miércoles, 25 de marzo de 2009

Pedro A. González Moreno


Publicado por vez primera en Lanza. Extra de Navidad, Diciembre 2007, con motivo de la publicación de "La erosión y sus formas. Antología 1986-2006" (Vitruvio).


Pedro Antonio, poeta que escribe deshabitándose, aunque su poesía esté habitada por el concepto crespiano de “el tiempo en la palabra”, ha bien titulado con “La erosión y sus formas” a su poesía seleccionada, volumen que lleva por subtítulo “Antología 1986-2006” y que contiene 72 poemas de los publicados en sus cuatro libros anteriores, a los que ha añadido cuatro inéditos.

Poeta sin prisa, de lenta elaboración, su falta de urgencia ha hecho que pasen casi 10 años desde su segundo a su tercer libro y casi otros tantos hasta el cuarto, “Calendario de sombras”. Domina su poesía la tensión de lo inasible -“del pájaro sólo/ lo que tiene de vuelo”-, a la vez que el alargado hilo de sus certezas; poeta en el que la memoria de la vida precede siempre a lo vivido, donde vivir es solamente contar la luz que la memoria desprende, anotar, soportar sus caricias y erosiones, ver hundirse los barcos que olvidaron sus puertos, o retratar como se borran “con esa levedad callada, fría.../ las cosas en la nieve”.

La palabra de Pedro A. es territorio de la elegancia, acomodo del ritmo y el concierto. Poeta, como pocos, de deslumbrante perfección formal, cuida la palabra, los versos, las pausas de la música, ya que no ignora que es la única materia con la que elaborar la poesía. Poeta del tacto, sus palabras invitan al roce, a ser recorridas, porque, como ha dicho alguno de sus críticos, sabe que “las palabras son las verdaderas mediadoras entre el hombre y la muerte”. Será con el tacto de las palabras con el que pueda el hombre reconocer la voz que le anunció la vida, reconocerse.

Ya hemos avisado que para el poeta la memoria antecede a los cuerpos, a lo tangible. La memoria entendida como el recuerdo total y primigenio, como la consciencia de la vida recién advertida, recién estrenada, la vida entera. A partir de ahí comienza su desvanecimiento, comienza el hombre -la casa- a deshabitarse, a sumergirse. “El desván sumergido” es uno de sus títulos más representativo. Y es entonces cuando a la metáfora continuada de la casa, como recinto y sede de la memoria, Pedro Antonio opone la de la erosión: ceniza, silencio, agua, sombras, los cuatro agentes externos, permanentes, que amenazan, desgastando, lo vivido, o mejor la longitud y el misterio de lo vivido “Es la erosión quien nos elige, es ella/ con su mano de agua/ y su callada alfarería/ quien nos va dando forma...”. Los cuatro rostros de una sed agresiva que nos saja, de un tiempo que va desocupando calendarios, deshojando sus cifras anunciadas, sus días, hasta instalarnos inexorablemente en la desposesión. Pero es exactamente en ese acerbo de pérdidas que, como en el desván los objetos atrojados, se convierten en sombras, donde el poeta busca, donde encuentra territorio, voz para el poema, para sus manos piel.

Su voz, platónicamente lírica, nunca abandona la sospecha que, a pesar de tanto esfuerzo, la realidad poética permanece en la idea del poema, sobrevolando siempre la cáscara de tinta con la que el poeta intenta su concreción. Pero tal intuición no desalienta a Pedro Antonio, que ofrece su palabra como un amplio matraz donde guardarse del ascenso de las aguas, de la desmemoria, “un cuerpo no se eleva/ más allá de los nombres”, como refugio de una infancia, de una higuera, que siempre suena al fondo, pero siempre desmoronándose, ennieblada, ennieblándonos, hasta llegar a una ausencia desde ha mucho presentida. Tal vez por eso alguien ha tildado su poesía de voz hacia lo triste, opinión que no comparto, su voz tan sólo insiste en la melancolía que las cosas -“si pudiera tocarse la memoria.../ con la misma piedad con que se toca/ un traje muy usado”- devuelven tras el tacto, tras la paciencia evocadora de la caricia.
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LOS CUATRO AGENTES DE LA EROSIÓN

I

Como sobre la piedra,
sin piedad y sin ruido,
actúa la erosión sobre la carne,
con ese suave roce
que al mismo tiempo saja y acaricia
como una áspera seda que tuviese
algo de beso y algo de navaja.

Todas las formas de erosión pasaron
voraz y minuciosa-
mente sobre esta piel vacía.
Vino
primero la ceniza con sus flores de escarcha,
con su tacto de invierno, su color de luciérnagas
sin brillo, con sus calles
sin cal y sin regreso
y sus ciegas señales de una lumbre ya extinta.


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