Hace
ocho años hoy, 28 de julio, que vino a la tierra el cuerpo del poeta Vicente
Martín Martín. Recuerdo el lento pasar, el sol tibio en la espalda dorando
el camino hacia el lugar dispuesto para su cuerpo. Cada año recuerdo esta fecha.
Y lo hago con el dolor de la perdida y el agradecimiento a la vida por haberme
permitido conocerlo. Disfruté numerosos momentos junto a él y junto a Charo, su
compañera y su mujer. Mis amigos. Poeta de fertilidad, de amor siempre joven
por la palabra audaz y generosa, fue elegido por la imaginación y las imágenes
como refugio salvador. Siempre fue poderoso y ágil en la ejecución del poema. Entonces
lo leía y leíamos con las alas abiertas, hoy lo leo y lo seguimos leyendo con aquella
emoción. Quien lo conoció no lo olvida. Ahora, hoy, hago cuenta que apenas si
nos tratamos siete años, pero qué intensidad de amistad y obra poética. Nunca
hubo rutina entre nosotros, ni algo parecido al frío o al distanciamiento.
Recuerdo el último abrazo de despedida a la puerta de su casa, una tarde de
mayo, después de un almuerzo a dos. Supe que no volvería a verlo. Él había
comenzado a escribir en su juventud más temprana. Una vez, por esas fechas, me
contaba, había coincidido con Luis Rosales y se había atrevido a enseñarle su
mejor poema. Don Luis se lo devolvió con las tres cuartas partes de los versos
tachados: Lo que queda es el poema, le advirtió el granadino. Jamás olvidó la
lección. Luego vino el silencio público hasta que a mediados de la primera
década del siglo estalló la gallardía esbelta de su decir, la provocación de
contar la vida desde la tensión surreal y humana que su mirar le proporcionaba.
Sus poemas atienden a las verdades contrapuestas, a ese saber lo que de ácido y
tierno tiene el amor, por eso campan por los territorios del deseo y las renuncias,
dialogan con las contradicciones. Al fin y al cabo vivir es pasar, se advierta
o no, de un riesgo a otro riesgo. Y el buen poeta está para contarlo. Murió
pronto, se nos murió a muchos muy pronto Vicente Martín. Hoy lo sé cierto y lo
digo. Y le recuerdo desde la hermandad, desde el calor más próximo. Ocho años.
Sabed que continúo sintiendo su afecto.
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Algo
ocurre en el mar
y nada tiene que ver con que en el bosque
se
impacienten las olas o en las islas lejanas
relinchen
los caballos
nada
con
que cubran de incienso las mañanas sus márgenes
o
aparezcan las nubes con sombreros
de espuma recitando
versos
de un miserere,
algo
ocurre en el mar y yo lo he visto
sin
bajar de mis ojos,
solamente
con
mirarme en los tuyos y encontrármelos llenos
de
acequias y estiajes
porque
¿sabes?, la luz tiene memoria y la memoria
se
crece a medianoche
y
está exenta
de
vivir para siempre la impiedad de los viejos
laberintos
de arena.
Te
he visto caminar bajo una lluvia
ebria
de acantilados,
he
visto cómo exhiben las algas en tu pelo
signos
de haber dejado en algún puerto interino
y
a contraluz
tus
pasos
y
te he visto con ese afán intacto de quitarle
al
viento las palabras
y trepar al eclipse en que se acuestan
las
cigüeñas andinas,
triste
como
si el mundo
no
tuviera las llaves de un océano
con
que llenar de azul la inmensidad nocturna
de
las horas siguientes.
2 comentarios:
Y la amistad, serena y permanente , en un gran corazón atesorada , avivando la llama del recuerdo...
Excelente. Debió ser grande la amistad y grande el hombre. También es grande el poeta; y los poemas, mientras alguien los lea con emoción, viven.
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