Una brisa elegíaca
y al tiempo celebrativa recorre el poemario, en donde la primera persona del yo
poético se convierte en un sujeto lírico poderoso: agente a veces, a veces contemplativo. Pero siempre
dispuesto a entender la existencia como una debilidad consentida y una aventura fugaz, a las que sólo la autenticidad del vivir, a pesar de los daños cotidianos, la fe en la
palabra como senda y la memoria como conspiración son capaces de ofrecer refugio
íntimo, cobijo ante lo incierto y lo seguro de su horizonte final. Hay también
la presencia del tiempo como juez inflexible, más evidente en las estancias en
que el poeta, siempre deleble, se enfrenta con la seguridad del mar. Y hay un
tiempo testigo que recuerda y vigila. Como cuando aquel niño, que ya es vida
pretérita, aparece recogiendo sus últimos enseres en lo que fue su casa: vuelvo a entrar otra vez para buscarme/ en
las ropas gastadas. Así mismo es posible encontrar –derramada con precisión
en las páginas– una afinada percepción de lo intangible, algo muy propio de su
enorme sensibilidad como poeta. Del mismo modo que, concentrada en los últimos poemas,
la canción del amor golpea presentes, pasado y futuros: dos sueños rotos, no: un solo sueño, dice. Una reposada lectura nos indica que la
tentación de lo ardido, el afán de la luz más alta, la claridad que nos desvela
apenas poseída y los devastados caminos que el tiempo ofrece, son cardinales
indispensables en este habitar lo perdido y lo esperado que supone Estancias.
Señalemos que
nuestro autor dedica bastantes de los poemas a mujeres significativas para él,
tanto por su amistad poética como personal. Así como el acierto de abrazar las
citas, de poetas bien leídos, incorporándolas en el interior de los poemas,
haciéndolas suyas, vividas. Por último, decir que el libro viene precedido por
un magnífico prólogo de Juan Pedro Carrasco García en donde se señalan los
senderos por los que caminar mejor y con más provecho el poemario.
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Preciso
me es salir, irme allí afuera,
irme
un punto de mí
a
decir lo que puede decir lo luminoso,
el
cristal que se cumple en unas lágrimas
no
lloradas aún
por
el dolor de todos mis pecados,
dar
salida y escape y claridad
a
unos ojos que piden
las
más altas purezas de la luz.
Esta
mañana salgo a la costumbre
de
acercarme a la vida, y necesito
que
mis ojos encuentren una visión más alta,
una
visión de allí,
donde
nada se oculta,
donde
los versos no tienen escape,
no
mudan en lo blanco
ni
en lo negro se borran,
no
como estos que parecen
tener
fuego en los pies:
son
más veloces hoy que de costumbre,
y
no puedo alcanzarlos, ser en ellos
ese
rastro de mí que se me pierde.
Corren
los versos más que yo,
y
aunque tengo su música se escapan,
me
niegan la fortuna de atraparlos
a
mí que tantas veces los tuve sin moverme
del
sitio donde estaba
abierto
entre lo abierto
mi
corazón, tentando lo más puro
de
una cierta armonía.
Preciso
me es salir, irme allí afuera,
irme
un punto de mí
a
decir lo que puede
decir
lo luminoso, aún sin desbordarse,
el
cristal que se cumple en unas lágrimas
no
lloradas aún por el dolor
de
todos mis pecados,
persiguiendo
unos versos muy veloces,
que
parece no quieren entenderse conmigo,
que
nada hacen por mí, me dan la espalda.
Esta
mañana toda
mi
alma se alimenta de codicia.
10 comentarios:
Gracias. Gracias a los dos. Ante tales palabras a uno de dan ganas, como a San Buenaventura cuando escuchó la precedente lectura de la tesis del santo de Aquino, de romper discretamente sus torpes cuartillas... ¡Qué luz, por Dios...!
Hondo, reflexivo, necesario Manuel Cortijo. Un abrazo, Paco.
Maravilla
Excelente poema con claros aromas de la generación del 50. Una suerte de continuidad!
Miguel, Cortijo es un grande maravilloso.
Sí, Javier, así es Manuel Cortijo.
Tinte de auténtica poesía, Javier
Manolo, para mí siempre eres mi amigo. Ya sabes, Manolo, siempre. Cristina Cocca.
bien lo sé, Cristin
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