Luis
Feria (1927-1998), Adonais del 61, fue un excelente poeta canario, al que cada
vez se acude más. Coetáneo de la generación del cincuenta, paseó por Madrid su
juventud y sus primeros libros. Luego volvió a su isla, donde vivió su hacer
con tanta discreción y amor a la tierra como mediana repercusión mediática.
Amigo de lo sensible y la pastelería, Juan Carlos Mainer le visitó y prestó la
atención debida. En Pre-Textos es posible encontrar su obra completa. Tengo que
confesar que le pedí prestado un verso para titular uno de mis libros “El
oficio del hombre que respira”. No puso reparos. De él se suele traer a vistas este
poema –“La taurina”– en donde, a poco que se ponga atención, es posible
aprender uno de los motores eternos de la poesía, lo elegíaco. Ganas
teníamos de incorporarlo a “Mientras la luz”. Poeta desigual, como todos, poeta de verdad, como pocos, dice de él José Luis Martín.
El metro, a la una y media,
llevaba a «La Taurina». Atrás
quedaban las monótonas
horas, la severa actitud
del encerado, el sopor
de las aulas: vida neutra.
A la llegada, el callejón sombrío
se abría al patio lívido; entonces
aparecía el tuerto barracón,
la noche acumulada en las paredes;
dentro, el mundo.
Según los vasos se vaciaban,
la vida era una noria donde a gusto
rodábamos, guiados
en los giros por luces mortecinas,
por el humo animal, la fosca sangre
que rauda rebotaba en el bullicio.
Puertas que se abren: paso a las reinas
destronadas.
Los cansados paréntesis, el tedio,
costumbres herrumbrosas,
se olvidaban,
y en la madera de las mesas se encendían
los vinos peleones, sus vivas crestas
rojas.
el paisano aguardiente: eh, compadres,
qué broncas vuestras uñas en la lengua.
Al avanzar la noche cundía la amistad.
Comenzaba la fiesta: la florista candonga;
Felisa, de hospital y cárcel;
el fotógrafo, curda y tristón como un
tango;
Marta la bruna, buscando todavía
alguien que la quisiera, palabras
rotas
entre el rumor del agua y de las sábanas;
Lolita la cubana, libertadora
de fuerzas comunales, siempre
propicia al diálogo gachón.
Sí; según los vasos se agotaban,
la densa sangre iba
por los ávidos pechos abriendo falsas
puertas.
Una intensa amistad viciaba el corazón,
mancillaba los vidrios belicosos,
los inocentes vasitos de menta.
La orquesta rucia arreciaba
chocando, rechinando, traicionando
en la lengua procaz de los metales
lo que remotamente fue creado para música.
Apagadas las últimas
llamaradas del vino, la luz se difundía
por el patio lluvioso y ya el amor tiraba
hacía el sabio desorden que desatan los
cuerpos.
Amigas mías: ¿quién de vosotras preguntó a
mi lado
por nuestra soledad? ¿Cuál
de vosotras me enseñó una noche
que basta un corazón para llenar la
estancia?
Sólo fuimos
un millón de proyectos sin sentido, turbia
luz,
cualquier fecha, alguna madrugada.
No culpemos a nadie: todos éramos
acusados y cómplices del juego.
¿Os acordáis? El metro,
a la una y media,
llevaba a «La Taurina».
De todo esto hace ya mucho.
Ahora brilla otro rótulo de siniestro
neón.
Damas de baja sociedad, tantas amigas
mías,
donde quiera que estéis os abrazo y evoco.
Antes de separarnos tomemos otro vino:
salud y suerte por cuanto me disteis.
De Fábula de Octubre, 1966
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