miércoles, 27 de julio de 2022

Diez años sin Vicente Martín

 




     Hoy se cumple el décimo aniversario del día que devolvimos a la tierra el cuerpo de Vicente Martín, poeta. Había muerto el día anterior, pero mi recuerdo se encadena siempre a aquel recorrido de tantos, abrazados y juntos, desde la Iglesia Parroquial hasta el cementerio de Torrejón de la Calzada, lugar de su última residencia. Abulense de nacencia y vocación, amigo de la vida y de la poesía, un dulce sol de julio, débil y dolorido, bañaba nuestras espaldas mientras, caminando, despedíamos su cuerpo. Fueron apenas quinientos metros que todavía guardo en ese extraño rincón en donde la memoria se transforma en belleza. Y permanece. El mundo y su luz quisieron ser uno con nosotros en ese andar de dolor y consuelo. Íbamos mucho con él, ya solo cuerpo, pero permitid que nombre a Antolín Amador, joven y poeta, hoy en silencio escogido, a quien Vicente quería especialmente.

         En este ajado blog lo he recordado cada año y he acompañado mi palabra con alguno de sus poemas. Pero en este 22 quiero hacerlo con el texto que levanté apresuradamente días después de dejarnos. Sé que me voy internando en años de despedida y despedidas. Hay muchos nombres ya en nuestras mentes, mas permitidme que os diga, ya en medio de ese bosque de sombras, que percibo clara y tiernamente, junto a la de Vicente, las de Nicolás del Hierro, Maxi Rey, Juanjo Alcolea y Paco Marquina. En ellas todavía me cobijo. Ellas me siguen confortando.


El bosque
 
Con la memoria de Vicente Martín
 
Atravesar el bosque de los días,
rozar sus árboles,
olmos, alisos, fresnos…
hablarles a través de lo cercano,
preguntar por qué callan,
cuánto saben del paso de los hombres
 
cruzar el bosque, hallarnos
en las encrucijadas con los desasosiegos,
no mirar las orillas, y elegirnos:
ser el árbol sin más
que floreció en otoño,
que escucha como el viento nos sugiere
envejecer, callar, cuánta tristeza, sabernos hijos
de san Juan de la Cruz y no sabernos
 
ser un árbol que pueda
recordar los relatos futuros de la llama,
y contar como duelen
los murmullos vigías y los nidos de aceros; ser el árbol
que conoció gramáticas rebeldes, lo sagrado
de la palabra madre, que ignora cómo pudo
la ternura mudarse en abandono
 
un árbol que pregunte qué camino
nos devuelve a la infancia,
la longitud sin dueños y la edad
que alcanzan los olvidos, y por qué
viven juntos los álamos y buscan las riberas,
que es posible morir cientos de veces
y solamente una.
 
Atravesar el bosque de los días,
desbordarlo,
y preguntar contigo, Vicente, en la Moaña,
de qué pudo servir
gritar imán, arquero,
saeta y transeúnte,
de que pueden servirnos los gorriones,
de qué buscarles
la canción y dejar que posen en las ramas
si los labios que intentan el poema
son pájaros helados, dos pájaros helados.
 
Atravesar el bosque y esperar
con Pedro, con Morales,
Manolo, Nicolás, con Juanjo y Ana,
con Olga y Antolín, beber el blanco drama
de no ser todos
hasta que llegues tú, Vicente, sólo nombre.
 
Es preciso sabernos
palabra, parte izquierda, sabernos caridad o redimidos,
y después refugiarnos en cabañas
 
huir del tiempo, crear Castilla, llegar a las tabernas,
allí donde residen tabacos antiquísimos,
allí donde las copas
vaciadas nos protegen de los dioses,
allí donde un amigo se posa en el costado
constante del dolor
y hace que ceda;
es preciso sabernos
abejas que laboran entre los edificios.
 
El camino, la tarde,
los bosques invisibles, eso somos
un veintiocho de julio,
encinas para el último automóvil
que recorrió los páramos, dos goznes
de versos todavía somos
 
porque queden
entornadas las puertas
que guardan la memoria de tu verso,
entreabierto
el instante que habrá
de fundirnos en luz
antes de para siempre separarnos.
 


2 comentarios:

Ana Garrido dijo...

Estuvimos, fuimos. Somos. Gracias, Paco por esta luz, su luz. La nuestra.

fcaro dijo...

Así es, Ana. Esperemos tener la habilidad suficiente para que no se apague.