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Hoy es miércoles. Ayer estuve en la Feria del Libro. Libre en esta ocasión del frescor desmesurado de los días precedentes y libre también del recuerdos de antiguos calores o chubascos. Una tarde madrileña, velazqueña dirían los cursis, agradable, que sin duda agradecí.
La tarde coincidió, no por casualidad, con la firma de ejemplares de “Más allá de la llanura” que mi amigo Pedro A. González Moreno dedicó a los compradores que decidieron acercarse a la caseta de Latorre Literaria, en donde el libro permanece, aunque no sé si el autor.
“Más allá de la llanura” es un libro atípico de viajero por la provincia de Ciudad Real, una visión literaria de las formas y los modos con los que el hombre y la naturaleza han ido vistiendo y esquilmando los paisajes. Una crónica baciyélmica (en palabras cervantinas del autor) en la cual la memoria y desmemoria de la piedra y sus olores y de la ausencia del agua atrapan al autor, lo zarandean, lo exprimen, le obligan a caminar con la palabra abierta de par en par en par (no es error). Sorprendido, advertido, denunciador, cariñoso, atento. Más allá de la llanura manchega, de la feroz agonía de los regadíos imposibles, de la avaricia y su crimen, el viajero repasa los volcanes del Campo de Calatrava, los cerros de Montiel, su cobre, los ríos del vino y los ferrocarriles, el furor de las hierbas azogadas de Alcudia, las aguas distraídas, y ya sin hermanos, del Bullaque. (Laica coincidencia: mientras escribía lo anterior, un repartidor de agencia me anuncia que me trae un envío de la Biblioteca de Autocares Manchegos, le corrijo por el telefonillo, “debe ser de Autores” “tal vez –responde- es que no se ve bien”. Dentro viene “Más allá de la llanura”, debe ser su aroma a cantueso, a poesía y camino, que confunde, que excita al viaje).
Dejé al autor con su público. En compañía del poeta J. L. Morales, previamente convocado, comencé el clásico paseíllo, el devenir que te enfrenta al menudeo de las editoriales apenas comercializadas, al runruneo con libreros y firmantes. Casi al lado, Ángel Guinda, “Angelito” para mí, poeta a ras de cielo, aragonés de Lavapiés, con más amigos aún que versos. Parada. Dedicatoria de “Claro Interior” con foto incluida. El corazón abierto entre autor y lector, en la safena herida: Olifante, la editorial, que sin pudor exige 15 euros (menos el diez, ya sabes) por un ejemplar de 46 páginas hábiles. Pago yo uno, paga otro José Luis. El abrazo vale más. Seguimos. Parada en Renacimiento de Sevilla, siempre lo hago, el año pasado compré un D´ors, en este, poemas de amor de LA de Cuenca, a quien había oído leer hace poco algunos de ellos (por otro, nuevo supongo, anunciaron que le darán 6000 euros en Málaga, lo del Alcántara, ya saben). José Luis compra tres, títulos distintos. Pagamos, seguimos. Un detalle con los hijos adolescentes: en otra caseta un libro para cada de Luis Piedrahita, obligada lectura para hijos adolescentes y no tanto. Persiste el paseo, las miles casetas. Por el cristal finestral de uno de los pabellones vemos a Miguel Casado, en compañía de otros, masturbando, ordeñando a Rimbaud. ¡Cuánta leche todavía! Caminamos. En no sé compro “La canción de la tierra” de Félix Grande, es una gran antología en edición barata de la E. R. de Extremadura, qué bien hacen. Félix es manchego y/o extremeño según el día. A veces de ningún lado, pero siempre magnífico hombre, magnifica voz de cardenal, magnífico poeta. J. L. compra otro del mismo autor. Luego buscamos, para su hermano, uno de las catedrales estiradas de Llamazares, lo encontramos en tamaño suficiente para ser leído en avión. Vemos Hiperión al otro lado y, sin pudor, nos cambiamos de acera.
Llego a Hiperión con dos encargos. Uno comprar “El viento entre las ruinas” para mi amigo Félix Ortega y otro comprar “El viento entre las ruinas” para mi amigo Teo Rubio, que esta tarde tenía prisa (y nos dejó el dinero). Pago los dos, la librera me estafa, pero aún no soy consciente. El autor de ambos es J. L. Morales, mi acompañante, al que pido que dedique los dos ejemplares para solaz de sus destinatarios. Conversamos con la librera, José Luis rechaza una de sus proposiciones matutinas. Merodeo por el mostrador. Veo los Haikus nuevos de Bermejo. Compro la poesía reunida de Llamazares “Versos y ortigas”, la librera me vuelve a estafar redondeando a su favor y haciéndome un favor. Consiento, ya consciente, por evitar altercados. Tomo nota. Seguimos con cierto afán. Llegamos a Bartleby Editores, están contentísimos con Sylvia Plath, tercera edición, casi quiero comprarlo, 28 menos el diez, lo pienso, lo tengo casi leído, me apeno con la poesía traducida. Me anima: “los que más se venden, sostenemos con ellos la editorial, son los poetas foráneos, se venden mucho”. Me decide, compro “Como si hubiera muerto un niño” del silente y malhumorado Carlos Sahagún. No me arrepiento. J. L. se enrolla con el editor, no con Manuel Rico, sino con otro más joven que dice serlo también, contando historias de poetas conconocidos, a J. L. le gustan estas cosas. Espero, seguimos. Recuerdo que no le he comprado nada a mi mujer y recuerdo que tiene que comenzar a leer Bolaños 2666, tiene bastante, no le compro nada hoy. Volveré con ella. J. L. me pide parar en Lengua de Trapo, no tiene dinero, lo sé, yo casi tampoco y lo que tengo lo quiero para el bar. Va a un cajero trae manteca y se gasta parte gruesa en un libro enorme, y dicen que simpático, de un amigo suyo. Lo debe querer mucho. Pregunto en Visor por el libro que ganó el Vicente Núñez de mi amigo Vicente Martín. No. Llamamos a Pedro A. Quedamos.
Pedro A. está firmando por última vez, 21, 29 horas, tiene a su lado a una antigua alumna, ya mujer y a María Barroso, amiga de todos. Una cerveza, ya fuera del Retiro, otra cerveza, viejos, nuevos tiempos, sucedidos, proyectos. ¿Nos vamos? Bajamos a Serrano, una peruanita pregunta ¿se detiene aquí el carro que lleva a Atocha?, tomamos el 19 y llegamos a Legazpi. Conversaciones, vino, cerveza sin alcohol para mí, bolsas con libros que se tumban, chismorreo literario, historias incabadas, antologías regionales, poetas emergentes, vino, conclusiones, crestas de olas que siempre se rompen. Hasta el martes. Esperad: ¿habéis leído el artículo que le dedica Rafael Morales Barba al libro de Manuel Juliá? Pago. 14,60. Hasta el próximo martes. Ahora sí.
Hoy es miércoles. Ayer estuve en la Feria del Libro. Libre en esta ocasión del frescor desmesurado de los días precedentes y libre también del recuerdos de antiguos calores o chubascos. Una tarde madrileña, velazqueña dirían los cursis, agradable, que sin duda agradecí.
La tarde coincidió, no por casualidad, con la firma de ejemplares de “Más allá de la llanura” que mi amigo Pedro A. González Moreno dedicó a los compradores que decidieron acercarse a la caseta de Latorre Literaria, en donde el libro permanece, aunque no sé si el autor.
“Más allá de la llanura” es un libro atípico de viajero por la provincia de Ciudad Real, una visión literaria de las formas y los modos con los que el hombre y la naturaleza han ido vistiendo y esquilmando los paisajes. Una crónica baciyélmica (en palabras cervantinas del autor) en la cual la memoria y desmemoria de la piedra y sus olores y de la ausencia del agua atrapan al autor, lo zarandean, lo exprimen, le obligan a caminar con la palabra abierta de par en par en par (no es error). Sorprendido, advertido, denunciador, cariñoso, atento. Más allá de la llanura manchega, de la feroz agonía de los regadíos imposibles, de la avaricia y su crimen, el viajero repasa los volcanes del Campo de Calatrava, los cerros de Montiel, su cobre, los ríos del vino y los ferrocarriles, el furor de las hierbas azogadas de Alcudia, las aguas distraídas, y ya sin hermanos, del Bullaque. (Laica coincidencia: mientras escribía lo anterior, un repartidor de agencia me anuncia que me trae un envío de la Biblioteca de Autocares Manchegos, le corrijo por el telefonillo, “debe ser de Autores” “tal vez –responde- es que no se ve bien”. Dentro viene “Más allá de la llanura”, debe ser su aroma a cantueso, a poesía y camino, que confunde, que excita al viaje).
Dejé al autor con su público. En compañía del poeta J. L. Morales, previamente convocado, comencé el clásico paseíllo, el devenir que te enfrenta al menudeo de las editoriales apenas comercializadas, al runruneo con libreros y firmantes. Casi al lado, Ángel Guinda, “Angelito” para mí, poeta a ras de cielo, aragonés de Lavapiés, con más amigos aún que versos. Parada. Dedicatoria de “Claro Interior” con foto incluida. El corazón abierto entre autor y lector, en la safena herida: Olifante, la editorial, que sin pudor exige 15 euros (menos el diez, ya sabes) por un ejemplar de 46 páginas hábiles. Pago yo uno, paga otro José Luis. El abrazo vale más. Seguimos. Parada en Renacimiento de Sevilla, siempre lo hago, el año pasado compré un D´ors, en este, poemas de amor de LA de Cuenca, a quien había oído leer hace poco algunos de ellos (por otro, nuevo supongo, anunciaron que le darán 6000 euros en Málaga, lo del Alcántara, ya saben). José Luis compra tres, títulos distintos. Pagamos, seguimos. Un detalle con los hijos adolescentes: en otra caseta un libro para cada de Luis Piedrahita, obligada lectura para hijos adolescentes y no tanto. Persiste el paseo, las miles casetas. Por el cristal finestral de uno de los pabellones vemos a Miguel Casado, en compañía de otros, masturbando, ordeñando a Rimbaud. ¡Cuánta leche todavía! Caminamos. En no sé compro “La canción de la tierra” de Félix Grande, es una gran antología en edición barata de la E. R. de Extremadura, qué bien hacen. Félix es manchego y/o extremeño según el día. A veces de ningún lado, pero siempre magnífico hombre, magnifica voz de cardenal, magnífico poeta. J. L. compra otro del mismo autor. Luego buscamos, para su hermano, uno de las catedrales estiradas de Llamazares, lo encontramos en tamaño suficiente para ser leído en avión. Vemos Hiperión al otro lado y, sin pudor, nos cambiamos de acera.
Llego a Hiperión con dos encargos. Uno comprar “El viento entre las ruinas” para mi amigo Félix Ortega y otro comprar “El viento entre las ruinas” para mi amigo Teo Rubio, que esta tarde tenía prisa (y nos dejó el dinero). Pago los dos, la librera me estafa, pero aún no soy consciente. El autor de ambos es J. L. Morales, mi acompañante, al que pido que dedique los dos ejemplares para solaz de sus destinatarios. Conversamos con la librera, José Luis rechaza una de sus proposiciones matutinas. Merodeo por el mostrador. Veo los Haikus nuevos de Bermejo. Compro la poesía reunida de Llamazares “Versos y ortigas”, la librera me vuelve a estafar redondeando a su favor y haciéndome un favor. Consiento, ya consciente, por evitar altercados. Tomo nota. Seguimos con cierto afán. Llegamos a Bartleby Editores, están contentísimos con Sylvia Plath, tercera edición, casi quiero comprarlo, 28 menos el diez, lo pienso, lo tengo casi leído, me apeno con la poesía traducida. Me anima: “los que más se venden, sostenemos con ellos la editorial, son los poetas foráneos, se venden mucho”. Me decide, compro “Como si hubiera muerto un niño” del silente y malhumorado Carlos Sahagún. No me arrepiento. J. L. se enrolla con el editor, no con Manuel Rico, sino con otro más joven que dice serlo también, contando historias de poetas conconocidos, a J. L. le gustan estas cosas. Espero, seguimos. Recuerdo que no le he comprado nada a mi mujer y recuerdo que tiene que comenzar a leer Bolaños 2666, tiene bastante, no le compro nada hoy. Volveré con ella. J. L. me pide parar en Lengua de Trapo, no tiene dinero, lo sé, yo casi tampoco y lo que tengo lo quiero para el bar. Va a un cajero trae manteca y se gasta parte gruesa en un libro enorme, y dicen que simpático, de un amigo suyo. Lo debe querer mucho. Pregunto en Visor por el libro que ganó el Vicente Núñez de mi amigo Vicente Martín. No. Llamamos a Pedro A. Quedamos.
Pedro A. está firmando por última vez, 21, 29 horas, tiene a su lado a una antigua alumna, ya mujer y a María Barroso, amiga de todos. Una cerveza, ya fuera del Retiro, otra cerveza, viejos, nuevos tiempos, sucedidos, proyectos. ¿Nos vamos? Bajamos a Serrano, una peruanita pregunta ¿se detiene aquí el carro que lleva a Atocha?, tomamos el 19 y llegamos a Legazpi. Conversaciones, vino, cerveza sin alcohol para mí, bolsas con libros que se tumban, chismorreo literario, historias incabadas, antologías regionales, poetas emergentes, vino, conclusiones, crestas de olas que siempre se rompen. Hasta el martes. Esperad: ¿habéis leído el artículo que le dedica Rafael Morales Barba al libro de Manuel Juliá? Pago. 14,60. Hasta el próximo martes. Ahora sí.
Aunque los libros de poemas suelen ser poco pesados ( en gramos, en lo otro hay de todo)mucho peso cargaste en poesía.
ResponderEliminarRecuerdos a Pedro Antonio y los demás amigos comunes.
Un abrazo
Jesús