jueves, 14 de mayo de 2009

Mayo de Versos 2009

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Fotografía: Aníbal de la Beldad

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El pasado sábado,día 9, y por tercera ocasión se ha celebrado en Piedrabuena MAYO DE VERSOS. Es un encuentro de poetas locales y de otras latitudes que pretende poner de manifiesto el abrazo de la palabra, su poder. De todas las construcciones humanas la palabra es la más necesaria; con ella, precisándola, tensionándola, se hace poesía.


También se procura en MAYO DE VERSOS la presencia de la música, cultivo fértil al lado de la poesía. Más de 200 piedrabueneros acudieron a la cita, que va camino de convertirse en un clásico durante los días de las Cruces de mayo. La asociación "Amigos de Piedrabuena" está al cuidado de su organización, para la que encuentra numerosas ayudas. Que agradece.



La principal de las ayudas es la predisposición de todos los convocados a asistir y colaborar, tanto en la lecturas de poemas como en las interpretaciones musicales. Entre los poetas que se han desplazado cabe destacar a Elisabeth Porrrero, profesora que fue en el instituto de Piedrabuena, Asterio Sorribes, que se desplazó desde Zaragoza, José Antonio Carmona, venido desde Alcorcón, Isabel del Rey, directora del grupo literario "Pan de Trigo", que lo hizo desde La Solana, María José Maeso, ganadora en Soria del premio Leonor de poesía que llegó desde Manzanares, Eugenio Arce Lérida, narrador y poeta, desde la cercana Ciudad Real y José Luis Morales, manchego que reside en Madrid y reciente ganador del prestigioso premio de poesía Miguel Hernández que se concede en Orihuela.

Junto a ellos, Sagrario Hernández, poeta natural de Piedrabuena, aunque residente en Barcelona, desde donde acudió, Félix Ortega Albalate, Ana Cabezas, Gora y Francisco Caro como voces cercanas. Cerró el acto el mejor poeta de Piedrabuena y uno de los más respetados poetas manchegos, Nicolás del Hierro.

Las actuaciones musicales asombraron por su calidad y cuidado. estuvieron a cargo de Ana Isabel Fernández, Beatriz Jiménez y Adolfo Sánchez. Se estrenaron dos canciones a partir de las letras de Nicolás del Hierro y Gora. Tres voces distintas, pero precisas y elegantes. Imprescindibles.

El público, exquisito en todo momento, supo recibir y devolver emociones. El acto estuvo dedicado a los mayeros, intérpretes de la música tradicional.

Amigos de Piedrabuena agradece la compañía de todos, así como la colaboración del Ayuntamiento de Piedrabuena y de personas como Miguel Ángel de la Beldad, Félix Sierra, Ricardo Cabezas, María Angeles Caro, Aníbal de la Beldad y Blanca Ortega.

Hasta el próximo año.




(De arriba a abajo: Adolfo Sánchez, Beatriz Jiménez y Ana Isabel Fernández durante sus actuaciones)











miércoles, 13 de mayo de 2009

Hoja de almanaque

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1

Tengo sesenta años.
Aradas brasas y charcos de púrpura y misterio.
Atravieso la edad en donde el pulso
de la sien es más fértil, más agudo.
Para la soledad, para el asombro.
Camino.
Oscuras lagartijas y curiosas acuden a los bordes del sendero.

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lunes, 13 de abril de 2009

Miguel Galanes

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Publicado en Lanza. Extra de Navidad 2007. Con motivo de la edición en dicho año de "La vida por dentro” (Huerga y Fierro), segundo volumen de la trilogía “La vida de nadie”

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Miguel ya no es, desde “Añil”, el poeta que mira, sino alguien que escribe para sí mismo, para salvarse – y él sabe que es un náufrago – del carnaval de la vida. El poderoso aliento poético de los poemas contenidos en “La vida por dentro”, un libro largo, generoso, surgido a lo ancho de los últimos diez años, no se debe tanto a la memoria de las formas como al afán de búsqueda que trasmiten. El poeta se desviste del tráfago habitual, de las convenciones sociales que le perturban, del ruido de la corte, de la urbe –“tanta gente en la ciudad”- para volver su mirada contemplativa a la senda de lo sencillo. Así, una serie de poemas incluidos en la primera parte insisten en tal intención: léanse “Oficio de claridades, “Rosa de nadie” y “La vida por dentro” en donde se impone el sentimiento de angustia, de incomprensión entre el mundo que está -el interior, el de dentro- y el mundo externo que llega para desasosegarlo. O la dialéctica entre armonía y conflicto que supone la convivencia entre lo necesariamente permanente y lo necesariamente mutable, y que se hace más explícita en los versos del poema “Las lágrimas de Heráclito” donde ve en el ciprés, en el poeta, “como crece y perdura en su fuerza y su color./ Parece que no cambia pero no es el mismo cada día / ni se orienta de igual manera hacia el cielo.”


Luego, en la segunda parte, el poeta, consciente, aunque dudoso, de la desnudez de su yo, recorre el camino que pretende le lleve a la plenitud mística de la comunión con la belleza, al concilio sereno con su espíritu, tras haberse reconocido en el yo descubierto. Y como para tal reafirmación es necesario el otro con quien medirse, con quien fundirse hasta alcanzar la meta de la comunión más silenciosa, lo busca en el sueño, en la mujer, en la palabra más despojada: “Todo tu vestuario / fue el aire de aquella tarde”; trinidad de aspiraciones que el autor deliberadamente presenta confundidas porque son sólo una y única verdad. Miguel Galanes alcanza aquí su más depurada voz, en poemas cortos, intensos como nunca, plenos de significado, de trascendencia. El poeta busca poseer y ser poseído “Profundamente, desde mi ambición a ti / tenerte a mi lado es no tenerte./ Quiero todo. Lo imposible”. Poemas que llegan a ser instante, concepto; alma que desea no el contacto, no la imagen, no la rosa, sino entrar, penetrar en el misterio de la serenidad y de una aceptación inacabada -“me convertiré en un pozo quieto que no va ni viene”, dice en el poema que dedica a Min Yongtae, poeta coreano- aunque en ese camino, abierto a los abismos, queden rastros de fatiga, de dolor, y sea preciso despojarse del deseo bastardo y la impureza, del ahogo de la cotidianeidad. O de la tentación de las ambiciones.

Con la palabra encuentro titula Miguel Galanes la parte final del poemario, la más amplia, compuesta por 33 poemas, en ella, el poeta continúa deseando “estar inmóvil, con mis ojos limpios / en la verdad más pura” pero a los ojos del lector parece dominada por el hallazgo de un espacio donde ser, que es algo distinto al lugar donde se permanece o por donde se pasa. El paisaje físico, que el individuo se ve obligado a habitar, es transformado por el poeta, al percibir lo que hay en él de permanente, en espacio donde quedarse siendo en él, formando parte de su naturaleza. Es la intención de ser raíz, memoria de la vida, ante el caos cíclico de las hojas que el viento, léase el mundo, no deja de agitar en su fugacidad. Todo es más necesario y más único cuanto más sencillo se nos presenta; hay en esto la horaciana reflexión, “todo está aquí, contemplándolo los ojos / que lo miran, sin voz ni cambio alguno / en su movimiento, una y otra vez”, la estoica voluntad de Marco Aurelio: somos parte de partes, infinitud, una mañana de libertad que se despierta; pero también la aceptación de que somos “la sangre coagulada y la ceniza en el fondo de la copa”.

Recorrer con lentitud “La vida por dentro” es acompañar al poeta en el sendero que busca el equilibrio, la vertical del fiel en esa balanza existencial que compara lo vivido con la espera; seguirle hasta el alcance místico de la quietud en la contemplación, camino único para despojar a la esencia de sus circunstancias.

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IMPOSIBLE

El espacio que ocupas
te viste de cristal.

Libre
como el aire, escapas,
te alejas tras haberte
llamado.

Y te encuentro,
realidad desnuda,
inaprensible como la niebla en el mar.
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lunes, 30 de marzo de 2009

Federico Gallego Ripoll


(Publicado en Lanza. Extra de Navidad 2007. Con motivo de la edición en dicho año de "Los poetas invisibles (y otros poemas)" que obtuvo el premio Alarcos LLorach).

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La poesía de Federico es una isla poblada de archipiélagos, es un mar reflejado en sus fragmentos, en las múltiples formas de sus identidades. Una voz sobre agua, cuya deriva no deja de atravesar nuestra llanura. En contraste con Pedro y con Miguel, parece en constante vigilia creativa. Es un poeta que parece abocado a la poesía, su isla, a la que necesita poblar con sus poemas para poder recorrerla desde su invisibilidad. Un poeta que indaga lo que de vivo tienen las cosas. Un poeta que palpa, que se deja impresionar, provocar, casi religiosamente, por la luz y la piedra, por el aire y el vuelo, por los libros, por la gente, por la madre y la infancia, por el yo o los yoes, por el otro o los otros. Un poeta que es siempre “hombre en mudanza”.

Es habitual en la voz del poeta la compleja armonía de sus símbolos, también la serenidad de su discurso. Hay, así mismo, una búsqueda de nuevos caminos en el lenguaje poético, riesgos calculados, experiencias, espacios novedosos para el juego, tanto en lo fónico – aunque hay más de esto en “La torre incierta”, su anterior libro- como en la construcción sintáctica; y todo sin alejarse nunca, nunca, de la claridad.

Pero ¿es Federico un poeta invisible como sarcásticamente insinúa en el poema inicial de su libro? Habría que contestar que sí, o casi. No para sus lectores, claro, pero es evidentemente que la inexistencia de un aparato crítico riguroso que singularice la obra de un poeta - en lugar de intentar encuadrarlos en rebaño, o en flotas, donde tanto el poeta como el crítico se sientan seguros y protegidos- es la responsable de que muchos poetas necesarios padezcan semejante mal. A lo que añadiríamos nosotros la pertenencia a una tierra incapaz no ya de levantar sino ni tan siquiera de sostener a sus creadores. Haber nacido en una tierra tan hermosa, tan recia, pero con una identidad tan desvaída tiene tales consecuencias.

“Los poetas invisibles (y otros poemas)” es una introspección, una mirada profunda del poeta sobre sí mismo. A veces explícita, como en los poemas que titula autorretratos, pero que continúa en la diversidad de personajes que desfilan, tanto masculinos como femeninos, - impresionan “La lavandera”, “La mujer inmóvil”- y que no son sino “otros” en donde también mirarse, haciéndoles hablar, escuchándoles, acogiéndolos, siendo ellos (hay algo en esto de técnica cubista, al hacer simultáneas las distintas perspectivas del que mira, del que cuenta). Y es también un poemario amoroso – “No se regresa del amor./ Ningún lugar tiene retorno”- serena y delicadamente amoroso, dominado por el sentimiento de entrega como lugar de encuentro de los amantes “llevas mi vida entre tus manos/ y nadie se da cuenta de ese brillo”. Gallego Ripoll experimenta a lo largo del poemario, voces, máscaras, obsesiones: confiado, oscuro, secreto, absorto, cierto, equivocado... que no son sino escenarios, calles por donde transitar hasta cruzarse con el yo buscado, hasta verlo cada vez más desnudo “Abro el libro en penumbra para no/ ver mi cuerpo desnudo reflejado”, cada vez más lejos de lo que fue, más solo con el amor, tan asustado como dichoso de ser único don: “nací de ti, de ti moriré, de ser tanto en tus labios”.

El poeta hace descansar sus poemas sobre cosas, sobre seres concretos, tangibles, para a partir de ahí provocar la emoción. Su poesía se dirige, con preferencia, a la emotividad intelectual del lector, a quien pretende sorprender y conquistar mientras dura su juego poético, hacerle partícipe de las fugaces motivaciones que le incitaron a comenzar el poema – “Viene la brisa; y sé que soy el campo,/ y me callo para que nadie sienta/ deseos de usurpar mi tanto gozo” -, cómplice de su reflexión, aventurero en las nunca cerradas conclusiones. Una poesía que partiendo de los sentidos acostumbra a busca la complicidad; tanto en nosotros, sus lectores, como en el otro que en él habita.
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LOS POETAS INVISIBLES
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Los poetas invisibles
escriben poemas invisibles
con palabras invisibles
sobre cuadernos invisibles.

Hay lectores invisibles
que les regalan sus ojos invisibles
y estantes invisibles
sobre los que descansan sus sueños invisibles.

Reciben premios invisibles
y aceptan las críticas invisibles
que a veces subrayan la evidencia
de su absurdo intento de visibilidad.

Pero a nadie privan de su sitio,
su ventana o su columna:
nadie habrá de preocuparse
de retrasar su camino por ellos.

Porque también tienen vendas invisibles,
quirófanos invisibles
y sufridos enterradores invisibles
que, tras cumplir con su trabajo,
beben a su salud en tabernas invisibles,
de regreso hacia sus casas invisibles.

viernes, 27 de marzo de 2009

José Luis Morales y "El viento entre las ruinas"

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Ahora, cuando su publicación está garantizada, cuando se anuncia el fin de su carácter inédito y su valor ha sido reconocido públicamente, quiero dejar constancia que tuve la oportunidad de presentar la lectura de algunos poemas que ahora componen “El viento entre las ruinas” hace ahora dos años, cuando el poemario estaba en su octavo mes de gestación y carecía de título. Fue en la prestigiada Tertulia Hispanoamericana Rafael Montesinos, de Madrid.

Ya entonces pude apreciar la fortaleza lírica de unos poemas nacidos de la reflexión sobre lo vivido con, por y entre los diversos entornos familiares y de infancia en la vida del poeta. Los versos se instalaban en los rincones de unos primeros años a mitades dichosos o traspasados de infelices afectos. Ya entonces pude apreciar como la imagen de la casa se convertía en territorio por donde levantarse y caminar. Y eran las casas múltiples como múltiples los derrumbes, las ruinas, los distanciamientos, la capacidad de rehacer, la necesidad tanto de olvido como de amor para volver a crear. Para volver a ser, aunque nunca definitivamente.

Los muros de las casas que los distintos poemas levantan saben tanto de incendios como de diluvios, por eso es preciso que alguna vez el sol penetre hasta los cimientos, que los tejados tengan tiempo preciso para su inexistencia, que permitan al viento, al aire sofocado, borrar señales, y mostrar, a la tierra raíz, caminos de redención. Y de sosiego.

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LA CASA SIN TEJADO


La casa está barrida por el viento
que la ha vuelto a vencer.
Desmantelada
–sin tejado ni vigas, solo muros-
es pura geometría de un pasado
cuyos secretos hoy ya no cobija.

Al perder su tejado ha muerto el mito
del hogar como patria invulnerable:
la oscura intimidad, celosamente
guardada en los armarios, sus mentiras,
su arrogancia de torre, su disfraz
de familia feliz: todo está al aire.
Nada puede ocultarse para siempre.

Dejaremos que el viento la ventile,
que la lluvia la lave, que penetre
el sol hasta los sótanos y abrase
sus manchas de humedad y sus parásitos.

Sólo cuando la muerte esté saciada,
reconstruiremos juntos cada muro.
Hay poco que salvar. Pero en las ruinas
canta el jilguero igual que en los palacios.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Pedro A. González Moreno


Publicado por vez primera en Lanza. Extra de Navidad, Diciembre 2007, con motivo de la publicación de "La erosión y sus formas. Antología 1986-2006" (Vitruvio).


Pedro Antonio, poeta que escribe deshabitándose, aunque su poesía esté habitada por el concepto crespiano de “el tiempo en la palabra”, ha bien titulado con “La erosión y sus formas” a su poesía seleccionada, volumen que lleva por subtítulo “Antología 1986-2006” y que contiene 72 poemas de los publicados en sus cuatro libros anteriores, a los que ha añadido cuatro inéditos.

Poeta sin prisa, de lenta elaboración, su falta de urgencia ha hecho que pasen casi 10 años desde su segundo a su tercer libro y casi otros tantos hasta el cuarto, “Calendario de sombras”. Domina su poesía la tensión de lo inasible -“del pájaro sólo/ lo que tiene de vuelo”-, a la vez que el alargado hilo de sus certezas; poeta en el que la memoria de la vida precede siempre a lo vivido, donde vivir es solamente contar la luz que la memoria desprende, anotar, soportar sus caricias y erosiones, ver hundirse los barcos que olvidaron sus puertos, o retratar como se borran “con esa levedad callada, fría.../ las cosas en la nieve”.

La palabra de Pedro A. es territorio de la elegancia, acomodo del ritmo y el concierto. Poeta, como pocos, de deslumbrante perfección formal, cuida la palabra, los versos, las pausas de la música, ya que no ignora que es la única materia con la que elaborar la poesía. Poeta del tacto, sus palabras invitan al roce, a ser recorridas, porque, como ha dicho alguno de sus críticos, sabe que “las palabras son las verdaderas mediadoras entre el hombre y la muerte”. Será con el tacto de las palabras con el que pueda el hombre reconocer la voz que le anunció la vida, reconocerse.

Ya hemos avisado que para el poeta la memoria antecede a los cuerpos, a lo tangible. La memoria entendida como el recuerdo total y primigenio, como la consciencia de la vida recién advertida, recién estrenada, la vida entera. A partir de ahí comienza su desvanecimiento, comienza el hombre -la casa- a deshabitarse, a sumergirse. “El desván sumergido” es uno de sus títulos más representativo. Y es entonces cuando a la metáfora continuada de la casa, como recinto y sede de la memoria, Pedro Antonio opone la de la erosión: ceniza, silencio, agua, sombras, los cuatro agentes externos, permanentes, que amenazan, desgastando, lo vivido, o mejor la longitud y el misterio de lo vivido “Es la erosión quien nos elige, es ella/ con su mano de agua/ y su callada alfarería/ quien nos va dando forma...”. Los cuatro rostros de una sed agresiva que nos saja, de un tiempo que va desocupando calendarios, deshojando sus cifras anunciadas, sus días, hasta instalarnos inexorablemente en la desposesión. Pero es exactamente en ese acerbo de pérdidas que, como en el desván los objetos atrojados, se convierten en sombras, donde el poeta busca, donde encuentra territorio, voz para el poema, para sus manos piel.

Su voz, platónicamente lírica, nunca abandona la sospecha que, a pesar de tanto esfuerzo, la realidad poética permanece en la idea del poema, sobrevolando siempre la cáscara de tinta con la que el poeta intenta su concreción. Pero tal intuición no desalienta a Pedro Antonio, que ofrece su palabra como un amplio matraz donde guardarse del ascenso de las aguas, de la desmemoria, “un cuerpo no se eleva/ más allá de los nombres”, como refugio de una infancia, de una higuera, que siempre suena al fondo, pero siempre desmoronándose, ennieblada, ennieblándonos, hasta llegar a una ausencia desde ha mucho presentida. Tal vez por eso alguien ha tildado su poesía de voz hacia lo triste, opinión que no comparto, su voz tan sólo insiste en la melancolía que las cosas -“si pudiera tocarse la memoria.../ con la misma piedad con que se toca/ un traje muy usado”- devuelven tras el tacto, tras la paciencia evocadora de la caricia.
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LOS CUATRO AGENTES DE LA EROSIÓN

I

Como sobre la piedra,
sin piedad y sin ruido,
actúa la erosión sobre la carne,
con ese suave roce
que al mismo tiempo saja y acaricia
como una áspera seda que tuviese
algo de beso y algo de navaja.

Todas las formas de erosión pasaron
voraz y minuciosa-
mente sobre esta piel vacía.
Vino
primero la ceniza con sus flores de escarcha,
con su tacto de invierno, su color de luciérnagas
sin brillo, con sus calles
sin cal y sin regreso
y sus ciegas señales de una lumbre ya extinta.


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martes, 24 de marzo de 2009

David Coll y "Las noches del corazón"




David Coll es un poeta y rapsoda tentado por el malditismo. Hijo literario del vigor de Espronceda, del acuciante ritmo de Rubén y del mundo socavado de Baudelaire, había publicado ya un libro harto interesante “La sed inmortal”, y otro de grafismo fallido "Amándote en la ausencia", pero ha sido durante este recién terminado invierno cuando ha aparecido lo que él considera la obra de su vida, en la que ha invertido, me cuenta, 17 años de rabia y dolor, de eyaculada existencia. Se trata de “Las noches del corazón” y ha sido editada por Sial/Fugger.


David viste de negro impertérrito, fuma, espera en el Gijón, declama y tiene una memoria aún no llena de versos propios. Yo soy testigo de cuanto manifiesto. Le he oído declamar con voz segura y envolvente en diversas circunstancias. Es amigo, a muerte y veneno, de la métrica clásica, bebe noche y sonetos, comulga alejandrinos. Sus rimas son rotundas, definitivas, esplendentes. Admira a Pepe Alcalá-Zamora, con quien cafetea. Yo soy alumno de algunas de sus tertulias. Y compro sus libros sin intermediarios. Él siempre se ofrece a la viceversa, o a la contraviesa, nunca sé.


"Las noches del corazón" es Coll, puro, alcohol. Un poeta que transita la ciudad desde la desolación hacia el imposible cierre, desde el Dios esquéletico y caprichoso hasta la imbebible bodega del Diablo. La triste luna sangra sobre el horrible mundo, es un verso escogido al azar, pero ahí está Coll, entero. (Entero no, falta la costumbre de escucharle)


Fui testigo de como una aspirante a la judicatura, sentada en la mesa de al lado del Gijón -tras escuchar su lectura de un soneto, contarnos que terminaba de aprobar el segundo ejercicio y que estaba enamorada- compró un ejemplar. (Se lo dejó en 20, como a mí)

¿Cuántos poetas hay así en Madrid 2009?
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EL ÁRBOL DE LA SANGRE



Bajo la inmensidad nocturna del espacio
sobre un gran lodazal extrañamente hambriento,
hay un árbol de sangre, mordido por el viento
que se hunde en el fango, despacio, muy despacio;

mientras el lodo cubre los últimos ramajes
y el árbol, impotente, se derrumba
en rumor de sangrientos oleajes
se abisma en el fangal, voraz, como una tumba.

Corazón, si tú crees que esta visión
de resignada y mansa destrucción
nada tiene que ver con tu latido

te engañas y te ciegas y confundes,
¡Corazón, tú también, como el árbol, te hundes
en las fangosas fauces del olvido!

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martes, 17 de marzo de 2009

Entrega del Premio de Poesía "Ateneo Jovellanos de Gijón" y presentación de "Calygrafías"

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El pasado viernes , 13 de marzo, tuvo lugar en la sede del Ateneo Jovellanos de Gijón la presentación del libro "Calygrafías" ganador en la edición XVIII correspondiente al año 2008. Acompañaron al poeta Francisco Caro dos de los miembros del jurado: Eugenio Bueno y Antonia Álvarez. También el presidente del Ateneo don José Luis Martínez y un representate de Cajastur, entidad patrocinadora.


Eugenio Bueno hizo la introducción a la lectura de Calygrafías, para dar luego la palabra al poeta que puso voz a algunos de los poemas del libro. Don José Luis Martínez cerró el acto.


Está en los planes del Ateneo presentar el libro en Madrid y/o Piedrabuena en la primera semana de junio.


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El encuentro
( 5, Rue Eternidades )




Madrugaba París en aquel cuarto
vacío casi

apenas el espejo,
ella tan pura,
antiguo de un armario, e inocente

lolita, blusa y jeans,
pequeña entre mis dedos encrespados
y los balcones tristes

se burló con piedad
de mi cintura lasa y del cabello débil

en el entarimado
dejó el foulard, última ropa y yo
le sonreía

qué haremos sino amarnos –me invitaba
su boca por combate- ahora, sin excusas

y la amé como un hombre

y era Paris
alba, desnuda, mía para siempre.

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