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jueves, 17 de febrero de 2011

Otro poema de Juan Bernier

Fotografía de Julia Caro
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Escribió Rafael Pérez Estrada de Juan Bernier:

“Juan nos iba leyendo, dia a día, el contenido de una obra en la que la cólera, la pasión y la denuncia se aunaban y, a veces, se atropellaban ante el más alto estímulo del hedonismo. Siempre pensé que en un ámbito de mayores libertades, Juan hubiera sido el Sandro Penna español. Leía mal, ensalivaba sus poemas verso a verso, y, sin embargo, daba la impresión de ser un tímido y a la vez lujurioso fauno, que, con olvido de su índole mitológica hubiera hecho del escribir su oficio. Juan era una especie de notario de la condición humana, alguien haciendo lo imposible para comunicar su placer y su angustia”

Sin duda que el poema de Juan Bernier sobre la posesión, que aquí ofrecemos, puede acercarnos al retrato que ofrece el granadino.


Amante

No era un sueño y sí una realidad hiriente
que el cristal límpido de su alma reflejase
              un sapo inmundo;
porque, cuando miraba a su amante, un viscoso humor,

una vegetal linfa de asco y húmedo aliento
empañaba el transparente vitral
              de su estimación humana.

Porque a veces su mirada caía sobre él como
               una mano acariciante
y una dulzura de lágrimas hincaba sus rodillas
para lamer el viscoso fango de su húmedo vientre,
y aquel sapo era como un niño a quien
                se estrechaba entre los brazos,
suyo, enteramente suyo, defendido
                como cachorro tierno
por un turbión caliente de cariño y de celos.

Pero el amante era frío como un verdugo experto,
afilaba cuchillos para un lento suplicio
de herir, de despreciar, de retorcer el alma que le amaba,
la mansa y dulce alma, sumisa por completo.

Exprimía el corazón como un viejo guiñapo,
con el gesto, con la mirada, con el silencio,
para después prostituirlo ofreciéndose todo a su beso,
y mientras la baba de la lujuria chorreaba
                fecal en su rostro,
el látigo de Sade azotaba sabiamente,
y el alma era como un perro azotado que lamía el suelo,
                 la sandalia, la mano
de la carne todopoderosa, fría dueña de todo.
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(Del poemario Una voz cualquiera. 1959)

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