viernes, 2 de octubre de 2009

Ana Garrido escribe


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Ana Garrido es una amiga mía y de la poesía. Preside la asociación literaria “Verbo azul”, de la que en alguna ocasión hemos hablado en este blog. Pero ahora quiero hablar de ella. Vive en Alcorcón, muy cerca de la esquina donde confluyen las calles del Ritmo y del Buen Gusto. Escribe poesía no sé desde cuando, aunque sí sé como. Con una delicadeza, con un mimo, que atrapan al lector en sus maneras garcilasianas, en la rotundidad de su ternura. Ana escribe deshaciéndose, dejándose en las huellas. Y sin embargo, Ana duda, tantea, busca. Sabe que todo, o casi, en poesía está contado y que la novedad se esconde. Lo sabe porque lee. Se deja entonces llevar por el rumor de las calles que rodean su casa cuando algún misterio la impulsa a la escritura. Y escribe. Escribe, yo os lo digo, como suenan en el alba los arroyos.

Escribe de vez en vez, sin urgencias, con algo de pereza consentida. Luego espera. Y en los últimos meses su espera ha sido recompesada, ya sabe que hay gente que escucha, que atiende a cuanto dice. Ya la había, ya éramos muchos quienes aguardábamos sus versos con delectación, ahora hablo de oídos externos, de gustos dispuestos a la comparación, a señalar lo selecto. Como sucedió en Dueñas este verano, cuando sus palabras, tendidas a los soles, recibieron el oro, el fresco oro, del más genuino recipiente.

Ana es poeta. Y en algunas tardes del Gijón, sublime.


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SINCERAMENTE hablando,
alguna vez debiera preguntarme
por qué se me amontonan los suicidios.
Se ha parado el reloj,
las siete en punto,
empiezan a estorbarme las canciones
que saben a destierro.

Porque la carne crece
y desordena
esta estación de paso que recoge
mi piel y mis maletas.

Voy a tomar un tren a cualquier sitio,
voy a beber de un trago los paisajes
de un diluvio de tierra
antes de que la lluvia desentone
y se acueste a dormir pespunteada
como un lento rodar de mariposas.

Pero no me digáis de dónde viene
ese temblor dulcísimo del aire.

Y estaré como siempre,
como antes,
muriendo a cada hora en cada grito,
porque sólo me quedan cicatrices
y algún rastro de sol
entre los ojos.

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