,
y
la suya
fue
la primera muerte que me buscó de cerca,
cayó
en el patio, junto al pozo,
inerme,
sola, pero no vencida
por otra cosa que no fuese
por otra cosa que no fuese
haber
vivido su coraje a tientas y encendido.
Pegado
a su memoria, hoy
conservo
junto a mí
aquel
brocal de arcilla que la viera caer, y la dulzura
de
antiguas tardes-noches de verano:
¡Paquito! me llamaba para darme sus fritas,
rebanadas
de pan empapadas en vino,
que
aún y todavía, sabedlo, me alimentan.
2 comentarios:
Un gran homenaje a quienes tanto debimos y debemos y quienes nos siguen desconocen... Un abrazo.
Un homenaje tardío, también, pero los poemas acuden cuando quieren. Gracias, Miguel Ángel.
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